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Luna de Avellaneda …o la quiebra de Chacarita

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Afuera, el frío impredecible en una noche de octubre. Adentro, en la redacción, la rutina de un cierre más.  Sí, en la vuelta a un viejo amor. Están ausentes las ganas y el ímpetu de medio siglo atrás. Está presente el dolor en el cuerpo, un dolor de siete décadas.

 

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Y en esa rutina del cierre, el mirar la prueba de página, antes de pasar al armador para que imprima la prueba en vegetal (¡Qué lejana aquella prueba de galera, aquella prueba de página humedecida, impresa con la presión de la palma de la mano sobre el plomo entintado! ¡Cómo olvidar haciéndolo, las imágenes del Chule Satto y el Negro Gallego). Allí está ese recuadro, insignificante, que pocos miran.

La mirada que se aleja. La mente que queda en blanco y un tropel de recuerdos nos conmueve. Desde el momento mismo que salíamos de la niñez; seguramente la adolescencia entera. Es un pedazo de la vida que quedó enredado en los pliegues de la memoria y, sin oposición, emprendemos el viaje al ayer, mientras en el alma se nos dibuja una sonrisa.

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chacarita

‘La quiebra de Chacarita¨.  Como si lo inolvidable, los que nos hizo vivir con alegría, los que nos hizo vibrar y entristecer, pudiera quebrar, como si las cosas que son parte de nuestra nostalgia pudieran abolirse por una resolución o un decreto. Si es cierto, son pequeñeces que jamás tendrán un lugar en la historia. Un general y presidente, que de la vida algo sabía, dijo ante los filósofos, que “ la historia de la humanidad es una sucesión de instantes decisivos…” Y si, para Roosevelt, Stalín y Churchill, fue Yalta un instante decisivo: se dividieron el mundo, nada menos…  Pero claro, el General hablaba ante intelectuales, y a los intelectuales de antes – salvo Sócrates o Platón, que sabían todo- las cosas mas “simples”, les importaban pocos… ¡”Simples”! ¡Mirá si va ser simple meter  como Román un pase entre líneas, para dejarte solo frente al gol! O como el Maxi Rodríguez, que en el último segundo del partido mas importante de su vida, descartó dos opciones y eligió la tercera para hacer el gol mas gritado por una multitud ausente…

Perdón por la disquisición, pero el fútbol es un inmenso “container” de cosas que son la vida misma, que pensamos si el fútbol no es acaso la vida misma…

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Y si, la mirada final a ese pequeño recuadro de un lenguaje lejano, frío y arcaico, como es el judicial, decretando la muerte de un club que fue historia de un barrio.

Y nuevamente nos transportamos en el tiempo. Eramos tres hermanos apasionados por el fútbol, pero obviamente sin dinero para abonar la entrada a esa fiesta del verano uruguayense que era “el nocturno de Atlético”. Allá en la vieja cancha frente al cementerio.  De luces muy amarillas. De una tupida ligustrina y solo el fondo oeste cubierto con un muro. Por eso, ahí,  frente al cementerio, donde estaban muy tupidas las ligustrinas, había un agujero de 4 o 5 rombos de alambraado, por los que todas las noches de “nocturno” pasaban nuestros flacos cuerpos. Y había duelo de hinchadas. No había pulmones separándolas. Y adentro, en los 100×70 la intensidad que podían dar al juego –que era realmente juego-, veintidós tipos que ni siquiera hacían precalentamiento antes del partido.

La memoria nos es tan infiel como injusta con los nombres; aparecen solo algunos: el “Lando” Sosa, el que tendría la gloria de ser el DT de Atlético Uruguay en el Nacional `84, cuando jugó contra River y Huracán; su hermano “el Licho”, otra gloria de Atlético y de la selecciones uruguayenses, ni que decir de esa máquina  incansable de quitar y romper el juego adversario que era el polaco Antonio Pujol, o de Cleofé Del Valle corriendo por los poceados laterales de ese duro terreno de Atlético o que conmovían con la potencia inusitada de los remates del “Rorro” Moyano, uno de esa especie de jugadores desaparecidos de las canchas, capaces en un tiro libre de quebrar un travesaño (como “Pichón” Colombo en la vieja cancha de San Lorenzo)  o levantar por los aires a un arquero que no quiso barrera (como Andrés Blas Aguiar).

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Y afuera, ahí acodados en esa caricatura de “alambrado olímpico” de apenas un metro de altura, la hinchada, con un rítmico y sonoro  “¡Chaca, Chaca, Chacarita!… ¡Chaca, Chaca, Chacarita!”, capaz de mover a sus inmóviles vecinos silenciosos…

Ese grito que empujaba se volvió vuelta olímpica en el Nocturno del `53/54 y fue aliento y contención ante las lágrimas por la final perdida en el `64/65 frente a Don Fulgencio…

Escuchamos ese grito, vivimos esa fiesta –la fiesta de la cancha- allá en el pasado, cuando ni siquiera éramos jóvenes,  apenas adolescentes…  Américo Tesorieri fue un arquero de Boca y de la selección, dicen que el mas grande, hasta que apareció Carrizo, y después Fillol… Pero además era poeta, y en su vejez  pedía “recuperar la juventud perdida, para volver al arco de Boca”…

¡Quien pudiera recuperar ese tiempo “cuando la cancha era otra cosa/pagano, caótico, con canturreados rezos, pero un templo, donde el grito de gol era, acaso entre tantos, el milagro mas cierto”…

Hoy ese mágico mundo ha sido reemplazado por representantes, sponsors y son mas importantes las publicidades en las camisetas y la estática que  tribunas llenas cantando y saltando… Es esa luna de Avellaneda que también se dio en el fútbol, sepultando para siempre una fiesta popular e inigualable, que no borrará de nuestra memoria el lenguaje impersonal y arcaico de un edicto judicial que decrete la quiebra de un club…

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