Por Orlando Van Bredam –
Mi hijo mayor juega al fútbol y toca la guitarra. Es habilidoso, se ha destacado como ocho en el equipo del barrio; también puntea valsesitos criollos que ha aprendido de oído.
Mi hijo mayor, al promediar cuarto año, asegura que quiere ser médico cirujano. La madre sonríe, feliz. Sostiene lo mismo mientras cursa quinto. Por ese motivo, me voy a Corrientes a buscarle un lugar, a conocer las condiciones de ingreso en medicina.
Mi hijo mayor dice quince días antes de terminar quinto año: en realidad, quisiera jugar al fútbol. Lo dice después de un almuerzo, de sobremesa. Mi mujer, su madre, se desconcierta primero y se indigna después. Finalmente, le dice que no es posible, que ya todo está decidido, que no es nada serio el fútbol, que que que.
Mi hijo mayor me mira y espera mi decisión. Le digo lo mismo que su madre. El insiste y argumenta que en realidad, su sueño, su único sueño, es jugar al fútbol en primera división.
Antes de levantarnos de la mesa le digo que le voy a dar esa oportunidad, que todavía es muy joven y que si no le doy esa oportunidad el día de mañana me la va a echar en cara. Me va a decir: “en realidad, yo sólo quería jugar al fútbol y ya ves, estoy haciendo algo que no me interesa para nada”.
Mi hijo mayor sabe que su padre no sabe nada acerca del fútbol y sus alrededores. Es más: cuando intentó jugar al fútbol, todos, incluso los del otro equipo, le pedían que no lo haga, que el fútbol es un hermoso deporte pero que cuando él intenta tomar la pelota, porque casi nunca lo consigue, todos dudan de que sea hermoso. Sin embargo, su padre, está dispuesto, para satisfacer la vocación de su hijo, averiguar cómo se puede hacer para que vaya a jugar en primera división.
Lo primero que hice, entre mediados de noviembre y comienzos de febrero, es hablar del tema en todas partes. En el Instituto, en el consultorio de la dentista, en el colectivo, en la peluquería y en el sanatorio. En aquellos años no teníamos Internet, de modo que no era fácil establecer contactos con las personas indicadas que nos llevaran al lugar indicado.
Con sentido común armé mi red. Hablé con técnicos de El Colorado, ex jugadores que habían ido a probarse a Santa Fe y a Buenos Aires. Finalmente, conseguí una carta de recomendación para el técnico de las inferiores de Newells Ols boys y una conversación telefónica con el presidente de Huracán de Buenos Aires que me dijo que venga a mediados de febrero que es el momento en que prueban jugadores nuevos.
En diciembre y parte de enero, mi hijo mayor se sometió a un duro entrenamiento con un preparador físico de la ciudad de Formosa. El 15 de febrero viajamos a Rosario en colectivo.
Debo admitir que siempre es bueno para un padre de un hijo adolescente, disponer de tanto tiempo juntos, de escucharlo. Los adolescentes hablan cuando tienen ganas de hacerlo y ése es el momento, no otro. De modo que este viaje, más allá de los resultados que tuviere, iba a ser el momento de las confidencias.
Me dijo que se sentía muy seguro, que iba a cagarlos a baile a los rosarinos, que me agradecía infinitamente esta oportunidad, que cuando fuera rico y famoso, un crack de aquellos, se iba a acordar muy bien de mí.
Nos alojamos en un hotel frente a la terminal porque no conocíamos muy bien Rosario. A la mañana, temprano, desayunamos y buscamos un taxi. El taxista se sintió molesto cuando le pedí que nos llevara hasta la cancha de Newells. Le expliqué, innecesariamente, que mi hijo iba a probarse por primera vez en un club grande. Se molestó más todavía, me dijo que por qué Newells, por qué no Rosario Central, que si yo quería él me llevaba en este mismo momento a la cancha de Rosario Central. Le dije que en realidad, yo traía una carta de recomendación para el señor Griffa, que de algún modo tenía allanadas las dificultades.
No me habló más. Puso una cara agria y preocupada todo el camino, pensé que en algún momento nos iba a pedir que nos bajáramos antes de llegar a la cancha.
Cuando llegamos no había nadie. Apenas si estaba abierta la puerta del estadio. La cita era para las ocho de la mañana, ya eran las ocho pero no había nadie. Esperamos con muchas dudas. A las nueve llegaron dos chicos de la edad de mi hijo que nos tranquilizaron: sí, hoy es el día de prueba. A las diez había cien chicos y a las diez y treinta unos quinientos. Todos venían a probarse, todos venían acompañados por sus padres, también algunos, los más pequeños, por sus madres; todos venían con un hijo y con la ilusión de tener al crack que los salvara para siempre.
Los grupos fueron separados por puestos en la cancha. Mi hijo mayor se había anotado como ocho y como ocho fue a integrar un grupo numeroso, en realidad: todos los grupos eran numerosos.
Le entregué la carta a Griffa que ni la miró, la guardó en un portafolios simplemente junto a doscientas más.
Seleccionaron un jugador por puesto para los de camiseta negra y un jugador por puesto para los de camiseta roja y a las once se inició el partido de prueba. No había menos de treinta cinco de temperatura y la sensación térmica de que estábamos en el Sahara.
Mi hijo mayor me dijo, sonriente: mejor, papá, nosotros estamos acostumbrados al calor. Tuve mis dudas.
A la una de la tarde le tocó entrar a él, reemplazar al ocho que sacaban del equipo de camisetas negras. Tenía diez minutos para demostrar que era un crack o poco menos. Si en diez minutos no agarraba la pelota y hacía una maravillosa gambeta, un pase mágico o un tiro libre bien ejecutado, era imposible que lo volvieran a convocar.
No sucedió nada de eso, corría una pelota pero siempre llegaba tarde y cuando la tuvo en sus pies no supo qué hacer. En fin, nervios, calor, lo que fuere, pero mi hijo mayor salió convencido de que el fútbol no era tan sencillo como pensaba.
Al finalizar la prueba, se leyó la lista de los cincuenta seleccionados. Obviamente, mi hijo mayor no estaba. A los cincuenta seleccionados se les dijo que tenían que venir pasado mañana a otra prueba para que al cabo de un mes, quedaran los que tenían que quedar.
Lo noté desanimado y le expliqué que esto funcionaba así, que los tiempos de los clubes no son los mismos que los de un jugador entusiasta, que ellos apuntaban a encontrar la joyita que no sólo salvara a sus padres si no también a los dirigentes.
Le dije que levantara el ánimo, que todavía faltaba Huracán en Buenos Aires. Nos alojamos en casa de mi prima Any a la que hacía años no veía.
La experiencia de Huracán no fue distinta. Mi hijo mayor, estaba ya convencido de que el fútbol no era lo suyo, lo advertí cuando regresamos al departamento de mi prima Any y vi que se puso a puntear una guitarra que encontró en el living.
-¿Cómo les fue?- preguntó mi prima.
-Mal- dije- pero no hay que preocuparse. El año que viene volvemos con la guitarra.