Por Ana María González –
Como el que se ha jubilado y entonces se mete en el galpón y desempolva la vieja caja de pesca, se encuentra con las plomadas, anzuelos de distintos tamaños, boyitas, señuelos dorados de esos que le enloquecían tanto como a su mujer comprarse cosméticos. Observa con melancolía de adolescente cuando ve lejos a la chica que le gusta, a las cañas con reeles dormidas en un rincón, más allá apiladas las revistas Weekend, El pato y otras antiguas que un amigo le había regalado porque en su casa eran un estorbo. Piensa que no hubo un día especial ni una causa precisa para dejar las salidas de pesca que antes hacía regularmente con algún compañero de trabajo, con un sobrino, con cualquiera que quisiera castigarse un rato entre mosquitos para tirar las líneas, llenar los bonetes con mojarras para encarnar o jeder con el increíble tarro con granos de choclo fermentados en vainilla, que son la irresistibles para las bogas. Va más lejos y recuerda cuando salía con su abuelo al arroyo de San Salvador y luego con su padre en Concordia. En algún tiempo salía con una de las hijas y sobrinos, pero los chicos crecieron y tomaron otros rumbos, las canchas de fútbol por ejemplo. Demasiado trabajo durante la semana, los fines de semana empezaron a ser tiempo de descanso y de estar con la patrona, alguna salida a comer pizza y tomar cerveza o viajar a saludar a algún familiar del pueblo. El hombre siente una tensión extraña. Entonces se va al club donde el bote a caña duerme en la marina, constata que funciona a pesar del abandono y sale feliz en él, chiflando, se llevó al Papo, el perro lanudo que enloquece de alegría cuando sale en el bote (porque es mentira el dicho serio como perro en bote), cargó también sus cañas y su caja de pesca. Le gritó al muchacho encargado que se iba a despuntar el vicio. Conoce bien el Uruguay, las islas, la boca del dragón, el francés, ahí quiere volver. El sabe donde están los pozos, donde hay buen pique, donde hacían antes los cebaderos. Escribir es eso, despuntar un vicio en solitario o acompañado, con alguna lejana noción de adonde se puede ir y si hay pique. Le pasa al que escribe percibir un parpadeo especial, experimentar una emoción única, una casi certeza de que no se moriría y estaría más cómodo sino escribiera, pero que no necesariamente sería más feliz.