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Mujeres en la milicia: Historias de las «olvidadas» mujeres fortineras

 

Dice Carlos Alberto Del Campo en «Alfil, el diario para leer»: “bueno es recuperar para la memoria a aquellas mujeres que poblaron la vida de los fortines, para quienes no hay memoria.»

Solo algunas pocas fueron rescatadas del olvido, Carmen Funes “La Pasto Verde” en la poesía de Marcelo Berbel (“zamba del coraje hecho mujer”), pero en su mayoría permanecen desconocidas. Son centenares de compatriotas que nutrieron la historia argentina en tiempos de la conquista efectiva del territorio argentino.

Estas mujeres con destino inesperado tomaron parte de aquel ejército al que el gaucho fue enganchado de prepo. A ellas, les cupo un rol tan importante que contrasta con semejante olvido: podían ser mujeres de tropa o convertirse en humilladas víctimas del malón. Marcharon desde los límites de Córdoba, Santa Fe o Buenos Aires. A veces acompañando a sus hombres, cargando hijos y unas pocas ollas; otras caminando solas, leguas y leguas en la inmensa pampa.

Compartían la vida de los fortines donde se padecía hambre y frío; no pocas dieron a luz en la vasta soledad y muchas formaron parte del cuerpo militar. Algunas tenían sueldo del Estado, que muy tarde o nunca percibían. Pelearon a la par de los milicos, hicieron de curanderas sólo con yuyos y tisanas, cuidaban los enfermos, lavaban la ropa, cocinaban, cazaban avestruces para comer y además combatían jugándose la vida a cada instante. Los únicos momentos de alegría era en ocasión de los bailes; alguna vez se batieron a duelo por su amor disputado. Se las llamó despectivamente chinas, milicas, cuarteleras o chusma. Algunas eran esposas, otras novias, muchas madres y hasta prostitutas. Dice Vera Pichel que “en más de una oportunidad fueron agredidas con epítetos francamente degradantes”.

Se trata de aquellas valientes mujeres argentinas que, escribiendo páginas de la historia nacional, no figuran en los partes de batallas en que participaron. Con ellas la historiografía está en deuda, probablemente le ha restado valoración a este proceso al que se lo condenó como “barbarie despreciable”. Bien lo señaló Osvaldo Guglielmino: “la generalizada ignorancia argentina sobre la materia procede de la exagerada centralización europeizante”.

Algunas vivieron 10, 20 y hasta 40 años en los fortines, como Mamá Carmen, una negra que llegó a sargento, de mayor bravía que muchos oficiales hombres, se recuerda que ante la inminencia de la invasión de un malón dijo: “muchachas: no permitan que los indios quiten la caballada, faldas abajo y a ponerse el uniforme”; Domiciana Correa, de Bahía Blanca, que llegó al Fortín junto a su esposo el sargento Contreras, tuvo 19 hijos, vivió 103 años y aún siendo octogenaria crió otros 10 niños; Mamá Culepina, una araucana afincada en el regimiento; Isabel Medina designada capitán por valor en combate; Viviana Calderón, nieta del cacique Manuel Grande, que vivió por muchos años en Azul.

Cuando todo terminó, muchas mujeres se quedaron para siempre en la vieja frontera. Si tuvieron suerte, el gobierno les entregó alguna parcela que no siempre pudieron sostenerla. Con la desaparición del indio ya no hubo pagas ni racionamiento para ellas, fundadoras de pueblos nacidos alrededor de los Fortines, como La Pasto Verde, mujer de excepcional belleza, que además de haber participado en la Guerra del Paraguay estuvo en la fundación de Carhué, Puán y Trenque Lauquen.”

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En el portal web de La Gazeta Federal encontramos estas historias de aquellas heroicas mujeres que la historia oficial ha “olvidado”:

“Desde antes de la Independencia, las mujeres sirvieron a la Patria en diversas actividades, en la milicia o el ejército. Como apoyo desde la ciudad o acompañando a las tropas en campaña, hasta con niños y ancianos. Actuaron como guerreras, enfermeras, cocineras, pulperas, cantineras y “bomberas”, y siguieron a las milicias como guerreras o de apoyo a sus maridos y tropa en general, y hasta infiltradas en el enemigo para fomentar de deserción.

Algunas más conocidas, como Manuela Pedraza, Juana Azurduy, Macacha Güemes, La Delfina, Juana Moro, Carmen Funes ( “la Pasto Verde”), Santos Moreno ( «La Rubia Moreno» ) o Martina Céspedes y otras, rescatadas por pasajes de la historia, por el folclore y la tradición oral. Otras menos conocidas o ignoradas, cuyo hechos heroicos se han perdido en el tiempo, pero que vale la pena rescatar.”

Relatos y testimonios

Alfredo Ebelot (1), en su libro “La Pampa, Costumbres Argentinas” nos deja un interesante relato sobre la actuación de las mujeres en las milicias. Nos perece interesante transcribir este relato proveniente de un testigo directo:

Grande fue mi sorpresa, en los comienzos de mi vida de frontera, cuando por primera vez me encontré en marcha con un destacamento que cambiaba de guarnición. Había dejado partir la tropa con mi equipaje y mis carros, que eran muy pesados, y detúveme a conversar, amigablemente retenido por el jefe de frontera, que no todos los días tenía ocasión de entablar diálogos. Era en la Blanca Grande, en donde ahora hay estancias muy hermosas, y que en aquella época era una madriguera famosa.

Cuando monté a caballo para alcanzar a la columna, ésta estaba ya muy lejos. Después de haber galopado un buen rato, vi asomar primero una nube de polvo. Eran los caballos de repuesto, la caballada, primera sorpresa para un novicio; tenía yo dos días de campaña.

Luego apareció otro grupo, considerable y en desorden, y por fin, allá en el extremo, pequeña, ocupando nada más que el espacio indispensable, una tropa que marchaba en formación. El grupo intermediario eran las mujeres y los niños. Había una caterva. Todas las edades estaban representadas en ella: desde los niños de pecho, que mamaban sin desconcertarse al trote duro de los caballos, hasta las viejas cuyos cuellos semejaban un manojo de culebras, y que mascaban un cigarro en sus encías desprovistas de dientes. También estaban representados todos los matices, excepto el blanco. La escala de tonos empezaba en el agamuzado claro y terminaba en el chocolate. Todo esto estaba encaramado sobre pilas de ropas, utensilios de cocina, cafeteras y maletas que desbordaban por ambos lados del recado en extravagantes protuberancias.

Cuando había que mudar de caballo, era de ver el trabajo que demandaba esta operación. El arreglo de todos los bultos en el suelo y su colocación en el nuevo animal, la acción de izar a la propietaria encima, constituían tareas graves y minuciosas; pero todos los soldados disponibles se prestaban a ellas, con la mejor voluntad, y en suma la cosa andaba con más prontitud que la que se hubiera podido suponer. No conozco gente tan diestra como los indios y las indias para estas instalaciones de un ajuar ambulante y complicado en el lomo de un caballo.

Cuando llegamos el día siguiente al fortín Sanquilcó, cuya guarnición íbamos a relevar, presencié el espectáculo de la recepción hecha por la guarnición femenina que lo ocupaba a la guarnición femenina que iba a reemplazarla: los grandes saludos, el mate y las conversaciones.

Imagínense ustedes un reducto de tierra, de una cuadra de superficie, franqueado por chozas de juncos, algo más grandes que tiendas, y más pequeñas que los ranchos más exiguos, dejando en el medio un sitio cuadrado en cuyo centro está el pozo, e inundado de criaturas que chillan, de perros que retozan, de avestruces, de ratas de agua domesticadas que allá se llaman nutrias, de mulitas, de peludos que trotan y cavan la tierra, de harapos que secan en cuerdas, de fogones de estiércol en los que canturrea la pava del mate y se asa el alimento al aire libre; figúrense ustedes en torno la pampa desierta, chata y amenazante, que el centinela apostado en una torrecilla de césped, interroga día y noche, y tendrán el cuadro, a la vez pintoresco y monótono, en medio del cual transcurría la vida de la mujer del soldado en la frontera.

¿De dónde han venido y qué ha podido vincularlas a esa existencia? Vienen, ¡vive Dios!, de esos ranchos aislados que han encontrado ustedes al paso, allá, allá en aquellas llanuras que enfáticamente se dicen pobladas, cuando contienen mucho ganado y encierran pocos seres humanos. La vida de esas mujeres era allá poco más o menos lo que es aquí, y tenían de menos la variedad, la sociedad, lo imprevisto. Han ganado en el cambio. Por eso adquieren rápidamente el espíritu de cuerpo. Es muy raro que una mujer cambie de batallón. Si reemplaza a su marido por otro, lo que acontece con menos frecuencia de lo que se cree, el nuevo titular llevará en el kepi el mismo número que el antiguo.

¡A fe mía, sí! son casamientos inestables; pero, vean ustedes, sucede con esta inestabilidad lo que con los objetos amontonados sobre un recado; se mueven de un lado para otro; no sabemos cómo no se desprenden, y sin embargo ruedan rara vez.

Reflexionando un poco, pues todo tiene una explicación en este mundo, aun la anomalía de estas fidelidades relativas, se descubre la razón. He dicho que ellas vienen de los ranchos; son gauchos con faldas. Tienen todas las cualidades y todos los defectos de los gauchos; la vida es siempre soportable al lado de personas que piensan y sienten como uno. Los defectos compartidos forman, como las virtudes, un vínculo.

A veces, les gusta la bebida, es su pecado venial; pero uno se pregunta si ello no contribuye a la buena armonía del hogar. He visto parejas de mala bebida, cubiertas aun de magulladuras y moretones después de una pequeña fiesta que acabó mal, redoblar los cariños y atenciones recíprocas una vez disipada la embriaguez.

En esas peloteras íntimas y en esas reconciliaciones, más que nunca frecuentes en las visitas de los comisarios pagadores, todo el dinero que recibe el soldado pasa a empilchar a su compañera. Es el momento en que aparecen los botines de colores chillones, los fulares amarillos y violetas, y en que chorrean perfumes las espesas cabelleras negras, semejantes a colas de caballos, lacias o rizadas, según que la propietaria tenga sangre india o sangre negra en las venas.

No hay que concluir de aquí que la mujer del soldado sea interesada. Gusta de las atenciones, no del dinero: como que generalmente tiene más que su dueño. El soldado sólo tiene su sueldo; la mujer, planchadora, encargada de la ropa de los oficiales, o pastelera, vendedora de tortas a los soldados, suele tener más que su hombre, cuando llega el comisario, y recurre a sus deudores bien provistos entonces.

Como condiciones militares, puede decirse que son veteranas, verdaderas veteranas. Muchas veces se les ha visto hacer fuego, y en las sorpresas tienen la sangre fría y el arranque de un soldado viejo. En 1874, una mujer de la artillería fue hecha subteniente en el campo de batalla. He aquí otro ejemplo más original.

Cuando ocupamos Guaminí, no habíamos llevado las mujeres de la división. No sabíamos lo que íbamos a encontrar y no queríamos tener ese estorbo, en el caso en que tuviéramos que librar batalla en campo raso con enjambres de indios, que fue al fin lo que nos cupo en suerte.

Pronto nos apercibimos de que habíamos hecho mal en dejarlas; los soldados las extrañaban amargamente, languidecían, desertaban, no lavaban su ropa ni soportaban la campaña con buen humor.

Al cabo de tres meses y, como se enviara a la antigua frontera un destacamento encargado de escoltar un convoy de uniformes, se decidió que al mismo tiempo condujera a las mujeres. El destacamento fue atacado a la vuelta por una gran invasión. Era mandada por un oficial perspicaz que, desde que avistó a los indios, se dio cuenta de su número considerable, reunió su escuadrón femenino y le dirigió el siguiente discurso:

– «Téngo bastante gente para resistir, pero esos demonios me van a quitar la caballada. Muchachas, a ustedes se la confío. Rodéenla y no dejen que nadie se aproxime».

– Está bien, teniente respondieron.

Una de ellas pidió un revólver.

– Un momento -dijo el teniente-. Si ustedes se presentan en ese traje, los salvajes se van a encarnizar en robar la caballada. Hay que evitarlo. Hay uniformes en los cargueros; con que así, ¡faldas abajo y a vestirse de reclutas! ¡Sobre todo, hagan honor al glorioso uniforme que les confío!

Los indios coronaban ya las alturas y tornaban sus disposiciones de combate. Era un espectáculo característico, en ese momento siempre solemne que precede a una carga, ver a las mujeres, faldas abajo, como les dijo el teniente, poniéndose la bombacha y la chaquetilla azul, ocultando sus largas cabelleras bajo el kepi y saltando sobre el caballo, mientras que los soldados con el arma pronta y el ojo atento, pero no del lado de los indios, se cambiaban dicharachos fuertemente condimentados sobre las formas más o menos redondeadas que las indiscreciones de esa rápida toilette dejaban en descubierto por un momento.

La carga fue brillantemente rechazada y la caballada se salvó. Los indios llegaron sin embargo muy cerca. Sólo un año después vinieron a saber, cuando los hicimos prisioneros, que ese día se las habían visto con mujeres. Ellas habían enarbolado cuchillos que en nada se parecían al curioso puñal de la liga.

Una de las mujeres más interesantes que he encontrado en la frontera era una antigua acompañante de las hordas del Chacho. Ya no tenía sino tres dientes, y los más viejos apenas recordaban el momento en que entró en el tercero de caballería, primeramente como prisionera y luego como uno de los adornos del regimiento. Era espantosamente fea, pero la rodeaban los respetos a que la hacían acreedora sus aventuras y la manera como las refería.

Iba yo siempre a tomar mate con ella, cuando pasaba por la comandancia «General Mansilla”, frontera de Trenquelauquen. He leído las hazañas del Chacho en Sarmiento. A decir verdad, ella las refería mejor. Hubo sobre todo una circunstancia en que llevó cartuchos al Chacho acorralado, sin munición, perdido. Atravesó las líneas nacionales, disfrazada de mujer encinta de ocho meses y medio, con un vientre de hojalata lleno de municiones. Ya me daba por degollada, decía, pero nunca me hubiera consolado de que me tomaran los cartuchos. Las municiones llegaron y el Chacho salió del paso.

He ahí los aspectos brillantes y atrayentes de la vida militar, el peligro. En cuanto a las privaciones y a las fatigas de todos los días, las mujeres muestran una resistencia que asombra. Viajaba yo un día a caballo de Patagones a Bahía Blanca, sesenta leguas, en una estación fría y desagradable. Volvíamos de Chocle Choel.

Había una mujer en la partida, lo que no me sorprendió. En el primer lugar que acampamos, me apercibí de que daba de mamar a un niño cuya edad le pregunté. Había salido de ChoeleChocl al día siguiente del parto, e iba al Azul a donde era llamado su marido, asistente de un oficial. He ahí un nene que antes de tener un mes se hacía doscientas leguas, dormía al aire libre en invierno y en los brazos de su madre recién parida.

La madre y el niño llegaron bien; tuve después noticias. ¡Esos muchachos de cuartel! ¡Ésa sí que es semilla de soldados, si se ocuparan un poco más de su instrucción! Sarmiento pensó en ello y fundó escuelas de regimiento. Después de él marcharon como Dios quiso y acabaron por desaparecer. Esos hijos del Estado, que le han de dar trabajo si los descuidan, merecerían sin embargo la pena de que se ocuparan de ellos.

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Por su parte Ramos Mejia, en su libro Rosas y su tiempo, nos deja el siguiente relato sobre la mujer soldado:

“La mujer de la plebe tenía en los ejércitos federales su parte de afecto oficial y en el reparto del rancho, porque alegraba al soldado; y a ciertas horas los encantos de la familia, para los unos, y los alicientes de la orgía para otros, derramaba calor y fuerza en aquellos pechos que tanto lo necesitaban. El más experto espía o «bombero», en el orden militar como en el otro, fueron estas mujeres, negras y mulatas especialmente, que metiéndose en las filas de los ejércitos enemigos y bajo el imperio de las necesidades físicas que afluían a su carne, seducían la tropa y provocaban la deserción o se apoderaban de todos los secretos que podían pispar en las intimidades de sus rápidas excursiones».

Y más adelante agrega el mismo autor:

“Las negras servían para todo: mucamas, bailarinas, vivanderas y hasta soldados».

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Pepa la Federala

El siguiente documento de 1844, da cuenta de las acciones y vicisitudes de Pepa la Federala:

¡VIVA LA CONFEDERACIÓN ARGENTINA! ¡MUERAN LOS SALVAJES UNITARIOS!

Buenos Aires, Marzo 19 de 1844. Año 35 de la Libertad, 29 de la Independencia y 15 de la Confederación Argentina.

La alférez graduada de Caballería, doña Pepa la Federala: Solicita el ajuste de sus sueldos, haciendo una breve reseña de sus servicios y acciones de guerra en que se ha hallado, citando varios jefes para los efectos consiguientes y obtención á las gracias que la munificencia de S. E. ha sabido acordar al ejército,

Excmo. señor:

Doña Josefa la Federala, Alférez graduado de Caballería, ante la justificada integridad de V. E., con mi mayor respeto digo: Que habiéndome hallado en la acción de Chascomús á las órdenes del señor General don Prudencío Ortiz de Rosas, y de allí en Marzo de 1840 en Entre Ríos a las órdenes de aquel General en jefe don Pascual Echagüe, llevando en mi compañía 26 hombres voluntarios á mis órdenes, vecinos de Ranchos Blancos; que en mi marcha tomé un bombero de los salvajes, que presenté al gobernador, salvaje hoy día Mascarilla, y de allí me incorporé al mencionado ejército de Entre Ríos, habiendo sido agregados dichos 26 hombres al núm. 2 de Caballería de Buenos Aires, quedando yo en la escolta de aquel General en Jefe. Fuí bombera voluntaria y entré en la trinchera del salvaje Lavalle, donde fuí tusada del salvaje Benaventos y sentenciada á muerte por el de igual clase Pedro Díaz, teniendo la suerte de escapar y reunirme al Ejército Confederado, hallándome en seguida en la batalla de Sauce Grande, cuyos testigos cito en esta Capital, que pido á V. E. certifiquen: el Coronel graduado don Antonio Félix de Meneses, y el que era comandante del Batallón Entre Riano, sargento mayor don jacinto Maroto, hallándome desempeñando las funciones de Posta, quedé herida en la batalla, y salvé por una partida del núm. 2 en comisión, recogiendo heridos, que como yo, éramos 70 ú 80, y conduciéndonos a la Capital del Paraná, a las órdenes de Don José M. Echagüe, quien me prodigó todos los auxilios necesarios; cumplidos diez días supliqué al Excmo. señor Presidente Oribe se dignase llevarme en su compañia, aunque muriese en el camino, lo que conseguí y fui conducida a San Nicolás, dejándome dicho Excmo. señor en casa del comandante Garretón para curar de mis heridas, pero sabiendo que mi Coronel Don Vicente González se hallaba acampado en el Arroyo del Medio, me olvidé de mis heridas y haciendo un carguero de jabón conchavando dos peones envié innumerables partidas de salvajes que salían de San Pedro, teniendo la dicha de incorporarme a mi coronel, el que siguió con el Presidente Oribe y por consiguiente me hallé en la acción de Quebracho Herrado y sin sanar de las heridas me hice cargo del Hospital de Sangre, y sucesivamente en todas las demás acciones cual fue la del Monte Grande en Tucumán; y por último, de regreso, en la de Coronda y Santa Fe; siendo después nombrada por el señor Presidente Oribe ayudante 149 del Hospital de Sangre, hasta que vine a esta Capital.

Excmo. señor, desde el año 1810 sirvo a la Patria con el mayor desinterés.

Viuda del Sargento Mayor Don Raymundo Rosa, que murió de diez y ocho heridas en el campo de batalla en la Cañada de la Cruz a las órdenes del Señor General Soler, la posición triste en que me encuentro, de tantas vicisitudes de la guerra, me pone en la precisión de implorar del Padre de mi Patria, por lo que humilde suplico se digne ordenar sean hechos mis ajustes por la contaduría y opción a los premios que V. E. tiene conferidos al Ejército, para poderme reponer de mi salud y estar pronto y de centinela contra todos los salvajes que quieran envolvernos en su inmunda rebeldía a cuya gracia quedaré eternamente reconocida.

Referencias(1) Alfredo Ebelot: Escritor, periodista e ingeniero, nacido en Francia en 1839. Se educó en Toulouse y se graduó de ingeniero en la Escuela de Artes y Manufactura de París, participando además como redactor en importantes publicaciones de la época.
En 1870 emigra a la Argentina donde colabora en distintos periódicos.
Contratado por Sarmiento para distintos estudios sobre la línea de frontera, participa en con el grado militar de Sargento Mayor en la conquista del desierto. Como ingeniero codirigió los llamados “trabajos de defensa contra el indio”, entre ellos la construcción de la zanja de Alsina. Como testigo directo nos deja interesantes testimonios en “Relatos de la frontera” y en “La pampa. Costumbres argentinas”.
Regresó a Francia en 1908 y murió en Toulouse, en 1920. 

Fuente: Pensamiento Discepoleano

Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 30/4/2020