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Desfile de Modelos: El 25 de mayo de 1974 falleció ARTURO JAURETCHE

Por Rodolfo Oscar Negri    –

Mas allá de lo que dice su biografía, Jauretche fue un apasionado de la Argentina y de Latinoamérica.

Tuve la fortuna y el honor de participar en cuatro ocasiones de reuniones con él, de visitar su departamento, de conocer su biblioteca…

Agudo, perspicaz, incisivo, inteligente, con una cultura envidiable; pero con la sencillez, humildad y bonomía que sólo los grandes personajes tienen. Para los jóvenes estudiantes que lo escuchábamos con admiración y respeto, tenía una predisposición especial.

Para la soberbia, que también alguna vez tuvimos, un silencio tolerante.

Seguramente no es casual que se haya ido un 25 de mayo de 1974. Tal vez tampoco sea casual que se fuera antes de sufrir la muerte del General Perón y la trágica historia que siguió con López Rega,  Isabel y  la dictadura militar.

Vaya esta pequeña apostilla como un emocionado homenaje a uno de los grandes forjadores del Pensamiento Nacional.

Su vida

Ensayista, escritor y político argentino nació en Lincoln (provincia de Buenos Aires) el 13 de noviembre de 1901. Jauretche militó en su juventud en el Partido Conservador para luego enrolarse en las filas yrigoyenistas. En 1930 fue protagonista de la lucha callejera contra los gobiernos de los generales José Félix Uriburu y luego de Agustín P. Justo y participó en actividades de riesgo especialmente en los combates de San Joaquín y Paso de los Libres, Corrientes, el 29 de diciembre de 1933 donde fue tomado prisionero luego de este último levantamiento radical. En las luchas internas del radicalismo dirigió los grupos «Continuidad Jurídica» y «Legalista» que se oponían a la dirección de Marcelo Torcuato de Alvear.

Fue inspirador y motor del movimiento denominado FORJA, en el que juntamente con Raúl Scalabrini Ortiz, Gabriel del Mazo y Luis Dellepiane, enfrentó a la conducción oficial partidaria dominada por el «alvearismo». Hábil polemista, su obra y su pensamiento tuvieron gran influencia en amplios sectores del nacionalismo democrático. Posteriormente, con el surgimiento del peronismo, Jauretche adhirió a los principios del recién nacido movimiento justicialista. Desde 1946 hasta 1951 fue presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires. Luego de la «entrada en desgracia» del gobernador Domingo Mercante, tuvo que exiliarse en el Uruguay y al producirse la Revolución de 1955, volvió a la lucha política «en defensa de los diez años de gobierno popular». Especialista en temas políticos, sociales y económicos, Jauretche fue el mentor de obras como «El Plan Prebisch«,» Prosas de hacha y tiza «,Los profetas del odio«, «El paso de los libres», «FORJA y la década infame», «El medio pelo en la sociedad argentina» y el «Manual de zonceras argentinas», entre otras obras. Divulgador de originales ideas que guiaron al movimiento popular, Jauretche murió en Buenos Aires el 25 de mayo de 1974, cuando tenía 73 años.

Jauretche por Jauretche

Eramos diez hermanos. Yo era el mayor.

«Fui un chico bastante lector, no se si por precoz o porque entre los cuatro y los cinco años no pude correr a la par de los otros y tuve, en cambio, mucha cama y lectura, y bebí mucha leche y barba de choclo. Me quedó afición a las dos primeras. La afición a la leche me creó verdaderos problemas, de hombre, en Buenos Aires, porque en mi juventud era mal visto que un varón la bebiese…entraba a las Martonas mirando a todos lados… No sé cuál fue mi enfermedad, que supongo de origen renal porque se manifestaba en un edema de las piernas… La larga temporada en cama a tan temprana edad provocó que mi madre me enseñara a leer de chiquito… teníamos en casa la colección encuadernada de una revista de Barcelona, La Ilustración Artística, que además de las noticias traía abundante material fotográfico… se me embarullan la Guerra de Cuba y la de Filipinas y la boer… la ruso-japonesa… una enorme lesión para la Pax Britannica que reposaba sobre el principio de la supremacía en todos los terrenos del hombre blanco…»

«Mi madre me enseñó a leer de chiquito. Aprendí de inmediato y se me despertó la afición por la lectura. Pero también recuerdo que me enseñaba algo una criolla vieja, doña Santos, cuentos de fantasmas y luces malas de lo que tuve noticias luego, cuando volví a oírlos en los fogones y en las ruedas de mate».

«En esta atmósfera intelectual se empezaron a formar las ideas políticas, sociales y económicas de un niño presuntuoso infatuado por la vanidad de ser precoz.»

La Escuela 

La escuela de la década del «centenario» se había estructurado sobre el divorcio absoluto con el país real. La realidad diaria, las razones de la vida de los hombres y mujeres del país no se explicaban en esa escuela. Ni la pobreza, ni la forma del trabajo, ni el atraso ni la estratificación social, ni la injusticia, ni el desprecio y denostración de todo lo nacional aparecían en la pedagogía oficial de la Argentina.

«La campana que llamaba a clase era un cotidiano corte entre dos mundos y la formación intelectual tuvo así que andar por dos carriles distintos a la vez, como en la rayuela, con las piernas abiertas entre los cuadros».

La escuela no continuaba la vida sino que abría en ella un paréntesis diario. La empiria del niño, su conocimiento vital recogido en el hogar y en su contorno, todo eso era aporte despreciable.

«Sabíamos del orinitorrinco por la escuela y del baobab por Salgari, pero nada de baguales, ni de vacunos guampudos e ignorábamos el chañar, que fue la designación del pueblo hasta que le pusieron el nombre suficientemente culto de Lincoln.»

Si lo propio no tiene historia, la historia no tiene realidad 

«El pueblo se llamaba Lincoln y sabíamos de tal prócer, nada en cambio de los gauchos junineros, de los milicos de la frontera, del mismo coronel Borges, que comandaba la frontera de Junín…Es que ese coronel, los milicos, los ranqueles, los bichos, los pastos, los ríos, eran indignos de la ‘ cultura’, según la entendía la ‘ intelligentzia’.

¿Es que ningún héroe argentino ha tenido dolores de muela, ni se ha calentado con una china, ni ha jugado una onza a una carta?

Enseñan una guerra del Paraguay entre militares santos y soldaditos de plomo en prados de esmeralda, y luego se encuentra, en la plaza del pueblo, con veteranos que lo ilustran acerca de la recluta forzosa y la impopularidad de esa guerra, o le recitan Heroico Paysandú de Gabino Ezeiza.»

Lo que no se lee en los libros 

Lincoln aledaña a la zona rural y vive de las actividades del campo. La desigualdad social, sus razones y sinrazones se clavan como abrojo en la memoria de Arturo.

«Nosotros éramos chicos de pueblo, no gauchitos…Por entonces conocí la otra cara de la vida de los boyeritos, como mi amigo Silverio Ávila que desde los seis años, como tantos, trabajaba con unos vascos tamberos, quien llegaba a la escuela despues de largas horas de dura jornada y a veces se dormía en el pupitre.»

«Tengo en la memoria la cosecha del maíz y los chiquilines en las orillas del pueblo que iban con sus padres a trabajar en la junta, trabajo duro, a destajo, que se pagaba por bolsa juntada. Es inseparable el recuerdo de las manos tajeadas e hinchadas de los chicos que volvían de la junta».

«El mundo se dividía entre paisanos y «los otros» , mis padres, mis hermanos, yo, éramos de «los otros». También lo era toda la gente importante del pueblo, y también muchos no importantes, porque entraban el panadero y el maestro de pala y el oficial, el constructor, el albañil, el almacenero y el gallego del mostrador, y la maestra y el guarda de ferrocarril. «Los otros» podíamos ser criollos o gringos, ricos o pobres, pero constituíamos un nivel bien definido hasta en las vestimentas: los hombres usaban pantalones y las mujeres batones o vestidos variados. El otro nivel usaba bombachas, y percal las mujeres. También era distinto en los chicos, sobre todo en el calzado: botines, o alpargatas, cuando no «pata lisa».

«Un paisano podía ser alfabeto y «leido», pero nunca culto; el hombre de pantalones podía ser analfabeto, pero si lo disimulaba, era «culto» por el simple hecho de usarlos. Los dos estilos de vida, el urbano y el rural, contribuían a separar los estratos, y el escolar que era yo, no podía poner en la misma línea a un extranjero analfabeto con un paisano en igual condición, porque el analfabetismo de uno era una falla excepcional mientras que el del otro era una calidad casi intrínseca. Lo conservaba aunque hubiese aprendido a leer».

«Las nacionalidades también determinaban estatus. «Los vascos, como se sabe, son inferiores a los ingleses, escandinavos o germanos, y también a los franceses. Pero muy superiores a los españoles y mucho más a los italianos, y mucho más aún a judíos, turcos o rusos.

Una noche, en un allanamiento a una timba, la policía detuvo a tres hombres. El comisario los interrogó:

– Vos, preguntó al que tenía más cerca, ¿cómo te llamás?
– Martín Echanagucía, contestó el interpelado.
– ¿Vasco español?, Buena gente, agregó el comisario. Y tocó salida.
Llamó al próximo y le preguntó el nombre.
– Juan Caracotche, contestó. Y el comisario comentó: – Vasco francés, buena gente. Y ordenó la libertad.
Se adelantó el tercero y se presentó:
– José Travallini, vasco italiano…
Vaciló el comisario, sonrió y lo puso en libertad por gracioso, no por racismo».

Don o Míster: «…tratamiento que marcaba diferencias sociales y culturales con los extranjeros provenientes de la Europa Meridional. En lo más alto de la escala estaban los ingleses pero en el pueblo conocí solamente uno: el ingeniero del Ferrocarril». También eran Don «algunos criollos viejos, si además eran hacendados, y excepcionalmente los paisanos reputados por sus hazañas de cuchillo o por sus habilidades de troperos». «…el vasco también lograba el Don, aunque fuera lechero, hornero o fondero»

Los libros…las lecturas…las letras…las ideas 

«Se practicaba el desprecio a la realidad presente en función del futuro y la extirpación de todas las características propias para adoptar las prestigiadas afuera… una enseñanza que subvertía el orden natural de las cosas… Cuando ingresé a la Escuela Normal y aprendí los principios pestalozzianos, a pesar que mi sentido crítico estaba embotado por esta formación, percibí la contradicción que había con aquello de pasar de lo particular a lo general, de lo simple a lo compuesto y de lo sencillo a lo complejo y lo que se practicaba, pues se proponían los objetivos antes de estudiarse las condiciones que podían o no corresponder a ello y se invertía así el razonamiento… Ya en la pubertad el chiquilín político que había en mí, empezó a tener perplejidades como ésas… La enseñanza y el periodismo… y mamá, como maestra que era, las ayudaba… ayudaba también el desarrollo de un pensamiento individualista… esa literatura que muestra que sólo se llega a millonario si se han vendido diarios en la infancia… llegar a millonario es la prueba máxima de la capacidad humana. Sí leí bastante, y el niño lector tuvo que desdoblarse».

No es fácil rastrear las «influencias» en Jauretche. Es que su inteligencia independiente y escrutadora paseó por todas las cepas literarias sólo para mejorar sus propios vinos.

«Mi principal proveedora de lecturas fue la Biblioteca Popular, fundada en 1893, que debía tener fácilmente dos mil volúmenes… se le agregó la Biblioteca de La Nación que, con mueble y todo, tenía en mi dormitorio. No me faltaron Walter Scott, Dumas, Salgari, Conan Doyle, y todos los libros de aventuras entre los que incluyo Búfalo Bill y Nick Carter, Fenimnore Cooper, Bret Hart y David Copperfield, entreverados con Balzac, Víctor Hugo, Flaubert y Eugenio Sue, Xavier de Montepin y Julio Verne. Lecturas que consolidaban el individualismo: Samuel Smiles: «Ayúdate», «El ahorro», «El carácter». Orison Swett Marden, especie de Reader Digest de la época. Homero, Virgilio no me movían un pelo. Shakespeare, Racine, Corneille, Moliere no me apasionaron. «En cambio El Quijote y la novela picaresca española me cautivaron de entrada… devoré los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós… me dieron satisfacciones Varela, Pereda, Palacios Valdés, Unamuno, Azorín, Baroja, Valle Inclán… desde luego leí el teatro de la época con Benavente, los Alvarez Quintero… también algunos poetas: Espronceda, Núñez de Arce, Bécquer, Machado que vino mucho después y de los contemporáneos nuestros Lugones y Herrera y Reisig casi conjuntamente con Darío. Recitábamos Ghiraldo, Almafuerte, Carriego, Díaz Mirón, Dios Peza y desde luego Flores. Nunca me pudieron hacer aceptar a Vargas Vila con sus libros rosados… en escenas escabrosas prefería en Joaquín Belda y Felipe Trigo que entraban en materia más que Alfredo de Mussett, que me impresionó. A los nueve años me reglaron «El hombre y la tierra» de Eliseo Reclus… a pesar de mi corta edad y sobre todo por mi individualismo, liberal y egocéntrico,, o tal vez por eso, identificaba al anarquismo sin mucha hostilidad; al poco tiempo posaría de nietzscheano… Darwinismo… Fui devoto de Agustín Alvarez («Herencia moral de los pueblos hispanoamericanos» y «Adónde vamos», Editorial La Cultura Argentina) y no lo perdono por haberme abierto la puerta a José Ingenieros, Ramos Mejía, Bilbao y otros izquierdistas pretensiosos que cultivaban la idea sarmientina racista y neocolonialista».

El Campo 

«Además de dimensiones geológicas tenía un regusto áspero esa pampa, que era la de mi infancia… Por momentos me parecía dominar el espacio y por momentos sentirme chiquitito, prisionero de la distancia, que me ceñía como una cárcel paradojal».

«Puedo precisar que variaba esa alterna sensación de debilidad y fuerza frente a la naturaleza, según estuviese a caballo o a pie… a caballo se estaba sobre la pampa; a pie se estaba en la pampa; subjetivamente se sentía uno fuerte o desvalido según fuera jinete o peatón porque sólo montado uno la dominaba; a pie había una sensación de impotencia frente a la lejanía».

«La pampa hirsuta, áspera, hasta casi doler la mirada; la pampa indómita… Ya la peinaban los alambrados y, muy de distancia en distancia, aparecían las poblaciones con sus montes todavía nuevos… pampa amarilla, ocre, pastos bajos reemplazando a los pajonales y después de cada golpe de leguas los cuadros verdes o terrosos de las colonias agrícolas y también de los alfalfares… las lagunas pobres….»

Doña Santos 

Una criolla vieja algo renga «por una fractura mal arreglada». «Hacía de aya, junto a mi cama».

Y le contaba cuentos de fantasmas, aparecidos y luces malas. Lenguaje e imaginación que sin duda están en el origen de su estilo coloquial, polémico, con fino sentido del humor, lleno de desmesuras: mamó la herencia criollista y el rico anecdotario rural, desde aquellos tiempos en que su salud faltona le impedía andar por las calles a la par de los otros chicos.

Ví un automóvil 

El siglo XX abre los ojos a otro tiempo en el pueblo de Lincoln. El choque de las dos realidades, presente y futuro sorprende la mirada niña de Jauretche.

«Un Mercedes colorado, enorme, a cadena, adornado profusamente con bronces lustrosos faroles, bocinas y otras cosas más. Estábamos con mi tía Ceferina, cuando vimos aparecer a uno de mis primos que venía lonja y lonja sobre el petiso; se tiró junto a nosotros con el cuerito que le servía de montura pegado a los fundillos, gritando: «¡Mama, mama!. ¡el tren se ha salido de la vía y se viene para acá!»

Del defecto a la virtud 

La claridad coloquial de la pluma de Jauretche tiene dos orígenes. El uno la propia claridad de su pensamiento. El otro una impericia que arrastraba desde la infancia.

Jauretche carecía de toda virtud con su motricidad fina (como se diría ahora). Por lo que sus construcciones literarias eran dictadas, de tal suerte de conservar lo mejor de la sintaxis coloquial. Un buen narrador, un buen conversador un pensador agudo y preciso que no se mareaba con las palabras, aunque en éllas apalabras cobran un espesor y una certeza raramente lograda por otros.

«Porque mi debilidad por las herramientas está en relación inversa a mi capacidad para manejarlas. Tengo esta incapacidad manual desde la más tierna infancia. Me obligó a ser espectador en muchos juegos de mis compañeros».

«Nunca pude tener un cuaderno de deberes medianamente presentable ni recuerdo haber usado jamás un tiralíneas sin hacer un borrón. Las maestras se pasaban la voz: «Jauretche no lleva cuaderno de deberes». Tratamiento de excepción para trabajos manuales de la Escuela Normal. «Así fui siendo excluido de las clases dedicadas a «educar la mano», según los principios pestalozzianos. Esta incapacidad manual y el privilegio que la consolidó se tradujo fatalmente en mi letra».

Incapacidad y privilegio tuvieron, ya no fatal sino afortunadamente, otro resultado. Muchos intelectuales de la Argentina han aprendido a pensar y a expresar esos pensamientos propios de la mano en este caso firme de Arturo Jauretche.

El Cautivo 

La frontera con el indio marca otra frontera, la que separaba a los hombres de principio de siglo de su historia real.

«Un día una partida de ranqueles sorprendió, lejos del foso que rodeaba las casas, a Laurens padre con su hijo menor, también Luis. Escaparon, y el padre -mejor montado- intentó saltar el foso y cayó adentro. Allí lo lancearon hasta que mi bisabuela doña Adela y algunos peones hicieron unos tiros de Remington. Dispararon además un cañoncito, cuyo estampido avisaba a los fortines y a las estancias la presencia de malones. Y así fue como apareció por Santa Brígida -tarde ya- la tribu mansa de Coliqueo, establecida en la Tapera de Díaz, después «Los Toldos», acudiendo a la defensa.

No había sido un malón, pues ya no los había; apenas una partida de ranqueles remisa, por pagos ya perdidos para ellos.

Se fueron enseguida, pero llevaron al hijo menor del matrimonio, Luis chico, que después sería «El Cautivo». Tenía once años, y no había intentado saltar la zanja por chico o por montar petiso; no por gringuito, porque era nacido allí y criado entre gauchos.

La madre, que no debía ser de arriar con las riendas -y no podía serlo en ese lugar y en aquel tiempo- se quedó en el campo -joven, viuda y… pobladora-. Después trajo de Francia a su padre, León Besenzette, mi tatarabuelo, y a sus hermanos. Juntos poblaron otro campo, hoy San Martín de Duggan, para un tal señor Furst.

(De todas estas noticias las que más me interesaban eran las que se referían al chiquilín que desapareció en el desierto. Iba reconstruyendo ese pasado oyendo, mientras dormitaba, en charlas como de bueyes perdidos. Los mayores eran reticentes, como si no quisieran que las criaturas supiéramos de ese ayer próximo. Después fui comprendiendo que para ellos ese pasado «bárbaro» no vestía, y que había un pacto tácito, del hogar «culto» a la escuela, para ignorarlo o disimularlo como un pecado).

Muy de tarde en tarde llegaban de Junín a Santa Brígida las provisiones, alimentos, armas, herramientas, materiales de construcción, etc. Venía lectura, y lo más atrayente de todo: los diarios de Buenos Aires que envolvían «la provista». En uno encontraron un aviso del consulado argentino en Anguil, Chile, con la noticia de que allí había sido rescatado por el cónsul -a cambio de yerba y azúcar- un mozo cautivo que chapurreaba un idioma entre Francés, ranquel y español, del cual entresacaban que había sido capturado cerca de Junin y otros datos, uno de los cuales era el nombre de su hermana mayor, Josefina, mi abuela.»

Lo trajeron y hubo en Junín una gran fiesta para celebrar el rescate.

«(Oí decir que anduvo dando vueltas por los asados buscando el que quería, y no lo encontró, porque entre los indios había aprendido a comer yeguarizo… Es el mismo paisano rubión y barbudo que, cuento en Los Profetas del Odio, nos daba en los bancos de la plaza una noticia de indios que no habíamos oído mentar en la escuela, que nos hablaba de todo el mundo pero no mencionaba ni por causalidad la geografía, la botánica y la humanidad original del pago. El Cautivo volvió en 1882, había estado once años en cautiverio y cumplía 22 años de edad: no tendría más de 50 cuando lo conocí… yo lo veía y lo veo, muy viejo. En realidad lo que era viejo ya, más que nada por deliberado olvido, era el tiempo de los indios, que se decía como si habláramos de épocas remotas)».

Los afectos y sus efectos 

El tono de reprimenda que Jauretche carga en su estilo tiene raíces en un modo muy argentino, diferenciado deliberadamente de los modos europeos.

«Aun el amor marital -y las simples expresiones de ternura- debía carecer de exhibición: eran cosas íntimas. Ni un beso. Mi padre: ¡Esas cosas no deben hacerse en público! Vaya y pase que la mujer de un beso, pero el hombre… debía ser poco hombre.»

«No se trataba de moral; la exhibición era cosa fea, indecorosa, una debilidad… El amor era eso: una debilidad y lo correcto era disimularlo… La actitud de mi padre no obedecía a la pudibundez de la época. Nunca lo vi besar a mi madre… tampoco nos besó mucho a nosotros… consideraba una debilidad la demostración de los afectos -típicamente criollo-, que consideraba cosa de gringos.

Tampoco me felicitó por algún éxito escolar… El hombre debía tener cara de poker y lo mismo que en el juego había que administrar las exteriorizaciones de la alegría y el pesar… Es que en todas las casas criollas considerábase signo de masculinidad nativa el contraste con las exteriorizaciones de los extranjeros».

El carácter de Jauretche es como una marca. Un hombre en el que se presentían potenciales brusquedades. Pero todo ese «carácter» siempre fue fundamentalmente parte de su estilo argentino, radicado en su infancia.

«Hasta el dulce en las comidas debía restringirse. Las comidas nocturnas debían ser exclusivamente lácteas: grandes fuentones de arroz con leche, chuño, tapioca, crema de chocolate o de vainilla, mazamorra. Mi padre advertía: «Con tanto dulce los vas a sacar maricones». Lo dulce no conjugaba con lo de «hacete duro, muchacho».

«Eso de «hacete hombre», acompañado de un chirlo, sintetizaba una educación».

«El arreglo de las casas y la decoración «también eran sobrias. Muchos colorinches y detalles se consideraban cosas de napolitanos o turcos. El mobiliario, aunque fuera importado, era a base muebles altos, rectos, grandes y no abundaban los sillones de muelles confortables, pues los más eran de mimbre a los que solía agregarse almohadones de confección doméstica. En general se rehuía el confort más que buscarlo, aún entre los que pasaban por ricos, porque predominaba el criterio de que la comodidad «ablanda». Así se rechazaba la calefacción en las habitaciones enormes y llenas de chiflones, pues se prefería adquirir las pulmonías a domicilio antes de «pasmarse» en la calle al salir de un ambiente caldeado».

«Dejarse simplemente abochornar sin reaccionar importaba en aquellos tiempos una capitis diminutio. El uso de armas era lícito y, además, necesario, máxime el cuchillo, imprescindible para el trabajo, la comida y hasta para viajar, pues siempre había que cortar alguna soga. Para la legítima defensa bastaba con la simple provocación; eso sí, sacando para defenderse había que usar, pues criaba fama de compadrón el que simplemente amagaba. Así lo entendían los jueces también, hasta que la justicia porteña fue invadiendo la campaña…Una reputación de flojo hacía que lo tomaran para la cachetada y hasta el más infeliz se servía de usted.»

Mirar el país para ver la realidad 

Pajueranos y padentranos. Las palabras nunca son inocentes. Jauretche es un gran desentrañador de las tramas que, desde el idioma, también se le tienden al país.

«Un día uno va a la estación del Ferrocarril Oeste y le pregunta al primer paisano que encuentra a mano: -Dígame, ¿a qué hora llega el tren de Buenos Aires? El hombre pregunta como para asegurarse: -¿El de adentro?… Ese llega a las cinco. No, se le responde, el de adentro no. El de afuera, el de Buenos Aires. -Pero mi amigo, dirá el paisano con cierto enfado, Usted me pregunta por el de adentro y el de adentro es el que viene de Buenos Aires. El que viene de allá -y señala para el rumbo profundo de la pampa- es el que viene de afuera». Hasta aquí Osvaldo Guglielmino. Es donde yo me pregunto por qué al que viene de adentro del país se lo llama pajuerano y al que viene de afuera del país no. El que viene de adentro es, en realidad, «padentrano»… El que viene de afuera aparece como viniendo de adentro. El que baja de Italia e Inglaterra en el puerto de Buenos Aires es el «padentrano», y es pajuerano el que viene de la pampa o de San Luis… Antes, cuando se iba hacia los indios, es decir hacia la pampa, hacia la cordillera, se iba «tierra adentro». Fue después que empezó a ser «campo afuera» el campo de adentro».

Zonceras Argentinas

«¿Los argentinos somos zonzos…?». «Las zonceras que voy a tratar consisten en principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia -y en dosis para adultos con la apariencia de axiomas, para impedimos pensar las cosas del país por la simple aplicación del buen sentido… A medida que usted vaya leyendo algunas, se irá sorprendiendo, como yo oportunamente, de haberlas oído, y hasta repetido, innumerables veces, sin reflexionar sobre ellas y, lo que es peor, pensando desde ellas.»

«Basta detenerse un instante en su análisis para que la zoncera resulte obvia, pero ocurre que lo obvio pasa con frecuencia inadvertido, precisamente por serlo.»

«Su fuerza no está en la argumentación. Simplemente excluyen la argumentación actuando dogmáticamente mediante un axioma introducido en la inteligencia -que sirve de premisa- y su eficacia no depende, por lo tanto de la habilidad en la discusión como de que no haya discusión. Porque en cuanto el zonzo analiza la zoncera -como ya se ha dicho- deja de ser zonzo,»

«Para hacerlo sólo se requiere no ser zonzo por naturaleza … ; simplemente, estar solamente azonzado, que así viene a ser cosa transitoria, como lo señala el verbo.»

«Tampoco son zonzos congénitos los difusores de la pedagogía colonialista. Muchos son excesivamente vivos porque ése es su oficio y conocen perfectamente los fines de las zonceras que administran: otros no tienen ese propósito avieso sin ser zonzos congénitos: lo que les ocurre es que cuando las zonceras se ponen en evidencia no quieren enterarse; es una actitud defensiva porque comprenden que con la zoncera se derrumba la base de su pretendida sabiduría y, sobre todo, su prestigio.»

«Las zonceras son principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia -y en dosis para adultos- con la apariencia de axiomas, para impedirnos pensar las cosas del país por la simple aplicación del buen sentido»

«Las zonceras no se enseñan como una asignatura. Están dispersamente introducidas en todas y hay que irlas entresacando… se apoyan y se complementan unas con otras, pues la pedagogía colonialista no es otra cosa que un puzzle de zonceras. …de la comprobación aislada de cada zoncera llegaremos por inducción -del fenómeno a la ley que lo rige- a comprobar que se trata de un sistema, de elementos de una pedagogía, destinada a impedir que el pensamiento nacional se elabore desde los hechos, es decir desde las comprobaciones del buen sentido.»

«Civilización y barbarie, esa zoncera madre que las parió a todas: Todo hecho propio por serlo, era bárbaro y todo hecho ajeno, importado, por serlo, era civilizado. Civilizar, pues, consistió en desnacionalizar.»

«Descubrir las zonceras que llevamos adentro es un acto de liberación: es como sacar un entripado valiéndose de un antiácido, pues hay cierta analogía entre la indigestión alimenticia y la intelectual. Es algo así como confesarse o someterse al sicoanálisis -que son modos de vomitar entripados-, y siendo uno el propio confesor o sicoanalista».

Fuente: http://www.bastadezonceras.com.ar y http://diariomardeajo.com.ar/manual_de_zonceras_argentinas.htm)

Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 25/5/2017

 

 

 

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