por Rubén Bourlot –
Era abril de 1989. Año atravesado por campañas electorales en la Argentina. Se renovaba la presidencia de la Nación y tras la declinación del primer gobierno constitucional luego de la dictadura, el candidato por el Frente Justicialista, Carlos Menem, venía arrasando en las intenciones de voto. Y en ese abril llegó a Paraná (Entre Ríos) para encaramarse en el denominado “Tren de la esperanza” o “Menem tren”. Con esta metodología pretendía emular las campañas que otrora realizaron a bordo de un tren, en 1925 Alvear; en 1928 Hipólito Yrigoyen y el general Perón en 1946, todos finalmente electos para la primera magistratura.
Esa luminosa mañana de otoño, el exótico candidato de las pobladas patillas arribó a la estación de Paraná en helicóptero y fue recibido por una multitud que agitaba banderitas y pancartas.
Sobre las vías lo esperaba la locomotora con dos vagones acondicionados al efecto, con cartelería alusiva a la campaña electoral. A bordo se subieron unas 210 personas, entre ellas periodistas acreditados de todo el país, de Francia, Alemania, México, España, Brasil y Uruguay. También se encontraban los apóstoles de Menem y varios de quienes luego serían sus más cercanos colaboradores, como Miguel Ángel Vicco, Ramón Hernández o José Luis Manzano, y funcionarios del gobierno de Entre Ríos.
El tren salió de Paraná y en un lapso de nueve horas recorrió trece localidades hasta el punto final que era la estación de Concepción del Uruguay. En cada una se realizaron actos relámpago con una nutrida y entusiasta afluencia de público, entre ellos el que se realizó en Nogoyá congregó unas 4.000 personas.
Párrafo aparte merece el arribo Basavilbaso donde los obreros ferroviarios y representantes sindicales recibieron al candidato con inusitado entusiasmo.
Al llegar a Uruguay, se llevó a cabo el acto final con nuevas demostraciones de fervor popular.
Días después Menem era consagrado presidente de los argentinos
Había salido de la profundidad del país, desde esa Rioja cobijada por la cordillera, pobre, humilde y evocadora. Su aspecto desgarbado, las abundantes patillas y el pelo revuelto completaban el retrato. Facundo, el Chacho, Chumbita lo precedían en la mística caudillesca.
Había sido gobernador de su provincia y en varias oportunidades amenazó con la candidatura presidencial. Con paciencia esperaba que las brevas madurasen. En 1988 fue su oportunidad.
Fue un hombre de liderazgo, con su mística conquistó la voluntades de millones de votantes decepcionados con los tropiezos de las gestiones que lo precedieron. Hombre de masas que supo subirse a la ola, con un discurso encendido, llano, simple para que lo entendieran todos. No necesitaba de las operaciones de agencias de propaganda para colocar su “producto”. Sus consignas eran directas: “salariazo”, “revolución productiva”, “no los voy a defraudar”, “¡síganme!”, «Voy a gobernar por los niños pobres que tienen hambre y por los niños ricos que tienen tristeza», y si lo apuraban salía con eso de la “economía popular de mercado”.
Luego de un accidente con el avión que lo trasladaba en plena campaña de 1989, lanzó la famosa frase “nadie muere en la víspera”. Y la repitió tras la operación de carótida en 1993. Y así fue, faltaba mucho para su hora.
De una personalidad histriónica, descontracturada y farandulesca, penetraba verticalmente en todos los sectores sociales. La esquiva “clase media” que había apostado a Alfonsín en 1983, ahora se dejaba seducir por quién le decía a cada uno lo que quería escuchar.
Tras asumir el cargo apeló al más salvaje pragmatismo. Se subió de nuevo a la ola, pero no la del pueblo esperanzado, sino a la que propiciaba el fin de la historia, el mundo unipolar que marchaba tras la locomotora de EE UU, tras la deblacle de la URSS, el neoliberalismo que promovía la apertura de los mercados globales y la pulverización de las instituciones de los estados. Otras locomotoras locales, en cambio comenzaban a detenerse. El tren de la esperanza que unió Paraná con Concepción del Uruguay, fue uno de los últimos que pisaron las traqueteadas vías. “Tren que para, tren que cierra” fue la desgraciada frase. Una a una cayeron las ya golpeadas empresas del estado bajo la ola privatizadora, el sistema jubilatorio, y todo lo que se podía vender al mejor postor. El estado se transformó en un ente burocrático que solo producía expedientes. Pero como no era suficiente la liquidación de esos bienes, vino un súper ministro, Domingo Felipe Cavallo – que tras firmar el entreguista Acuerdo de Madrid respecto de Malvinas-, con la genial idea de que nuestra moneda podía convivir en paridad con el dólar. Duró demasiado. El plan fue exitoso en ese momento. Porque con esos papelitos de colores podíamos comprar chucherías importadas de China y viajar de veraneo a Miami. No todos por cierto, pero los suficientes como para que los medios de comunicación exhibieran las bondades del aperturismo.
Pero el aperturismo dio por tierra con cientos de industrias, dejó millones de trabajadores en la calle cobrando un seguro de despido. Y aparecieron “los planes”. Esos planes tan vituperados por los medios hoy en día. Menem lo hizo, como decía una publicidad electoral de esos días. La convertibilidad estalló y quedaron nuevas víctimas. Y quedaron los planes, que en los últimos veinte años nadie se atrevió a sustituir por trabajo genuino.
Este rápido repaso no es una lista completa de los daños causado por el menemismo. Hay mucho más que sería para un libro.
(fuente: Historia Argentina y Formación Peronista)