Los indígenas que habitaron la pampa argentina, no se diferenciaron mayormente en este tema. Razones de geografía y de clima (fauna, flora y cosmovisión) los unificaba en la cocina, y sus formas de vida, generalmente (semi) nómade, les confería una cierta uniformidad en el menú.
EL DESIERTO ERA ÁSPERO
Su fitogeografía -que en muy poco ha variado- es suficientemente conocida como para suponer los pocos frutos naturales que se podían obtener para la alimentación y su zoología, y sobre las discretas posibilidades de comer sin el esfuerzo y la obligación de agacharse a mirar y rajar la tierra. A ÉSTA NO SE LA TRABAJÓ NUNCA, NI SE LA SEMBRÓ NI SE LA COSECHÓ, (por ende, no se le rendía ningún culto) hasta muy avanzado el siglo y las experiencias misioneras siempre fracasaron sin dejar hábito. Por todo ello, puede afirmarse que la base de la alimentación FUE CARNÍVORA, QUE CASI SE IGNORARON LOS VEGETALES Y EL ALCOHOL, que la fruta no era obligatoria ni generalmente el plato final de una comida. Y se comía mucha carne y carne muy gorda, con mucha grasa, para suplir así la falta de farináceos. La historia del menú del desierto, tiene un hito demarcatorio con la llegada de Juan de Garay. Antes, la caza mayor en la pampa (guanaco y avestruz) proporcionaba alimento de fondo, completando la dieta familiar con liebres, peludos, vizcachas, aves, huevos, etc. Después, la carne de yegua, de vaca y de oveja, obtuvieron preeminencia en el consumo. Entonces se cambiaban las plumas y cueros por ginebra, vino, chacolí, galleta, harina, azúcar, yerba, tabaco, etc. Prácticamente el «desierto» cedía a la «civilización» y adoptaba sus gustos.
LA SAL SE USÓ SIEMPRE, Se la tomaba al principio en forma natural de salinas que había en el territorio y se la obtuvo después refinada de los boliches de la frontera.
LA VARIEDAD DE UN MENÚ SIEMPRE ESTÁ DADA POR EL HAMBRE DE LOS COMENSALES
Popularmente, cuando falta aquello a lo que se está habituado, se pasa sin dificultades a los sucedáneos y cuando éstos faltan, se come lo que hay y sin distingos. A tal criterio responde el verso de que «TODO BICHO QUE CAMINA VA A PARAR AL ASADOR» y Martín Fierro, que conocía el desierto en la sufrida vida del fortín, sabía que se podía -como en todos los lugares del mundo- comer hasta lo insólito… …EL GUANACO, fue siempre el plato de resistencia, que no cansaba el paladar y del que se aprovechaba todo, desde el cuero hasta la última entraña. Tiene carne flaca, de color rosado, muy seca y de sabor agradable. Se la comía fresca o se la charqueaba como reserva del camino, pero casi siempre se la mezclaba con grasa de avestruz. Se mataba al guanaco cuando había ánimo de permanecer en un lugar una larga temporada y se lo cazaba igual que al avestruz, persiguiéndolo a caballo o boleándolo.
Popularmente, cuando falta aquello a lo que se está habituado, se pasa sin dificultades a los sucedáneos y cuando éstos faltan, se come lo que hay y sin distingos. A tal criterio responde el verso de que «TODO BICHO QUE CAMINA VA A PARAR AL ASADOR» y Martín Fierro, que conocía el desierto en la sufrida vida del fortín, sabía que se podía -como en todos los lugares del mundo- comer hasta lo insólito… …EL GUANACO, fue siempre el plato de resistencia, que no cansaba el paladar y del que se aprovechaba todo, desde el cuero hasta la última entraña. Tiene carne flaca, de color rosado, muy seca y de sabor agradable. Se la comía fresca o se la charqueaba como reserva del camino, pero casi siempre se la mezclaba con grasa de avestruz. Se mataba al guanaco cuando había ánimo de permanecer en un lugar una larga temporada y se lo cazaba igual que al avestruz, persiguiéndolo a caballo o boleándolo.
EL INDIO NUNCA COMIÓ CARNE CRUDA
Acostumbraba a chamuscarla al fuego. Una especie de «vuelta y vuelta», condimentada sólo con sal. De las ancas se cortaban las lonjas para el charque y el lomo y el costillar pasaban al asador o directamente sobre las brasas.
EN CAMBIO, LAS VÍSCERAS SE LAS COMÍA CRUDAS
Su predilección estaba en los bofes, el corazón, el hígado, la pella y el caracú. Se entresacaba la grasa de pella y se soplaba la médula del caracú y con ello se ofrecía el «respeto» a los ancianos.
NATURALMENTE SE BEBÍA LA SANGRE,
Y con gran fruición, como un bocado pequeño pero exquisito, se sacaba y se comía la grasa que hay sobre los ojos y la gordura cartilaginosa de las coyunturas de las patas.
AL AVESTRUZ SE LO COMÍA DE DISTINTAS MANERAS
Pero la más delicada y que asombró por lo ingeniosa, era la siguiente: mientras se calientan piedras al fuego, se despluma al animal, se lo abre y se lo vacía. Se le saca el espinazo y lo que se pueda de costillas. A las patas se le saca el hueso y la piel se desuella desde abajo, sin despegarla del todo. Luego se introducen las piedras en el hueco, se levanta la piel de las patas y como con una bolsa, se ata el animal con ella. A veces se coloca un hueso para que todo quede tirante. Luego, ya preparado, se coloca sobre las brasas y mientras se asa, se le va dando vueltas continuamente, hasta que al final, con un poco de llama, se lo pone a punto. Mientras tanto, por dentro, la carne está cocida y con caldo. Se lo sirve abriendo la parte superior y sacando las piedras se come de ambos lados. Se moja carne asada en el caldo y se come la carne cocida con caldo.
OTRA FORMA COMÚN, esta vez dejando el espinazo, era la de rellenar el hueco con los alones y la carne de las patas cortadas en pedazos. Mientras se preparaba un avestruz, los comensales que rodeaban el fuego entretenían su apetito repartiéndose trozos de grasa. El dueño que lo cazó repartía con generosidad porque esperaba igual trato en futuras comidas y a sus amigos predilectos le pasaba los ojos crudos para chuparlos, el mondongo también crudo y la molleja con una piedra caliente en el medio para cocerla.
LA “CIVILIZACIÓN” MEJORÓ O, MEJOR DICHO, FACILITÓ EL MENÚ DEL DESIERTO
La yegua, la oveja y la vaquillona pasaron con más éxito a satisfacer los apetitos de los comensales de la pampa. Se degollaba y las chinas y los chicos se tiraban sobre el animal para tomar la sangre del tajo mismo. Se la tomaba cruda o en cuajarones, que se embolsaba y se ataba a la cintura o a la crin del caballo. Sangre y charque permitían al indio largas jornadas, muy bien alimentado y sin soportar mayores cargas. Se abría al animal y el que cortaba iba separando a patadas y a cachetadas a los chiquilines que arrancaban achuras y que se las comían crudas. Muchas veces solo se comían achuras y a ello se le llamaba “currutear”.
LA CARNE DE YEGUA ERA LA PREFERIDA
Solo por su escasez se comía carne de oveja. Sobre este animal, valga la descripción de un plato muy codiciado y valorado por los buenos comedores. En algún palenque o chañar se colgaba de las patas traseras una oveja viva. Luego se le cortaba el cuello del cogote con un tajo transversal y con el puño, del lado inferior, se le separaba el cuero hasta formar una bolsa. A continuación, y en el fondo de esa bolsa, se le hacía un corte en la tráquea. Luego, más arriba, se cortaba la arteria y la sangre que brotaba se juntaba en el bolsón. Como el animal estaba vivo y respiraba con agitación, la sangre pasaba al pulmón y cuando se terminaba o el pulmón no recibía más, se ataba la tráquea con crin, se abría el animal y se le sacaba el pulmón, que repleto de sangre, era devorado crudo por los comensales.
EN TODAS LAS ÉPOCAS Y EN TODOS LOS LUGARES, ocurrió el problema de los ancianos que carecían de dentadura. En el desierto la solución fue relativamente sencilla. Se buscaba una yegua preñada y momentos antes de la comida la ataban a un palenque y con palos la golpeaban hasta que largaba su cría, un pre nonato que así, con la sola temperatura del seno materno, constituía por lo tierno el sueño gastronómico de los mayores o de los que carecían de dientes.
Por: Horacio J. Guido. (vestigios tehuelches)
Fuentes:
Horacio J. Guido: “El menú del desierto”, Revista Todo Es Historia, número 12 – Buenos Aires, abril de 1968. Págs. 86 y 87. Tomado prestado y adaptación personal, en base al post y de sus comentarios en Facebook “Misceláneas Históricas”, del señor Luis Fabián Laici.
(Fuente: muro de Facebook de Atilio Rubén Calbucura)
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 5/2/2024