Por Susy Quinteros –
El dueño del auto amarillo
Está jubilado desde hace veinticinco años, desde que tenía cuarenta y cinco. La policía es así, los jubila temprano. Tantos años de servicio desmedido y de riesgo le dejó hábitos igualitos, como medidos con una regla, y los repite cada día: hacer las compras y lavar el auto. Es un hombre alto, muy alto y delgado. En invierno o verano usa ropa clara, pantalón de gabardina, camisa arremangada y, en invierno se pone encima un saco de lana. Es un hombre ajeno, no se relaciona con nadie. Sus rasgos regulares lo podrían hacer atractivo si no tuviera ese gesto adusto, casi gruñón que lo acompaña. Jamás sonríe, está peleado con la vida o por lo menos con los que viven cerca. Pero eso sí, quiere a su auto. Su auto amarillo, no es de gran valor pero todos los días le saca la tierra, las hojas que le cayeron encima, lo estaciona frente a la entrada del edificio, y trae su balde, sus trapos, y lo lava minuciosamente con la manguera del portero. Cuando lo seca es como si lo acariciara, jamás tanta dulzura es para la esposa, su compañera de toda la vida. Pero el auto es otra cosa, es una joya. A veces lo saca a pasear un poco, solo un poco y muy de vez en cuando.
Frente al volante se siente seguro y dueño, dueño de ir por donde quiere, porque los autos se dejan conducir, son otra cosa, y sobre todo jamás dicen nada.