Con la boca abierta (1883-1964).
por Orlando Van Bredam –
Como todos, yo también tuve cuatro abuelos. A Enrique, el paterno, no lo conocí. Murió dos años antes de que naciera. Sólo me quedó una foto maltratada, en la que está sentado, con un rostro severo y un traje incómodo y a su lado, de pie, delgadísima, mi abuela Angela. Enrique era hijo de belgas, de aquellas familias que llegaron en 1883 a Buenos Aires y se distribuyeron por la zona, tal vez recalaron en Tandil o Balcarce y más tarde, cansados de pastorear sin ser dueños de nada, rumbearon para Entre Ríos.
Mi bisabuelo se llamaba Edmundo y su compañera, Margaret Van de Sande. Viajaron desde Amberes en el mismo barco y no llegaron a conocerse allí, si no algunos años más tarde, en Villa San Marcial, la tierra prometida. Muchas veces imagino esa escena de niños que recorren la cubierta de un barco que no atraca nunca, niños contenidos por las manos nerviosas de sus madres, niños que llegan a pensar que el mar es el lugar natural y definitivo de la vida.
Se dice que Margaret evocaba siempre la partida. Los ruidos de la partida. Barcos que se golpeaban unos a otros, hamacados por las olas, en medio de un tumulto de gente y baúles ansiosos. En algún momento debió subir Edmundo, de la mano de su madre, porque no debió tener más de ocho años. En otro momento debieron cruzarse, compartir el rojo de un mismo atardecer, escuchar juntos la percusión fatigosa del agua, sentarse frente a frente a la misma mesa, oír el tintineo de las cucharas.
Margaret era mayor y era la quinta hija de una familia que sólo tuvo mujeres. Con doce años, fue capaz de recuperar cada día en un diario que perdió antes de desembarcar, pero no recordaba a ese niño rubio, grueso, muy grande para su edad, que iba a ser diez años más tarde su marido.
Los Van de Sande y los Brodem llegaron a Entre Ríos más o menos para la misma fecha y también en el mismo barco. Bajaron en Concepción del Uruguay y de allí, con un estrépito de baúles, ollas y palas buscaron las generosas tierras que cercaban a Villa San Marcial. Tampoco recuerda Margaret haber visto a ese niño asombrado al que su madre no dejaba nunca solo. Un niño con la boca abierta, seguramente, como todos los Brodem que le sucedieron. Era el primer hijo, después llegaron muchos otros.
Edmundo, sin embargo, sí recordaba a esa niña alta de rodete castaño y piel transparente que no se dignaba a ser tomada por niña, que todas las tardes salía a cubierta, sola, y miraba y escuchaba al mar con embeleso. Ella le llevaba cuatro años y a esa edad, cuatro años es un siglo. Edmundo no era habitado en sus pensamientos por ninguna mujer todavía, sólo existía esa madre tenaz que le apretaba nerviosa la mano cuando él pedía salir a cubierta. Muchas veces estuvo cerca de Margaret , a sus espaldas, retenido por una madre a la que el vaivén enérgico de las olas asustaba o hacía vomitar. Una tarde, diez años después, le dijo a su padre mientras guardaban las herramientas de labranza:
-Me gusta Margaret, la menor de las Van de Sande. Me quiero casar con ella.
Al otro día, muy temprano, su padre salió a caballo y al mediodía trajo el sí de la familia. Margaret tenía ya veintidós años y sentía que en esa soledad donde todas se casaban con quince, iba a quedarse para vestir santos. No recordaba muy bien a Edmundo, sólo lo había visto de lejos en un carro ruso. No sería, por otra parte, un muchacho tan distinto a los otros hijos de belgas que vivían en el campo como ella. Hombres sin vicio, trabajadores incansables, hoscos para el amor, pero seguramente buenos padres. No había que estar enamorada para casarse, había otras urgencias y la mayor de todas, vencer el aburrimiento con una ristra de hijos. Y así fue, de ahí viene mi abuelo Enrique, el mayor de los Brodem, de ahí venimos todos, por el lado paterno.
Edmundo y Margaret tuvieron seis varones más y una niña. Contemplo la foto. De izquierda a derecha están Enrique, Gabriel, Miguel, Daniel, Rafael, Ariel, Ezequiel y Policarpa. A Ezequiel Bordem, le decían el Lobisón, más que por ser el séptimo, por tener la boca más abierta que sus hermanos y dos orejas grandes que amenazaban desprenderse de la cabeza. El propio Ezequiel fomentaba la leyenda. En noches de luna llena, cuentan en Villa San Marcial, subía a la colina donde años después estaría el cementerio, y abría la boca y aullaba. Lanzaba aullidos estremecedores, aullidos que nadie había escuchado nunca, ni siquiera él, que apenas tenía seis años. Sus hermanos, que lo seguían, aplaudían y le pedían que repitiera ese auuuuuuullido que erizaba la piel y desbarataba las emociones. La primera vez que aullaba en la noche, provocaba asombro y risas, pero después, no era posible decir qué sentimientos afloraban en los oyentes, porque todos los que oían aullar a Ezequiel Brodem se volvían tristes y retraídos y sus caras se llenaban de dolor, como si les hubieran rasguñado el alma. Con el tercer aullido, todos lloraban, pero era un llanto inexplicable, sin motivos, gozoso quizás e incontenible. Por último, antes de abandonar la colina, Ezequiel se esforzaba en el más largo y horripilante de los aullidos, aquel que impulsaba a sus hermanos a aullar también, como si una manada de lobos acechara la villa.
Enrique, mi futuro abuelo, el mayor de los hermanos, solía contarle cada tanto esta historia a mi padre y mi padre la soltaba en las sobremesas nocturnas en que los relatos sobrenaturales eran más interesantes que los chismes domésticos. Siempre quedaba yo, después de escuchar a mi padre, con la boca abierta y un deseo inexplicable de aullar.
Durante su primera presidencia, Hipólito Irigoyen, para combatir la estigmatización, sacó una ley por la cual los séptimos hijos varones eran ahijados del presidente. Ezequiel Brodem tenía ya veinte años y su fama de lobisón, que al principio fue tomada en broma por el mismo, empezaba a traerle problemas. No era muy distinto de sus hermanos, pero todos lo miraban con desconfianza y le rehuían. Sobre todo las mujeres.
-Me voy-le dijo un día a su padre Edmundo.
-¿A dónde?- le preguntó Edmundo mientras modelaba una herramienta en su fragua.
-Adonde sea. Adonde no me conozcan.
Antes de que Edmundo y Margaret aceptaran, Ezequiel se puso en marcha. Dijo que iba a llegar hasta el presidente Irigoyen mismo y le iba a pedir trabajo, después de que lo consagrara su ahijado. Por muchos años no supieron nada de él.
Ezequiel Brodem, el lobisón de Villa San Marcial, regresó diez años después. Más que por su aspecto de siempre, los vecinos lo reconocieron por el olor que traía. Apestaba como un perro abandonado en un pozo ciego. Por más que se bañara y usara innumerables perfumes y jabones aromatizados, su hedor se percibía a veinte metros de distancia. Su madre Margaret lo abrazaba con desesperación y después, descompuesta por el hedor, corría a vomitar en la letrina. Edmundo empapaba su nariz con vinagre para no desmayarse. Terminó viviendo en el chiquero. Se dice que hasta los cerdos lo esquivaban. En una esquina, hizo su casita de adobe y todas las mañanas y las tardes, un peón le traía la comida y el agua.
Nadie sentía culpa por este abandono, porque el cura de Villa San Marcial decía que no era una criatura humana, sino un engendro del diablo. Sólo Margaret vencía el asco y se acercaba hasta el chiquero y lo abrazaba cuando Edmundo no la veía.
Como nadie se acercaba a hablarle, ya no hablaba. Sólo gruñía y cada tanto trepaba la colina y auuuuuullaba. Sus hermanos y su hermana Policarpa ya no vivían en la casa paterna. Se habían casado y se habían ido. En el campo, sólo vivían Edmundo, Margaret, tres peones de labranza y una vieja cocinera. Todos lo esquivaban, menos su madre.
El primer muerto de Villa San Marcial fue Chilo Meichtry. Lo encontraron en la colina un sábado por la mañana. Algunos aseguran haberlo visto subir la noche de luna llena del viernes con un paso contradictorio, propio de las cañas que se había tomado en el pueblo. Iba a su casa, que quedaba del otro lado de la colina. Tenía la garganta abierta y un olor insoportable que recordaba al menor de los Brodem.
Lo enterraron ahí mismo y así nació el cementerio. Cuando le llevaron la noticia a Edmundo, no tuvo dudas. Había sido su hijo y tenía que hacer algo antes de que los crímenes se repitieran y toda la villa viniera a reclamar justicia. Cargó la escopeta y fue hasta el chiquero.
Ezequiel Brodem no estaba allí ni en ningún otro lugar de la casa. No lo encontraron en ninguna parte. Se había ido, como diez años atrás. Muchos pensaban que se había refugiado en el monte, que era lo más indicado por su aspecto y su olor, pero un año después de aquel crimen, un vecino trajo la noticia de que se lo había cruzado en un tren subterráneo de Buenos Aires, que se miraron unos segundos y se reconocieron, que era el mismísimo Ezequiel, con los mismos ojos oscuros y sanguinolentos y las mismas orejas alicaídas, sólo que ya no tenía la fetidez típica, si no apenas el olor a transpiración disimulado por tantos pasajeros apretados. Era él, aunque luciera una camisa con corbata y llevara un attaché. Cuando el vecino lo saludó casi eufórico y dio un paso hacia él, Ezequiel Brodem se deslizó entre la gente, casi asustado, y bajó en la próxima estación.
Dos años después, uno de los Sturn volvió con la novedad de que el lobisón de Villa San Marcial trabajaba de mozo en una parrilla de Rosario, que había engordado muchísimo y que en lugar del olor a podrido que le salía de todos los poros, tenía un alegre y dulzón aroma a ginebra que no generaba rechazo. Este Sturn asegura haber hablado con ese mozo y haber logrado que él le confiara que efectivamente su verdadera identidad era la de Ezequiel Brodem, que era de la villa, que no extrañaba nada ni a nadie en particular, que aquí lo trataban muy bien, como a un igual, no como a una bestia maldita, que todas las noches comía el mejor asado que sobraba en la parrilla y se tomaba con el dueño una botella de ginebra.
Este Sturn asegura que tenía los ojos llameantes de siempre y las orejas inconfundibles, disimuladas por un pelo largo, pero las manos habían perdido rusticidad y la piel lucía más joven que nunca.
-No envejezco. Engordo pero no envejezco- decía Ezequiel y sonreía y al abrir la boca, mostraba los colmillos temibles.
Era difícil imaginarse a Ezequiel Brodem en una ciudad, convertido en un lobisón urbano.