Por Alexandra Kohan –
En una época vertiginosa en la que no hay lugar para demorarse, para detenerse, para retrasarse, no pensar rápido ni actuar acelerado puede ser una virtud. El análisis: ese lugar reposado.
I. Lo que Roland Barthes dijo alguna vez es que si tuviera que crear un Dios, lo dotaría de una comprensión lenta, “una especie de gota a gota del problema. Las personas que comprenden rápido me dan miedo”. Y es que comprender ciertas cosas a veces lleva tiempo, y no me refiero solo al tiempo cronológico, sino a la discontinuidad de lo subjetivo. Más que mucho o poco tiempo, se trata de lentitud, una especie de ritmo desacelerado. Lo contrario de esa estigmatización que dice que alguien es medio “lento”. Hoy, que la cosa se puso vertiginosa y efímera, acelerada y superficial, maquinal y eufórica, que sugiere que alguien tiene que tener opinión sobre todo y entender todo rápido y contestar y saber, la lentitud es, sin dudas, un lugar muy apacible y, para mí, deseable. Me gusta la lentitud de la que estoy hablando porque la imagino, no como un déficit, no como un retardo sino, más bien, como una suspensión. Suspender el asedio del mundo y suspenderse para pensar, suspenderse en el pensamiento y también en la ensoñación, en la imaginación. No para irse del mundo, sino para hacerlo vivible.
II. Como si al imperativo productivista, obstinado y necio de “no hay tiempo que perder” le opusiéramos el dicho mexicano “hay más tiempo que vida”, y también “hay tiempo, por eso se va a perder” o el que acuñó alguien que conozco: “la vida es corta, pero el día es largo”. Hoy el tiempo viene siendo un bien escaso. Se escucha “no tengo tiempo” desde las agendas atiborradas, desde las múltiples tareas que realizamos día a día. Se trata de la precariedad –laboral y subjetiva– de estos tiempos. Sí, pero ahora me estoy refiriendo a otra cosa. A esa gestualidad tan generalizada del “estar a full”. No digo que no estemos todos con poco tiempo, digo que además se actúa, se dice, se manifiesta, se hace ver. Como si nadie estuviera dispuesto a hacer cosas, incluso y sobre todo en su tiempo de ocio, sin tiempo, sin agenda, sin la persecución del reloj porque “no hay tiempo que perder”. Como si nadie pudiera mostrarse con tiempo, sin apuro. Como si el sujeto de estos tiempos fuera el sujeto apurado, acelerado, precipitado. Y es que uno de los signos de esta época, o al menos lo que se hace ver constantemente, es la dificultad de perder algo, de perderse de algo, de perderse del mundo un rato.
III. Nos hemos vuelto sujetos compulsivos, atragantados, tropezados. Somos la boca que lo devora todo pero, sobre todo, somos los devorados. El mundo se ha tornado ansiógeno. Por eso nos dicen, en la primera línea de un texto, el tiempo de lectura que nos va a llevar. Suponiendo, claro, que todos leemos a igual velocidad. Tiempo de lectura: “quédese tranquilo, sólo perderá 5 minutos”. Por eso las plataformas ofrecen ver una película o una serie a más velocidad, por eso la mayoría de las personas escuchan los audios de whatsapp en velocidad acelerada. Y no se trata solamente de si alguien tiene o no tiene tiempo, sino de un modo de alienación en el desenfreno. Cada vez son menos las personas que pueden mantener la concentración en algo en un tiempo relativamente corto –de hecho hay un meme que dice “mucho texto”, que supuestamente es una crítica al que se expresa largamente, pero yo creo que es una evidencia de que casi nadie está dispuesto a leer algo considerado extenso–. La vida se ha vuelto fragmentada y fragmentaria. ¿Para qué leer una nota entera, o ver una entrevista entera, si existen los reels, los “videítos” que nos llevan menos tiempo y nos dan la ilusión de que estamos informados o de que ya sabemos? ¿Para qué detenerse, demorarse un rato, si podemos consumirlo todo, darnos atracones? ¿Quién dijo que no podemos empacharnos de imágenes y de sobreabundancia de información? ¿Por qué nos privaríamos del consumo voraz y tanático que tanta satisfacción inmediata –y vacua– nos brinda?
IV. Me gusta ir al cine por varios motivos. Pero noto que últimamente voy al cine para procurarme un espacio apartado, encapsulado, que me posibilite estar un rato aislada de la realidad. La lectura también puede ofrecer eso, claro, pero no está exenta de interrupciones. En el cine uno por fin se desentiende de todo y también esto: uno no está disponible para el mundo, nadie puede ubicarnos –al igual que un viaje de avión–. Tiendo a pasmarse al advertir que hay muchas personas que consultan el celular en el cine, en medio de la película. Me exaspera, además, que no adviertan que su lucecita nos invade demasiado a los demás. Antes las personas prendían el celular al salir del cine, del mismo modo en que, antes aún, prendían un cigarrillo. Ahora ni esa espera aguantan. Están arrasados por la demanda loca de esta época.
V. Este elogio de la lentitud no se refiere a la lentitud del tránsito ni al tránsito lento, ni a la lentitud de un proceso judicial, ni a la lentitud de un trámite, ni a la lentitud que se hace insoportable cuando estamos esperando lo que sea que estemos esperando. Tampoco me refiero a esa novedad un poco snob de la slow food como reacción en espejo a la fast food. Menos que menos me refiero a ese gesto horrible de decirle a alguien “tranqui” e imponerle los tiempos lentos del que se toma la vida con soda. Tampoco estoy en contra de la tecnología o de internet. No. Lo que estoy tratando de elogiar es la lentitud como lugar, como modo de hacerle lugar a otra cosa –uno de los nombres del deseo– en medio del frenesí.
VII. A veces, cuando miro alguna propaganda muy vieja o una película de otros tiempos, me agarra nostalgia. No del tiempo pasado, sino de cómo transcurría ese tiempo. Tengo la sensación de que transcurría un poco más lento.
VIII. Viajar más rápido, vivir más rápido. Me acordé del chiste que cuenta Freud: un mercader de caballos recomienda un corcel a un cliente y le dice “si usted agarra este caballo y lo monta a las 4 de la mañana, para las 6 y media está en Presburgo”. El cliente dice “¿Y qué hago yo en Presburgo a las 6 y media de la mañana?”. O ese chiste en el que se inventa un futuro cuando ya no lo hay: un condenado a muerte va camino al cadalso un lunes y exclama “linda manera de empezar la semana”.
IX. Me gusta pensar un análisis como un lugar atravesado por la lentitud de ese pensar artesanal del que habla Soares. Hay algo de atemporal, en el sentido en el que se suspende la vida regida por el reloj (aunque lamentablemente haya un horario para asistir a sesión porque hoy en día se hace difícil no pautar eso. Salvo los que imitan a Lacan y gustan de tener la sala de espera llena), incluso me gusta pensar el psicoanálisis como una práctica anacrónica.
X. En el análisis el tiempo se suspende. En el análisis se instaura, como dice José Luis Juresa, “un tiempo y un espacio que superan la urgencia que –a todas luces– no es del sujeto, sino del individuo que se desespera y angustia, al no encontrar un modo de estar a la altura”. Un análisis le hace lugar al vértigo, sí. Pero al que provoca la extrañeza del cuerpo, al vértigo del cuerpo extrañado. Un análisis es ese espacio que funciona como un paréntesis en medio de una ciudad estridente en la que no hay lugar para demorarse, para detenerse, para retrasarse. El análisis: ese lugar reposado.
XI. Temas lentos se llama un libro de ensayos de Alan Pauls –editado por UDP–. En la contratapa leemos: “Los textos de Temas lentos responden a la actualidad, pero no la respetan ni obedecen. Lo que pretenden es más ambicioso y también más pérfido: ralentarla, poner en evidencia lo que ella misma no ve o desdeña, fascinada por su propio vértigo”. No sé si el título es elección de Leila Guerriero, que es la que edita el libro, o del autor. No importa. Me parece un hallazgo. Porque la lectura está hecha también de esa lentitud, de ese suspender la premura y el atolondramiento, de la posibilidad de sosegar la persecución del apuro.
XII, Para mí leer es sinónimo de lentitud. O como dice Juan José Becerra: “La experiencia de leer no es otra cosa que la experiencia de esperar”. Por eso nunca considero elogioso que alguien haya leído un libro de un tirón, o de una sentada. Parafraseando a René Lavand podría decir que “no se puede hacer más rápido”. Y por leer me refiero a leer no sólo un texto. Porque se puede leer cualquier cosa: un acontecimiento político, una serie, una película, una ciudad, un discurso, etc. Me gusta mucho esto que dijo Ricardo Piglia (bastante antes de este presente atiborrado de imágenes): “Cada vez que escucho esa frase tan antipática de que ‘una imagen vale más que mil palabras’, quiero discutirla. Yo creo que lo que sucede es que la imagen es instantánea y para leer mil palabras se necesita un tiempo. Esa es la definición. No es que vale más sino que el tiempo necesario para leer mil palabras es distinto. La imagen es inmediata mientras que la posibilidad de descifrar un texto supone siempre una relación con el tiempo muy personal”.
XIII. Cada vez que escucho a alguien desalentado por la cantidad de páginas de un libro largo le pregunto “¿qué apuro tenés?”. Eso desactiva rápidamente la cosa. Me río.
XIV. Los dejo con Bajan, una de mis canciones preferidas de Luis Alberto Spinetta, que empieza así: “Tengo tiempo para saber/ Si lo que sueño concluye en algo/ No te apures ya más loco/ Porque es entonces cuando las horas/ Bajan, el día es vidrio sin sol/ Bajan, la noche te oculta la voz/ Y además vos querés sol/ Despacio también podés hallar la luna”.
(fuente: https://cenital.com/)
Colaboración de Cecilia Negri