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La Copa Imposible: BOCA ’00 v RIVER ’18

Por Daniel Arcucci y Ezequiel Fernández Moores   –    

Es un Superclásico surrealista. Se juega pese a todo. Apenas veinte días atrás, la Plaza de Mayo fue escenario de protesta, represión y muerte. “Piquete y cacerola, la lucha es una sola”. Saqueos. Estado de sitio. El presidente Fernando de la Rúa se fue en helicóptero. Pasaron el superministro Domingo Cavallo, el FMI, el megacanje y el “blindaje” que, nos decían, aseguraba el futuro. “Nos mean -dice ahora la pintada de San Telmo-, y los diarios dicen que llueve”. Asambleas barriales reclaman “que se vayan todos”. Cinco presidentes en un mes. Ninguno de ellos, claro, podría estar hoy en el Estadio Único de La Plata. Por momentos uno cree que ni siquiera una pandemia podría detener un Boca-River. Así se juega el Superclásico. Distracción y alivio. Remedio y veneno.

Y fútbol. El Superclásico, claro, también es fútbol. El equipo de Gallardo eliminó primero al mismo River que le hacía sombra, el de Ramón Diaz del ‘96, y Bianchi hizo lo mismo con su otra gran creación, el Vélez del 94. Después, el River del Muñeco doblegó, sucesivamente, al Santos ’62 de O Rei Pelé y se tomó una venganza histórica contra Peñarol, aunque el del ‘82 y no el del 66. El camino del equipo del Virrey también tuvo algo de venganza cuando superó al Colo Colo ’91, que esta vez no mordió, y después le opuso pragmatismo a la magia del San Pablo 93. Así llegan a la gran final de hoy: hasta las piedras dejaron atrás.

El flamante Estadio Único de La Plata, construído a un costo de 300 millones de dólares, el triple de su presupuesto original, agotó hace tiempo su capacidad para 43.000 personas. Miles más despidieron a River con un banderazo en el Monumental y a Boca del hotel Los Dos Chinos, de San Telmo. Decenas de motos policiales y hasta helicópteros escoltan a los autobuses. La seguridad no evita que, al arribo, vuelen las piedras de siempre. Una de ellas rompe una de las ventanas del micro de Boca. Uno de los utileros muestra sangre ante la TV. Boca protesta. Todo forma parte del rito. Un día, el día menos pensado, una de esas piedras lastimará en serio a un jugador. Será el desastre anunciado.

En la cabecera Sur están “Los Borrachos del Tablón” comandados por Alan Schlenker y Adrián Rousseau. En la Norte, “La 12” que maneja Fernando Di Zeo. Hay barras por todos lados. Hasta los hay en el Congreso de la Nación, según aseguró Julio Grondona cuando unos meses atrás fue citado por la Comisión de Deportes de la Cámara de Diputados, que lidera Luis Barrionuevo, presidente de Chacarita, presente hoy también él en el Estadio Único, de la mano de Eduardo Duhalde. “Los barras son alimentados por los dirigentes”, cuestionaron aquel día los legisladores a Grondona. “¿Cuántos empleados hay en esta casa que pertenecen a barras bravas?”, reaccionó el presidente de la AFA. En su mandato eterno, la violencia de los barras lidera el ranking del “Todo Pasa”.

“Hablemos de fútbol”, pide Quique Wolf. El Superclásico ofrece lo mejor de cada estilo. Agresividad vs. Cálculo. Intensidad vs. Pragmatismo. De arco a arco, Oscar Córdoba y Armani, un colombiano de nacimiento contra un colombiano por adopción. Por los laterales, chocan trenes que no paran de ir: Montiel contra Arruabarrena por un lado y Casco contra Ibarra por el otro. De lejos, de muy lejos, se miran a lo guapo la pareja de Bermúdez y Samuel versus Maidana-Pinola. En el medio hay jaleo: de un lado, tres soldados -Battaglia, Traverso, Basualdo- patrullan detrás del comandante Riquelme; del otro lado, el dibujo parece inverso, con Ponzio para raspar y Pérez, Palacios, Fernández para generar juego. Guillermo es el alfil del Virrey, a pesar de la presión por Delgado, y Pity es el alfil del Muñeco, a pesar de la presión de los silbidos. Los dos 9 se conocen; convivieron, se separaron: Palermo es eterno en Boca y por eso, en parte, Pratto está en River.

“La primera patada es nuestra”, es una vieja ley del Superclásico. Y es suelazo de Ponzio a la suela de Riquelme. Ni un minuto de juego y los 22 jugadores están metidos en el círculo central, a los gritos, como si el partido se disputara en ese espacio. El tumulto dura segundos. Castrilli recupera su autoridad. Pero, curiosamente, lo hace sin tarjetas. Sólo con la mirada congela la escena. “Como si una máquina y no un árbitro dirigiera el partido”, dice la radio. Ni River ni “Don Julio” querían al sheriff engominado y justiciero. Pero el eterno paraguayo Nicolás Leoz impuso el criterio de la Conmebol, según rumores, presionado por Angelici, “Daniel el terrible”, operador boquense cada vez más poderoso. En el costado, Bianchi cogotea con su corbata y Gallardo toma un café. De pronto se miran, a la distancia, y parecen ponerse de acuerdo: “¿Qué?¿No quieren jugar?”, acicatea el Virrey a los suyos; “¡Háganse cargo!”, incita el Muñeco a los propios. Las arengas de ambos se escuchan en medio de un silencio absoluto, inusual. Y el partido arranca de nuevo…Ahora sí, todos braman.

River, intenso, maneja mejor la pelota. Era previsible. Boca es práctico y juega con los espacios. Herido Riquelme, que se las ingenia igual para tirar algo de magia, mandan en el medio los apellidos comunes con juego poco común de River. Pérez, Palacios, Fernández se juntan con Martínez y se escapan de la guía. A Battaglia, Traverso y Basualdo les cuesta encontrarlos. Y así Pratto está más alimentado que Palermo. Encima, Guillermo se distrae con lo que pasa al costado de la cancha: “Ese señor que no se cómo se llama me está insultando”, denuncia. “Se llama Gallardo. Callate y seguí jugando o te echo”, le contesta, enérgico, Castrilli. Así se nos va el primer tiempo, más hablado que jugado.

El país futbolero, mezcla de jungla y pasión, se permite un recreo cuando, en el entretiempo, todo el estadio aplaude a Las Leonas, la selección femenina de hockey sobre césped flamante medalla en los Juegos Olímpicos de Sydney. Atenuaron la ausencia todavía difícil de entender del fútbol, ese “Dream Team” que no pudo comandar un Riquelme lastimado y que perdió su boleto en el Preolímpico de Brasil, “el día más triste” de José Pekerman. Marcelo Bielsa buscará revancha con los mayores en Corea-Japón. ¿La tendremos? Las tribunas que ahora saludan a Las Leonas, observan también el minuto de silencio por las muertes de René Favaloro y de Rodrigo. Las cámaras de Fox insisten en mostrar una y otra vez a Mauricio Macri, presidente de Boca. Fernando Niembro insiste también él con sus elogios. Le avizora futuro político. Al lado de Macri está su amigo Fernando Marín. Es el titular de Blanquiceleste, la gerenciadora de Racing, modelo supuesto de mejor administración que Marín ensalza en el programa de TV de Mariano Grondona. Su gran crítico es José María Aguilar, flamante presidente de River, anunciado como gran dirigente futuro, sentado a la izquierda de Macri. Es un entretiempo raro. Demasiado relajado, algo ajeno. “Sin gas, sin pimienta, sin gas pimienta”, dice la tele. Es la calma que precede a la tormenta.

River juega otra vez mejor en el reinicio, pero Gallardo ve que necesita más para llegar al gol y manda a la cancha a Juanfer Quintero en lugar de Ponzio. Una pelota precisa del colombiano, justamente, encuentra a Pratto corriendo a las espaldas de los implacables Bermúdez y Samuel. Todo rápido y sorpresivo. Tanto que, poco menos, la escena siguiente más clara es el Oso cruzado de brazos, mirando a la tribuna. Bianchi no quiere verlo, ni lo mira. Sí posa sus ojos en Palermo. El Titán, como Riquelme, está golpeado. Y el propio Román hace el clásico gesto de “cambio”, haciendo girar las mismas manos con las que suele saludar el cariño del público. ¿Sale él? ¿Sale Palermo? No, sale Guillermo y entra Delgado, el preferido del 10. Y cuando River ya festeja el triunfo -merecido, podríamos decir- la fórmula funciona: pase de Román, gol de Chelo. Y fin. Fin de los 90, 1 a 1. El alargue sólo estira el cierre: Armani y Córdoba estuvieron 30 minutos observando de lejos, casi sin intervenir, tiempo suficiente para pensar en la definición por penales. Lo mismo que hacen Gallardo y Bianchi, que preparan sorpresas.

La nueva reglamentación – la FIFA de Blatter resiste todavía a la tecnología, pero apela a recursos emocionales- permite que en la lista de pateadores estén futbolistas que no hayan participado del partido. Pero sí que hayan jugado en otro tiempo de la Copa, siempre bajo mandato Conmebol de Leoz, es decir, casi medio siglo. Por eso, el cuarto pateador de River es Enzo Francescoli, que baja presuroso del palco de honor para ponerse los botines. “¡U-ru-gua-yo”, grita el estadio. Cuando Bianchi se entera de la movida de Gallardo reacciona a su manera: “Si él hace patear a Francescoli, yo hago patear a Palermo”. La decisión no sería ninguna novedad, si no fuera que el 9 terminó el partido tan golpeado que espera apoyado sobre muletas. Nadie lo puede creer. La tele enfoca al Tolo Gallego a pura carcajada.

La tensión se hace insoportable. El Superclásico cambia historia por histeria. El techo del Único, que costó casi más que todo el Estadio, parece flamear por tanta energía. Empieza la serie.

Juanfer y Riquelme patean con clase, como dejando ir la pelota. Maidana y Bermúdez le pegan con rabia, como son. Va Pity. “Y va el tercero, y va el tercero”, anuncia Mariano Closs…a las manos de Córdoba. Con Chelo, Boca pasa al frente. Enorme responsabilidad para Enzo Pérez, que se hace cargo. Va Arruabarrena, a ver… Gol. Otra vez River con todo el peso. El peso de Francescoli, que camina cansino, como si estuviera en la Bombonera, años atrás, y no en La Plata. Cumple con un golazo. Y Bianchi cumple con su promesa. Allá va Palermo, con sus muletas. Todos contienen la respiración. Mucho. Porque tarda en llegar. Toma corta carrera, más no puede, y va. El remate parece direccionado hacia el palo derecho de Armani, pero la pelota roza en la muleta y se desvía hacia el palo izquierdo, desconcertando al uno, y se mete.

Palermo revolea las muletas por el aire y corre cuál Lázaro. Detrás, todos sus compañeros, en procesión descontrolada.

Otra procesión, igual de descontrolada, corre hacia el otro rincón, donde el Sheriff Castrilli permanece impávido. Gallardo le grita en la cara que es ilegal, que haga algo. Castrilli como siempre. “No te va a contestar, Marcelo”, contiene Biscay al DT.

Todo se desmadra. Se mezclan los que festejan con los que protestan. Y la cancha se llena de dirigentes, Aguilar primero, impulsado por el vice D’Onofrio, traje gris y corbata, que se saca de encima a Arruabarrena. “Vengo a hablar con el dueño del circo, no con los monos”, le dice Donofrio. En un momento, las tribunas están absolutamente vacías y el campo absolutamente lleno. No hay golpes, pero sí gritos, muchos gritos. Que sólo se acallan cuando, por los altoparlantes, empieza a escucharse una voz en tono neutro, ese de la locución de los avisos comerciales de la Copa: “Futbolistas, directivos, aficionados. Cumplimos en anunciarles que el Consejo Superior del Fútbol Sudamericano ha decidido que el partido deberá disputarse de nuevo, dentro de los próximos 15 días y en algún lugar del mundo”.

Fin del partido.

 

(Colaboración de Alfredo Guillermo Bevacqua)

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