La primera reacción en la ciudad de La Rioja cuando llegó la noticia de su muerte no se hizo esperar: esa misma noche se organizó una fiesta para celebrar tamaño acontecimiento. Alguien tuvo la tétrica ocurrencia de exhibir la oreja que el teniente Juan Junt le había cortado al cadáver y que se envió a Natal Luna, un reconocido dirigente liberal riojano, que días después se quedaría con algunos bienes del muerto por los daños provocados por sus montoneras.
Habían eliminado la última resistencia federal que tuvo a maltraer al gobierno porteño.
Facundo Quiroga, el Tigre de los Llanos, le decía “Chachito”. El apodo se lo puso involuntariamente Pedro Vicente Peñaloza, el tío cura que lo había criado y que vaya a saber por qué no podía pronunciar correctamente “muchacho”, de niño Angel Vicente Peñaloza fue el Chacho.
Nació en Guaja, La Rioja el 2 de octubre de 1798 en un caserío a la vera de la ruta provincial 29. Era de mediana estatura, tez blanca, ojos azules y pelo rubio, de bisabuelo aragonés y de una antigua familia riojana.
Bueno, tranquilo y leal, en 1822 se había casado con Victoria Romero, una chica de una familia de buen pasar de Tama. Tuvieron una hija, Anita y adoptaron a un varón, Indalecio, huérfano de un familiar.
Cuando en 1835 asesinaron a Facundo, quedó como segundo de Tomás Brizuela y fue nombrado comandante de milicias. En La Rioja había malestar hacia Juan Manuel de Rosas: sospechaban que había tenido que ver con la muerte de Quiroga y estaban cansados de su política centralista, lo que llevó en 1840 a pronunciarse contra el Restaurador. Se hizo unitario para defender a su provincia.
Encaró una guerra de guerrillas en su provincia, ocupada por el fraile Aldao. Muertos Brizuela y Lavalle, luego de la derrota en Rodeo del Medio, tuvo que exiliarse en Chile. Volvió en abril de 1842 y continuó la guerra en el norte pero fue derrotado en El Manantial. En esa batalla, cuando un grupo de enemigos lo tenía acorralado, su esposa, a la que apodaban “la Chacha” y que cabalgaba junto a él, reunió a un grupo de soldados y lo salvó. La mujer recibió un sablazo, cayó del caballo pero fue rescatada. Esa herida le dejó una cicatriz que iba de la frente a la boca, que ella disimulaba con un manto.
Pasaron un par de años en el exilio hasta que a mediados de 1845 volvió al país y se quedó en San Juan, viviendo de prestado. El gobernador Nazario Benavídez lo dejó tranquilo y en cierto modo lo protegió, ya que Rosas reclamaba su detención. Volvió a Guaja, su pueblo natal.
Luego de Caseros, mantuvo excelentes relaciones con Justo José de Urquiza, quien lo ascendió a general. Era jefe de los guardias nacionales en su provincia y gracias a su fama se había ganado el respeto de todos y la devoción de muchos. Era el “padrecito de los pobres”.
Cuando Urquiza fue derrotado en Pavón en 1861, se retiró a su provincia y se declaró prescindente, las fuerzas porteñas se lanzaron al interior a disciplinar a este riojano díscolo. Estaba solo y de buenas a primeras se transformó en el principal foco de resistencia en el interior, decidido a no someterse a Buenos Aires.
En 1862 Domingo Faustino Sarmiento fue designado gobernador de San Juan, a quien conocía cuando el sanjuanino lo había recibido en el exilio chileno. Peñaloza cabalgó hacia el noroeste, acudió al pedido de ayuda de Catamarca, siguió después a Tucumán. El presidente Bartolomé Mitre designó a Marcos Paz mediador en un conflicto que igual terminó en guerra. En la batalla de Río Colorado, si bien en un momento arrolló a la caballería enemiga, debió retirarse por el elevado número del ejército enemigo.
Todos lo buscaban, era al que derrotaban en el campo de batalla pero que no podían vencer. Nadie revelaba su paradero y hasta algunos murieron en la tortura sin delatarlo. A los prisioneros se los ejecutaba y se incendiaban las casas de los montoneros.
“Yo lo vide con mis propios ojos. Las gentes del pueblo lo querían mucho, y los dones y dotores lo respetaban”(sic), recordó Sixto Santillán, un muchacho que por 1860 trabajaba de zapatero en Tucumán y el hombre le había encargado un par de botas. Al irse, le regaló una onza de oro y le dijo que cuidase y respetase a su madre.
Cuando volvió a La Rioja, fue derrotado en la Aguadita de los Valdeses. Le mandaron un cura a mediar y lo tentaron con una pensión, que rechazó. Sin embargo, dijo que se iría de La Rioja, si era necesario, aunque puso como condiciones la restitución del gobernador y que nunca lo obligasen a pelear contra su amigo Urquiza.
Las negociaciones cayeron en un punto muerto. Cuando fue vencido en las Salinas de Moreno, las fuerzas del gobierno mataron a 18 hombres de Peñaloza, a los que había tomado prisioneros. Al firmar el armisticio de La Banderita, el 30 de mayo de 1862, que contemplaba el intercambio de prisioneros, Peñaloza dijo: “Acá están los que yo he tomado; ellos dirán si los he tratado bien”. No podía creer que el enemigo había matado los suyos. “Después dicen que yo soy el bandido y el salteador…” Se firmó la pacificación, las fuerzas nacionales se retiraron y Chacho incautó las armas de sus hombres.
Pero paulatinamente fueron creciendo las críticas en su contra, fogoneadas, en gran medida por el gobernador sanjuanino Sarmiento. Encontró la excusa cuando un grupo de riojanos que lo seguían, robaron en San Juan, Sarmiento exigió su entrega y Chacho se negó. El presidente Mitre, presionado en Buenos Aires para terminar con el caudillo, encargó a Sarmiento una guerra “de policía”.
El Chacho no se quedó quieto. El coronel Sandes lo derrotó en Loma Blanca, pudo escapar y sorpresivamente, andando por esos caminos de la sierra que pocos conocían, llegó a Córdoba y tomó la ciudad. Estuvo dos semanas y le escribió a Urquiza ofreciéndole ponerse al frente de la insurrección. Mientras tanto el gobierno envió a 4000 hombres que arrollaron a los montoneros en Las Playas, fusilando a los prisioneros. Peñaloza escapó a su provincia y desapareció por las sierras por donde había llegado.
“Huye sin perder los estribos”, decían. Reapareció enviando mensajes al ejército nacional, ofreciendo deponer las armas.
Luego de que sus fuerzas fueran dispersadas por las del mayor Pablo Irrazábal, se alojó en la casa de su amigo Felipe Oros, en Olta, situada en la naciente de las Sierras de los Llanos.
El 11 de noviembre por la noche el capitán Ricardo Vera, un riojano pariente del Chacho, supo dónde estaba. Una mujer corrió a avisarle que una partida del ejército nacional venía a capturarlo. No le creyó.
El 12 de noviembre de 1863 era jueves y llovía. El caudillo estaba tomando mate bajo el alero de un galpón. Al ver llegar a Vera, que le ordenaba rendirse, el Chacho respondió:
–Estoy rendido -y le alcanzó su daga, que tenía grabada la frase: “El que desgraciado nace entre los remedios muere”-. No tengo más armas.
Luego de haber sido derrotado en Caucete, se sentía viejo y cansado. Enviaron un chasque a informar a Irrazábal -que tenía el mandato de Sarmiento de perseguir a las fuerzas del líder riojano- y quedó en custodia de dos centinelas.
–¿Quién es el bandido del Chacho? -preguntó, agitado, Irrazábal cuando llegó a todo galope a las 9 de la mañana acompañado por cinco soldados.
-No soy ningún bandido, soy el general Peñaloza -respondió.
Ordenó que dos soldados lo amarrasen por la espalda y le hundió una lanza en el pecho. Peñaloza se desplomó sin un quejido. En medio de los alaridos de su esposa, ya moribundo lo ataron a un horcón de algarrobo y los soldados lo remataron a disparos de fusil. Luego le cortaron la cabeza y la colocaron en una pica en la plaza del pueblo de Olta.
El gobierno condenó la ejecución. Sostuvo que su vida, pasado el combate y hecho prisionero, solo correspondía a la justicia y a las autoridades. Sin embargo, no se procesó al mayor Irrazábal. De acuerdo a algunos historiadores se lo obligó a pedir la baja y a abandonar el país; otros, lo dan revistando en el ejército en el interior. Irrazábal recibió una carta del propio presidente Mitre, reprochándole que con su conducta había manchado al Ejército.
El capitán Vera fue abrazado efusivamente por Sarmiento cuando viajó a San Juan a contarle personalmente el fin del Chacho. De todas formas, este asesinato provocó un desgaste en su gestión y Sarmiento renunció en 1864.
Días después de su ejecución, dos ancianas rescataron la cabeza y la enterraron al costado de la capilla.
Su esposa terminó en la cárcel y salía engrillada, junto a los demás presos, a barrer la plaza del pueblo. En vano reclamó los bienes que le habían incautado y le pidió ayuda a Urquiza, sin obtener respuesta. Murió en 1889, añorando los viejos tiempos de las montoneras en defensa del federalismo.
Fuente: Infobae
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 13/11/2023