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Gabriel García Márquez: El oficio de escritor (Entrevista)

 

 

El destacado novelista colombiano Gabriel García Márquez, uno de los maestros de la literatura moderna, Premio Nobel de Literatura 1982, define para El Correo su relación con la creación y la concepción que tiene del oficio de escritor. Es entrevistado aquí por Bahgat EInadi, Adel Rifaat y Miguel Labarca.

 

¿Es posible proteger la cultura?

La gran pregunta que los gobiernos y la gente de cultura deberían hacerse es qué tipo de protección, sin interferiría ni manipularla y sobre todo sin someterla al pensamiento político del gobierno de turno, tendría que ofrecer el Estado a la cultura. El problema del Ministerio de Cultura en América Latina es su subordinación a todos los avatares de la política nacional. Una crisis de gabinete repercute en la acción cultural, pues el resultado de las contiendas ambiciosas entre distintas corrientes de un gobierno es un Ministro de Cultura que no tiene nada que ver con la cultura o que está totalmente en desacuerdo con el Ministro anterior. Por consiguiente, la cultura depende de una serie de vaivenes que no son culturales sino políticos y, lo que es peor, partidistas.

Habría que ayudar a la cultura creando condiciones para que se desarrolle libremente. Pero esto, en la práctica, plantea grandes problemas. Es totalmente imposible prever el curso que va a tomar la creación y programar algo en ese terreno. Además, cuando se habla de cultura, la dificultad principal reside en que ésta carece de definición.

Para la UNESCO, la cultura es lo que el hombre agrega a la naturaleza. Todo lo que es producto del ser humano. Para mí, la cultura es el aprovechamiento social de la inteligencia humana. En el fondo, todos sabemos qué abarca el término cultura, pero no podemos expresarlo en dos palabras. Creo que fue Jack Lang, el ex Ministro de Cultura francés, al recapacitar sobre el sentido de esa palabra, quien dijo que la cultura es todo: la cocina, el modo de hacer el amor, de vivir, y las artes dentro de todo eso. La cultura es todo y todo tiene un condicionamiento cultural. Pero hay que tener cuidado: cuanto más ampliemos ese concepto, más arduo será saber de qué manera hay que proteger la cultura.

¿Es posible enseñar la cultura?

En este momento me interesa enormemente la enseñanza de las artes, de las letras, del periodismo (que considero un género literario) y del cine (que sin duda es un arte). Esta enseñanza debe ser completamente atípica, sui generis, informal.

En la Escuela de Cine de San Antonio de los Baños, en Cuba, tengo un taller llamado «Cómo se cuenta un cuento», donde, alrededor de una mesa, reúno diez muchachos, y no más, que ya tienen experiencia en guiones de cine. Se trata de saber si es posible crear historias colectivas, de ver si alrededor de esa mesa se puede producir el milagro de la creación. Algunas veces lo hemos logrado. Surge una idea, poco a poco, que se va desarrollando entre todos. El punto de partida es interesante. El primer contacto consiste en preguntarle a alguno: ¿Qué película has visto últimamente? Tal película. Cuéntamela, le digo. Hay los que la saben contar y los que no. Hay quien dice: esa película presenta el problema de una chica del campo enfrentada a las contradicciones de la ciudad moderna. Otro la cuenta así: es una chica del campo que un día, aburrida con su familia, se sube al primer autobús que pasa, se fuga con el chófer y luego se encuentra… Y comienza a relatar, episodio por episodio, la vida de la muchacha.

El primero puede tener talento y ser un genio para muchas cosas, pero nunca aprenderá a contar un cuento. Porque no ha nacido con el don de contar un cuento. Al otro, que lo sabe contar, le falta aun mucho para ser un escritor para adquirir la técnica y la base cultural, que son sumamente importantes. No me explico cómo alguien se atreve a escribir una novela sin tener una vaga idea sobre los diez mil años de literatura que tiene atrás y saber por lo menos en qué punto se encuentra él mismo. Le falta, por último, el trabajo diario. Saber que eso no baja del cielo, que hay que trabajarlo letra por letra, todos los días.

Escribir es un oficio, y un oficio difícil, que exige disciplina y mucha concentración. Lo mismo es para el pintor o para el músico. Siempre que aprenda el oficio, el que sabe contar un cuento será escritor y el otro, aunque haga un gran esfuerzo, no lo será nunca. Sucede igual con la música. Se le da al niño una nota y hay el que repite exactamente la nota y el que nunca lo logrará.

¿Se considera usted un intelectual?

No me considero un intelectual completo, porque entiendo que un intelectual es una persona que tiene ideas preconcebidas que trata de adaptar a la realidad. A toda costa quiere interpretar la realidad a través de esas ideas. En cambio, yo no. Vivo de la anécdota, de los acontecimientos de la vida cotidiana. Trato de interpretar el mundo y de crear un arte a través de la experiencia de la vida de cada día y del conocimiento que voy teniendo del mundo, sin ideas preconcebidas de ninguna clase. Por ello, me cuestan mucho trabajo las entrevistas cuyas preguntas me obligan a dar respuestas abstractas. Siempre tengo que partir de un hecho concreto. Allí es donde me encuentro como escritor. Creo poder demostrar que no hay una sola línea en mis libros que no surja de un hecho verdadero que conocí o que me contaron, o que he vivido.

Es cierto que para usted el conocimiento abarca muchas cosas…

Es cierto. Me han dicho: «En Cien años de soledad suceden cosas increíbles que no pueden haber pasado.» Pero esas cosas corresponden para mí a experiencias reales. Y hay lecturas que fueron decisivas para mí. Por ejemplo, el primer libro que leí lo encontré dentro de un baúl y ni conocía su nombre. Era Las mil y una noches. Pasé los primeros años de mi infancia obnubilado con la idea de las alfombras que volaban, de los genios que salían de las botellas. Era maravilloso y, para mí, totalmente cierto.

Además, uno de los episodios que más me atrajo y que más fantástico me pareció, era perfectamente posible: la historia del pescador que le pide prestado a la vecina un plomo para su red, y que le promete en cambio traerle el primer pescado que saque del agua. Ella le presta el plomo y él le trae el pescado, como prometido. Luego, cuando ella abre el pescado, éste tiene un diamante adentro. La vida está llena de cosas naturales que se le pasan por alto al común de los mortales. La inteligencia de los poetas consiste en identificar esa maravilla contenida en la vida real.

Entonces, me hago la pregunta: ¿los que creyeron que las alfombras volaban en Los mil y una noches, por qué no han de creer que vuelan en mi pueblo? En mi pueblo no hay alfombras, pero hay esteras. Entonces hay que hacer volar las esteras y demás cosas maravillosas entre las cuales nos criamos y vivimos todos. Pienso que tomé la determinación, no de inventar una realidad nueva ni de crearla, sino de encontrar una realidad con la cual me identificaba y que, por consiguiente, conocía bien. Esa es la clase de escritor que soy.

¿Después de Cien años de soledad?

He tenido que empezar a cuidarme de mí mismo. Hago un esfuerzo por no repetirme. Por no saquearme a mí mismo. Procuro profundizar y explorar cada vez más la realidad, cuidándome de las palabras. Sin darme cuenta, tiendo a decir las mismas cosas. Vuelven los mismos adjetivos para los mismos sustantivos.

Se habla mucho de la influencia que ejercen ciertos autores sobre los escritores. Pero yo nunca he tratado de imitar a un escritor que admiro. Por el contrario, mi problema ha sido cómo defenderme de ellos para no imitarlos. Por querer ser personal, se termina cayendo en otra cosa equivalente: ¿Cómo defenderse de uno mismo? ¿Cómo no imitarse a sí mismo?

En mi último libro, titulado Del amor y otros demonios –una historia que ocurre en Cartagena de Indias en el siglo XVIII–, he hecho lo posible por reconstituir la cultura, la mentalidad y las intolerancias de la época. Pero lo que me ha costado más trabajo es que esa novela no se asemeje a mis libros anteriores. Los primeros lectores dicen que es de una sobriedad que no parece mío. Cuando lo oigo, me alegro mucho, porque he trabajado en ese sentido, no para que no parezca mío, sino para que no se parezca a mis libros anteriores. Mío tiene que parecer, porque los libros no pueden sino parecerse a su autor. Todo libro de alguna manera es autobiográfico y todo personaje es un «collage» de parte de uno mismo y de alguna persona conocida. Creo que la progresión de una obra consiste justamente en continuar excavando dentro de uno para ver dónde se llega, dónde se encuentra el botón que se busca y que es el misterio de la muerte. El de la vida, ya se sabe, no se descifrará jamás.

¿Es esa una preocupación propia de la literatura latinoamericana?

Es cierto que América Latina nació con las novelas de caballería. Aquello no fue casual puesto que esas novelas fueron prohibidas en las colonias españolas: hacían volar la fantasía. Los cronistas de la conquista, a causa de esas novelas, estaban preparados para creer todo lo que veían, pero se encontraron con más de lo que eran capaces de imaginar. Así nació ese mundo fantástico, que luego fue llamado «realismo mágico», y que es un signo característico de la cultura de América Latina.

Ahora, cuando usted piensa en su público, ¿piensa en América Latina, en el mundo ibérico o en el mundo entero?

Lo primero que tenemos que conquistar es nuestro público. Cuando eso sucede, significa que se está expresando algo valedero y que, por consiguiente, interesará también al resto del mundo. No se conquista a un público por casualidad. Hay primero una identificación con la realidad que le interesa a ese público y, cuando la identificación se amplifica, interesa al mundo entero.

Tenemos que seguir haciendo lo que creemos que debemos hacer. Ya veremos lo que sucede después. Cuando empecé a escribir, jamás se me ocurrió que iba a tener lectores, ni muchos ni pocos. Cien años de soledad fue mi quinto libro. Mi primer libro tardó cinco años en ser publicado. Iba de editor en editor, de imprenta en imprenta. Luego se publicó pero durante mucho tiempo no se vendieron los ejemplares. Uno tiene que hacer su obra y después esperar. La suerte es tener la posibilidad de vivir de ella. Pero ése no puede ser un objetivo.

En su oficio de escritor, ¿ha conocido rupturas, momentos de duda, cambios de orientación?

Recuerdo los dos saltos más importantes. El primero es haber dejado el cigarrillo. O creo más bien que fue el cigarrillo el que me dejó a mí. Estaba totalmente intoxicado, fumando cuatro paquetes por día. Y sin enfermarme de bronquitis, ni que el médico me dijera nada, apagué el cigarrillo y no fumé más. Cuando me puse a escribir, me di cuenta de que no había escrito una letra sin fumar. Pensé: bueno, ¿qué hago? ¿Espero estar acostumbrado a no fumar, o me siento de una vez a escribir sin fumar? La vocación fue mucho más fuerte y me senté frente a la máquina. Luego surgió otra dificultad: la de las manos. Me sobraban las manos porque ahora no tenían el cigarrillo, pero la mente siguió igual y prosiguió su trabajo como antes.

El segundo salto fue el día en que desperté y descubrí que ya no tenía otra cosa que hacer que escribir. Porque antes hacía dos cosas: escribía, o trabajaba – para la publicidad, la televisión, la radio. Mercedes, mi mujer, me hizo un día una pregunta: «¿Hoy vas a trabajar o a escribir?» Habíamos separado el trabajo, que tenía un objetivo pecuniario, del placer de escribir que era improductivo. Y ese día, al despertar, me dije: ahora no necesito «trabajar», puedo escribir o no escribir, si lo quiero. Pronto comprendí el peligro que esa libertad significaba, porque si no escribía hoy, no lo haría mañana y probablemente nunca. Seguí escribiendo

Aun se me planteó otro problema. Siempre fui un periodista, y en aquella época, los periódicos se hacían de noche. Era la bohemia; terminar a la una de la madrugada en el periódico, luego escribir un poema, una novela hasta las tres, y después salir a jugar a los bolos o a tomar una cerveza. Cuando regresábamos, al amanecer, las señoras que iban a misa cruzaban a la acera de enfrente pensando que éramos unos borrachos que las iban a asaltar o a violar. Pasar de la noche al día, para escribir, no fue fácil.

Con la libertad, tuve que imponerme un horario de banquero, o más bien de empleado de banco, como si tuviera que marcar tarjeta todos los días. Comenzar a una hora y terminar a otra. Es importante. Si uno se deja llevar y no se detiene a tiempo, las últimas páginas las escribe un hombre cansado. El gran problema de la mayoría de los escritores es que, cuando las condiciones no les permiten dedicarse solamente a eso, consagran a la literatura las horas que les sobran y son horas de cansancio. Igualmente, si yo me entusiasmo, termino escribiendo cansado. Se necesita ese rigor: a una hora se comienza y a otra se termina.

Mis hijos iban a la escuela a las ocho de la mañana y yo los llevaba. Luego me ponía a escribir y los iba a buscar a las dos de la tarde. Este sigue siendo mi horario: comienzo a trabajar a las nueve y termino a las dos o dos y media. Considero con mi conciencia que me he ganado el día y el almuerzo. Por la tarde, en general voy al cine, veo a mis amigos o cumplo otros compromisos. Quedo sin remordimiento de conciencia.

Ese remordimiento lo he sentido entre dos libros. Cuando terminaba un libro pasaba un tiempo sin escribir y tenía que volver a aprender a hacerlo. El brazo se enfría. Hay un proceso de reaprendizaje para volver a lograr ese calor que se produce al escribir. Comprendí que tenía que inventar algo que me hiciera escribir entre dos libros. Lo he resuelto gracias a la redacción de mis memorias. Desde entonces no he dejado ningún día la máquina. Cuando estoy viajando tengo menos rigor, pero tomo notas de mañana. Todo ello indica que el 99 por ciento de transpiración del escritor, del cual se ha hablado tanto, es cierto.

Uno por ciento de inspiración y 99 por ciento de transpiración. Aunque también defiendo la inspiración. No en el sentido que le daban los románticos para los cuales era una especie de iluminación divina. Lo que sucede es que cuando se empieza a trabajar seriamente un tema y a cercarlo, a acosarlo, a atizarlo, llega un momento en que uno se identifica con él de tal modo y lo domina tanto, que se tiene la impresión de que un soplo divino se lo está dictando. Ese estado de inspiración existe, sí, y cuando se logra, aunque no dure mucho, es la mayor felicidad que se puede tener en el mundo.

 

Fuente: UNESCO

Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 14/5/2023

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