Por Ana Paula Alegre –
Policías atropellan armados con brutal violencia un comedor comunitario mientras le servían la merienda a niños y niñas en el Barrio Ex Mena de nuestra ciudad. Prefectos que detienen a dos jóvenes sentados en una esquina. Gendarmes con ametralladora en mano, ordenan a los adolescentes de los barrios más vulnerables de Concepción del Uruguay que después de las diez de la noche se metan en sus casas. Policías chaqueños que no dejan salir a una comunidad Qom de su propio barrio. Un pedido de documentos en Córdoba que siguió con robos y golpes a un joven que terminó preso. Policías santafesinos acusados de desaparecer a tres jóvenes cuyos cuerpos fueron encontrados flotando en las aguas del río Paraná. Las expresiones de la violencia policial son diversas, con distinta intensidad, acciones, y están legitimadas por maniobras políticas nacionales que otorgan más poder, violencia, hostigamiento y arbitrariedad policial hacia los jóvenes, los pobres y las mujeres.
Han construido la figura del pobre y delincuente. La discriminación, y el estigma en los barrios vulnerables no disminuyó, la violencia constitucional parece haberse intensificado y no es casual, responde claro, a una escenario político-comunicacional de turno. En los barrios, la primera cara del Estado que conocen en la experiencia cotidiana es el hostigamiento de la policía y la dimensión represiva en todas sus caras. Las organizaciones que registran, visibilizan y denuncian estas diferentes situaciones las denominan hostigamiento policial y no se trata de una categoría analítica o científica. Pero, como fenómeno, delimita al conjunto de prácticas que constituyen las relaciones entre efectivos de las fuerzas de seguridad y los habitantes de los barrios pobres. Son formas de abuso habituales que integran las rutinas burocráticas de las fuerzas de seguridad.
El olfato policial
Las prácticas policiales abusivas tienen asilo en una estructura jerárquica anti democrática, vertical y arbitraria de su propio poder. Porque sí, es real y manifiesto el hecho de que si se pone dura la mano el que tiene más poder es el Policía. Cuando se les pregunta a los policías por qué paran en las calles a determinados jóvenes para identificarlos, responden que es una herramienta eficaz para reconocer potenciales delincuentes con solo mirarlos: el “olfato policial”. Según los agentes, se trata de una destreza que no se aprende en la instrucción formal y que les permite identificar “la actitud sospechosa”. Sin embargo, el “olfato policial” es una noción que los policías usan para reivindicarse a sí mismos porque brinda una aparente justificación para cualquier tipo de intervención. En verdad, este supuesto “saber policial” es una puerta abierta al atropello.
Bien sabemos que los y las policías históricamente han recibido una formación insuficiente y rara vez se les ha infundido la importancia que su rol social tiene para el mantenimiento de las instituciones y en la construcción de relaciones sociales capaces de resolver los conflictos y las diferencias de manera pacífica. Cabe preguntarse entonces ¿por qué el Estado violenta, maltrata y mata de forma tan impune a los suyos, pobres, en los barrios pobres de nuestro país? ¿O de qué hablamos, cuando hablamos de violencia institucional?
Hablamos de una invasión generacional, amparada por la impunidad policial, en las manos de la inmunidad judicial. De los delitos que esconden, callan y ocultan los medios de comunicación. De esa huella que nunca ves del zapato de los funcionarios y las funcionarias que andan por los barrios. De las pistolas que no tapan el ruido de la panza con hambre. De la persecución que no resuelve el déficit habitacional. De todas las detenciones ilegales. Como si los narcos mantuvieran sus negocios extravagantes en domicilios desconocidos. Cabe entonces otra pregunta ¿qué huele ese olfato policial?
La lucha desarmada… militante
Quedan chiquitos los derechos frente a los abusos y la violencia policial. El abanico de prácticas no es una lista cerrada: incluye detenciones reiteradas y arbitrarias, amenazas, insultos, maltrato físico, robo o rotura de pertenencias; en algunos casos involucra formas más graves de abuso físico como torturas y lesiones graves; y es en estos tiempos, donde se observan detenciones ilegales, arbitrariedad y un uso selectivo de las fuerzas represivas hacia la juventud, las mujeres, los pobres y otros grupos con reclamos de derechos legítimos y reconocidos por la Constitución, donde debemos recordar que existen garantías constitucionales que protegen a todas las personas ante la violencia institucional.
No existe diplomacia militante si las policías prosperan sobre la desigualdad valiéndose de las garantías políticas que ofrece el silenciamiento. Porque cuando ese deber político que está a la orden del día se yuxtapone con la seguridad que reclama la derecha, la indiferencia social sumerge, esconde y aniquila la problemática real.
El accionar y la arbitrariedad policial son especialmente peligrosos en un contexto de pobreza, hambre y desempleo en aumento. Por eso cabe pensar una legítima defensa colectiva frente a su historial de represión y arbitrariedades, tan presente, tan violento, tan latente como en nuestra memoria del pasado reciente. La lucha desarmada contra la violencia institucionalizada impone una condición: ninguna especulación, ningún silenciamiento, ninguna entrega y bienvenido el disenso como puente al nuevo consenso, a la opinión, a la otredad, a la deconstrucción, a la discusión puertas adentro. Los Derechos Humanos no son variable de ajuste, ni ayer, ni hoy, ni mañana. Nada de olvido, nada, ni un poco. Y nada de perdón, ahora tampoco.
