por Eduardo Gradizuela –
El rostro de mi cordial vecino transmitía cierta mezcla de asombro y resignación, detrás de la inmensa parva de ramas con la que amaneció la esquina de su casa, en la reposada mañana de domingo.
Sin afectar su modo amigable y andar cadencioso me comentó en tono de claudicante aceptación: “no es mía, pero qué le voy a hacer. Ya estoy acostumbrado a que me agarren la esquina de basural”.
La acumulación de residuos en las equinas, es un hábito arraigado. Y como toda costumbre, una práctica cotidiana de muchos frentistas que ofrecen los argumentos más variados.
“El camión no me la lleva, pasa de largo, viste…”, es la excusa más escuchada y en algunos pocos casos hasta válida, puedo dar fe. Pero en otros se oculta el verdadero motivo y es que muchos amigos no se bancan ni un minuto los residuos en su casa (ni siquiera en la vereda).
No hay otro motivo para pensar algo distinto, cuando las bolsitas aparecen en horarios muy ajenos al recorrido de los camiones o el sábado, día que nunca ha habido recolección, al menos en un significativo radio de la ciudad.
Para dinamizar la recolección, uno de los muchachos se desmarca del grupo; al trote recorre cada cuadra y lo hace atiborrado de bolsas que deposita en la esquina con la determinación de un concursante de “Escape perfecto”. Ejercicio que algunos vecinos acompañan, adelantando la operación, “por si se olvidan, viste…”.
No recuerdo en qué momento esta ingeniosa práctica de aceleración comenzó a ejecutarse, pero sí de la diligencia demostrada por un destacado maratonista uruguayense y empleado de la recolección, que parecía adoptarla como parte de su entrenamiento. Muchos curiosos se asomaban para contemplarlo con un gesto de inocultable simpatía. Hasta con ganas de aplaudirlo.
Del otro lado de la historia, el enojo de los moradores se expresa de manera muy sorprendente.
He contemplado alguna vez una pirámide de bolsitas que una ofuscada vecina había plantado sobre la boca de tormenta, para complacencia de automovilistas que la gambeteaban haciendo gala de sus destrezas conductivas, en imaginaria chicana. Con absoluto desdén.
Cuentan que un hombre, que luce presencia de correcto ciudadano, fue blanco de la iracundia de una ama de casa. Refregándose las manos en el delantal, la mujer le reclamaba por la montaña de ramas que -muy prolijamente- había amontonado frente a su vivienda. Sin chistar, con abochornado tranco, el hombre las fue retirando, allanándose a las exigencias de la intimidante dama.
Pero nada supera la hilarante narración que escuché sobre una señora que emulaba la gauchesca práctica del lanzamiento de boleadoras, para exhibir –en plenitud- su estado de cólera. Las bolsas surcaban el espacio, en cóncavo recorrido, para caer en el medio del asfalto.
Sin embargo, la postal para nada divertida es la que ofrecen los bulevares. Cualquiera que recorra esas trajinadas vías puede atestiguar la realidad al final de las plazoletas. Contemplar, por unos minutos, es más que suficiente para comprobarlo. Y observar el carrusel de vehículos que detienen su marcha para depositar la “ofrenda”. Ningún chofer se sonroja.
Hace algunos años, un intendente harto de la situación mandó –en horas de la madrugada- a limpiar el Yrigoyen de punta a punta. A decir verdad, lucía impecable. Pero el entusiasmo le duró poco. Al mediodía la foto era la habitual.
Desde lavarropas abandonados, cubiertas en desuso e infaltables montículos de escombros, sin reparar en desagradables hallazgos (para qué?), es posible encontrar de todo allí.
El verano, que cada año retarda un poco más su despedida, deja paso al otoño. Estación de poda.
En pocos días, un manto de hojas secas cubrirá las calles.
Y el señorío de las ramas se adueñará de muchas esquinas.
En su máximo esplendor.
Colaboración de Alfredo Guillermo Bevacqua