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San Martín rumbo a Los Andes

«El 5 de enero, lo recuerdo porque era el cumpleaños de mi madre y la nostalgia me tenía tirado a un costado como trapo viejo, de repente todo cambió

La diana de la 5,30 hs. levantó a todo el mundo en uniforme de gala y aparecieron los brillos, charoles, botas altas, varios tipos de sombreros, charreteras y jinetas. Los hombres se afeitaban con un tazón de agua enfrente, donde limpiaban de barba su navaja, y se aplastaban el pelo con grasa.
Algunos pedían a los gritos aguja e hilo para coser algún botón saltado a último momento o un tajo no visto antes, y los oficiales apuraban sin atender excusas.
Los civiles de las barracas de arrieros y baqueanos rebuscamos entre nuestros bultos alguna ropa menos vieja que las demás e intentamos presentarnos decentemente, pero no todos lo conseguimos.
Por mi parte, no fue mucho lo que pude cambiar de lo que usaba siempre y Cruz me prestó un ponchillo corto que me llegaba al ombligo y que los chilenos usan en no sé qué momento, pero consideran prenda de fiesta.
La verdad, a mí me parecía muy fea y como que me había disfrazado, pero varios me alentaron a usarla y al final me animé.
A las 9 de la mañana no quedaba nadie en el campamento, salvo algunos guardias. Todos los cuerpos habían ido saliendo unos tras otros, de a pie, y tomaban el camino de la ciudad.
Nosotros no sabíamos bien qué pasaba, ya que al no tener oficiales que nos mandaran en forma directa siempre andábamos medio perdidos.
Salimos al final de todos, entusiasmados de tener un día que parecía de fiesta. Llegados a la ciudad vimos que toda la gente salía de sus casas y también rumbeaban para el lado de la plaza.
Unas dos cuadras antes de llegar a la iglesia ya no se podía avanzar. Los cuerpos formados obstruían la calle ancha y los oficiales luchaban para dejar paso a las familias.
Hicimos una procesión de unas cuadras a paso muy lento y estuvimos un buen rato parados ahí, en silencio.
A media mañana empezó a apretar el calor y yo a sudar abajo de mi ponchito.
De repente empezaron a retumbar los cañonazos, mucho más fuertes que los que había escuchado en el fuerte San Carlos, y la banda tocó con sus clarines y redoblantes.
Alguien contó que el general estaba en misa haciendo bendecir la bandera y que después iban a hacer otro acto con la virgen.
Yo me divertía mirando a las mujeres con sus vestidos hasta el suelo, que arrastraban sin poder ver sus zapatos. Bien apretadas de la cintura para arriba, usaban unos grandes sombreros caídos para un costado y se tapaban con unas sombrillas con flecos. Los puños de sus vestidos les llegaban hasta la mitad de la mano y todas apretaban unos pañuelos con los que se secaban el sudor de la cara y el pecho.
De lado a lado de la calle colgaban unas tiras de papeles de colores y algunos carruajes esperaban a un lado, con sus caballos semidormidos bajo el sol. Los niños intentaban soltarse de las manos de sus madres y los señores charlaban entre ellos, endomingados y con sus galeras bien metidas hasta las orejas.
Cada vez que pasaba cerca de una señora podía sentir algún perfume desconocido, y me paré cerca de una que su olor me recordaba los veranos en la cordillera, hasta que se dio cuenta de mi osada presencia y me miró feo.
Desde lejos veíamos a los soldados bien firmes en parada frente a la iglesia. En un momento volvió el silencio otra vez y de nuevo estiramos el cogote para ver qué pasaba. Varios hombres habían salido del edificio y se subieron a un tablado que estaba a un costado.
Entre todos, yo solo reconocí al general y a un cura por la sotana. Por el silencio me di cuenta de que San Martín estaba hablando a los gritos a la gente, hasta que agarró una bandera blanca y azul y la mostró.
Siguió hablando un rato y después lo vi agitar varias veces la bandera seguido del aplauso y el griterío de todos. Yo también grité y aplaudí mucho, aunque sin saber bien de qué se había tratado todo el acto, pero imaginé que era algo muy importante que tenía que ver con el cruce de la cordillera y la guerra.
Sinceramente, creo que mi entusiasmo era a favor de mi amigo el general. Volvieron a sonar los cañonazos y a tocar las bandas y nos preparamos para volver.
Después de otro rato, las columnas de granaderos, soldados, milicianos y civiles nos pusimos en marcha y pegamos la vuelta al campamento rodeando la plaza, por lo que ahora sí pude ver la iglesia y toda la pompa.
Me asombró la cantidad de papelitos que tapizaban el suelo y parecían una alfombra que pisábamos al caminar.
Cuando nos cruzamos a la distancia con la cabecera de la marcha que ya iba en sentido contrario pudimos ver que la bandera estaba al frente, en manos de un granadero que caminaba duro y solemne seguido de la banda que lo escoltaba batiendo parches.
La gente de la ciudad esperó que pasáramos todos y también nos siguió camino del campamento, donde seguro iba a seguir la fiesta. Ahora sí el Plumerillo quedó chico, con todos los soldados formados alrededor de un tablado que habían levantado en medio de la plaza y los ciudadanos tomando posición para poder ver mejor en cualquier lugar que encontraban, entre miradas de asombro al conocer el interior de ese fuerte al que habían contribuido a levantar y veían a lo lejos.
Otra vez los cañonazos y la banda saludaron a San Martín cuando subió y besó la bandera que había quedado en una especie de púlpito. Después llamó a los oficiales a subir y todos la fueron jurando, entre los aplausos y gritos de los vecinos, las bandas y los cañones.
Nunca olvidaré ese 5 de enero de 1817.
Era el cumpleaños de mi madre, estaba lejos de mi casa, extrañaba y ese día entendí lo que hacía un tiempo me había dicho el general sobre la patria.»
Fuente: («¡Vámonos!. San Martín camino a Chacabuco», de Ariel Gustavo Pérez. Para adquirir el libro, contactarse por wspp haciendo click acá: https://wa.me/3412104045 o acá https://wa.me/3476555933).
Esta nota fue publicada por la revista  La Ciudad el 2/2/2024

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