Las personas perseverantes que tienen las ideas claras y saben lo que quieren, suelen ser muy admiradas y conseguir prácticamente todo lo que se proponen. Los problemas surgen cuando algunos se obcecan con la misma idea, cuando quieren tener siempre la razón, cuando no son capaces de escuchar los consejos y advertencias de los seres que tienen a su alrededor. Parecería entonces que nuestra obstinación se convierte en una cárcel y nuestro ego, en los barrotes.
Con una idea fija en la cabeza. Esta incapacidad, que a veces todos tenemos de dejarnos modificar por el entorno y querer tener siempre la razón, nos ciega y, en muchas ocasiones, se convierte en un obstáculo que continuamente tenemos que salvar. La fortaleza nace de la capacidad de adaptarnos y la obstinación del miedo al cambio, el ego desmedido y la debilidad disfrazada de fuerza. Hay personas que temen mostrarse a sí mismas porque se sienten vulnerables y se refugian detrás de su ego cerrándose a cal y canto al mundo exterior.
Querer tener siempre la razón es una gran responsabilidad que puede llegar a pesarnos como una gran losa. Nadie nos pide que estemos siempre seguros de todo. Admitir que no somos perfectos es uno de los caminos directos a la felicidad y mejora mucho las relaciones con los que tenemos alrededor porque, si en vez de luchar y quedarnos en esa cárcel que es la obstinación, entendemos las relaciones personales como un apoyo mutuo, asumimos que quienes nos rodean tienen mucho que enseñarnos.
Terquedad, cabezonería… Quizá a la mayoría de estas personas las catalogaríamos de mentes cerradas. Resulta muy complicado convivir e incluso compartir espacios con quien se aferra por norma a su propio punto de vista y es incapaz de escuchar o tener en cuenta a los demás. No es una enfermedad; son simples rasgos de personalidad. Hay formas de ser, de concebir el mundo y de comportarse que pueden ser problemáticas y es aquí donde reside el desafío de siempre, en la dificultad de hacer vida con quien tiene un carácter con muchas esquinas.
Hay algo esencial que conviene tener claro. Todos tenemos pleno derecho a mostrarnos intransigentes con lo que no nos gusta o no sintoniza con nuestros valores. Hacerlo con respeto y de forma asertiva forma parte del repertorio más básico de nuestras habilidades sociales. Ahora bien, es importante no hacer de este ejercicio defensivo una constante en la propia conducta. Esto último es lo que define a las personas intransigentes. Una práctica y una actitud persistente en la oposición, en el gusto por el conflicto, en la obsesión por el desagrado constante y en el arte de la cabezonería.
¿Qué hace, por ejemplo, que una persona se niegue a modificar su postura para llegar a un acuerdo? ¿Por qué alguien no es capaz de tener en cuenta otros argumentos aparte de los suyos aunque sean válidos? Todos conocemos a alguien con quien es muy difícil hablar o alcanzar acuerdos. Compañeros de trabajo, amigos, vecinos o incluso familiares. Una terquedad combinada con el egoísmo; inflexibilidad cognitiva, definida por esa incapacidad para cambiar de pensamiento, para permitirnos aprender, para mejorar al integrar nuevos conocimientos.
La terquedad es mala consejera. No permite flexibilizar posiciones ante circunstancias de la vida diaria. Hay situaciones en las que, además, se rechazan de manera automática normas, sugerencias o afirmaciones ajenas a las propias al interpretar estas dinámicas como desafíos a la propia libertad. Las personas intransigentes siempre están alerta. Además son muy susceptibles a los comentarios o comportamientos de los demás. Suelen interpretar cualquier cosa como una amenaza a la propia dignidad y demuestran una clara incapacidad para actuar de manera inflexible cuando las circunstancias demandan un cambio necesario.
Persistencia poco razonable en determinados pensamientos para aumentar la sensación de control y ganar en seguridad. Es decir, este factor aparece en esas situaciones en las que uno se aferra a sus ideas y estereotipos porque necesita que el mundo siga predecible. Todo aquello que sea diferente a lo que yo piense, que desafíe a mi mundo cuadriculado, se vive como una amenaza y se reacciona ante ello. La intransigencia la practicamos todos, en mayor o menor medida: queriendo cambiar y cambiarnos, antes de y sin escuchar, confundiendo el concepto de empatía con el de exigencia de ser de una determinada manera, imponiendo, acusando, juzgando, criticando, en un círculo “yo-céntrico” y proyectivo.
Una anciana vivía en una granja. Observó que su gallo cantaba siempre a la misma hora, minutos antes de comenzar el día. Pensó entonces y se convenció de que era el canto de su gallo el que producía la salida del sol.
Los vecinos molestos por el canto, protestaron y le pidieron que se lo llevara. La anciana decidió entonces irse a vivir a otro pueblo llevándose el gallo.
La primera madrugada en su nuevo hogar fue igual que siempre: el gallo cantó y el sol comenzó a elevarse sobre el horizonte. Poco a poco la claridad invadió el lugar.
La mujer, convencida aún de la magia de su gallo, pensó: -«Lo lamento por la gente del otro pueblo a quienes dejé a oscuras para siempre». Le extrañó que nunca la hubieran llamado para que regresara.
Fuente: baenegocios.com
Nota publicada por la revista La Ciudad el 11/05/2021