Las palabras no son casuales y la discapacidad no es la excepción. No solemos utilizar los términos adecuados y, muchas veces sin intención, generamos exclusión.
Los términos no están vacíos de sentido sino cargados de todo lo que pretendemos decir, incluso inconscientemente. En el caso de la discapacidad, los discursos están plagados de una concepción que no solamente invita a la pena, la lástima y compasión, sino que cataloga y etiqueta centrándose en la falencia, la falla y la pasividad. Es así que el término discapacitado, lejos de focalizar en la persona, se basa en la falta de una capacidad desde una mirada peyorativa. En cambio, persona con discapacidad, término avalado por la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, no concibe a la discapacidad como algo prioritario e inherente al individuo sino como una circunstancia en términos de salud, una condición, que en relación al entorno genera barreras. La discapacidad no existe por fuera del entorno que la genera. Por eso, además del nombre de pila, términos correctos son: Persona Sorda (y no sordomudo ya que estas personas cuentan con una lengua: la Lengua de Señas Argentina), persona con discapacidad intelectual o persona con autismo, persona con síndrome de down. Poner el énfasis en la persona, en lugar de la condición, implica avanzar hacia una sociedad que no piense en que es “pobrecito” sino que genere las adaptaciones y apoyos que se necesiten.
Entre otras palabras que se utilizan para hablar de alguien con discapacidad se encuentra “especial”. Sin embargo, lo cierto es que ninguna de estas personas pueden adivinar el futuro y por eso esa palabra solamente puede actuar como un eufemismo. La categoría de especial para referirse a personas con discapacidad y sus necesidades, las mismas que cualquier otra persona, no hace sino enfatizar socialmente la diferencia y seguir reproduciendo un modelo que al mismo tiempo que las convierte en héroes, las infantiliza. Una perspectiva que en lugar de generar oportunidades, tiende a minimizar y menospreciar las reales capacidades y posicionar a los individuos no como personas poderosas, sujetos de derecho sino como eternos niños que deben ser rehabilitados, asistidos y que requieren de dependencia. Un asistencialismo que, en verdad, no responsabiliza al entorno de las dificultades que atraviesan las personas con discapacidad sino que genera vocablos para minimizar esa responsabilidad.
La discapacidad no parece tener lugar en una sociedad que invita a pensar en nuevas formas de expresarnos y a reflexionar sobre la diversidad. En cambio, el término discapacitado y expresiones como retrasado, down, mogólico sí parecen ser útiles para insultar y degradar a través de las redes sociales generando tipos de discafobia: un rechazo hacia lo diferente. Estas formas hablan de una sociedad que necesita de manera urgente mayor apertura hacia la discapacidad. Construir un mundo más empático, solidario y abierto es una responsabilidad de toda la sociedad. Así es que necesitamos un abordaje integral entre el ámbito educativo, los medios de comunicación y el entorno familiar que conciba a la discapacidad desde la diversidad para avanzar en la aceptación de lo distinto y diferente, tal como hemos avanzado en muchas otras cuestiones. Parece ser un camino correcto revisar, pensar y modificar nuestras palabras. En definitiva, el lenguaje construye un mundo y las acciones lo consolidan.
Fuente: Ámbito