Se cumplen un nuevo aniversario del levantamiento carapintada. La figura de Alfonsín y la defensa de derechos.
Fueron cuatro días de máxima tensión en un país que afianzaba a paso lento su sistema democrático. Un jueves 16 de abril de 1987 un grupo de militares rebeldes encabezó un alzamiento contra el gobierno de Raúl Alfonsín, el primer presidente consagrado en las urnas en 1983 después de la dictadura cívico-militar. El levantamiento carapintada en Campo de Mayo, liderado por Aldo Rico, ocurrido 30 años atrás, es un hecho de la historia más reciente de la República Argentina que nos sigue interpelando como sociedad en cuanto al valor real que se le asigna a las instituciones democráticas, desde la perspectiva de los partidos políticos, las organizaciones sindicales y sociales y, claro, del ciudadano en toda su dimensión. De la famosa frase de Alfonsín en el balcón de Casa Rosada diciendo: «Felices Pascuas. La casa está en orden», dando por terminado el alzamiento militar, a la permanente amenaza castrense para detener el avance de los juicios por lesa humanidad contra los integrantes las Fuerzas Armadas, parecen quedar enfrentados claramente dos modelos de país. A la distancia, aquella Semana Santa recobra vigencia más que nada por el interés mediático que por un serio abordaje de la importancia que tuvo la movilización popular en defensa del Estado de derecho y de la legitimidad de las leyes sancionadas a partir de la presión corporativa y el ejercicio de la fuerza.
Actores sociales y políticos de nuestra provincia, que tuvieron protagonismo en aquellos sucesos, narraron en primera persona su vivencia, haciendo un necesario paralelismo con el momento institucional actual. El exdiputado nacional por la UCR, Rodolfo Parente, recordó que estando en el Congreso recibía información sobre los movimientos militares que se producían en la Escuela de Infantería de Campo de Mayo. «Participamos en la Casa de Gobierno de varias reuniones para ver cómo se podía conjurar el levantamiento, al cual prácticamente le asignábamos las características de un Golpe de Estado. Había versiones que indicaban que varios regimientos estaban convergiendo hacia Campo de Mayo para reprimir el alzamiento, nos trasladamos hacia ese lugar con el diputado José Canata y Alfredo Bravo, dirigente socialista lamentablemente fallecido. Había una impresionante movilización popular que presionaba para que los carapintadas depusieran su actitud», contextualizó el dirigente radical de Diamante.
La forma de comunicación era con tecnología incipiente, y así los legisladores se enteraron que Alfonsín estaba a bordo de un helicóptero viajando hacia Campo de Mayo. «Aguardamos con mucha ansiedad ese desenlace, cuando llegó golpeándose la pierna con la fusta el general (Ernesto) Alais que supuestamente tenía que reprimir el alzamiento. Tiene que haber sido el viaje entre Buenos y Rosario más largo de la historia, porque había salido en la madrugada del sábado y llegó a Campo de Mayo a las 18», apuntó.
Parente presenció el histórico discurso de Alfonsín en una Plaza colmada, y en ese marco dejó una sentencia para reflexionar: «Creo que estuvimos a minutos de haberse producido un desenlace sangriento, que afortunadamente no se produjo por la iniciativa de Alfonsín de presentarse en el lugar». Si bien el Presidente trató de restarle trascendencia a esa ingeniería militar, en la visión de Parente en realidad lo que sucedía era más grave. «Él no podía asignarle a ese levantamiento mayor valor; la pauta está dada en función de lo que vino después: a ese levantamiento le sucedieron otros como el de Monte Caseros. Había una ofensiva de sectores del Ejército tendientes a impedir que los juzgamientos de los responsables de la dictadura militar y fundamentalmente de la represión se llevaran a cabo», remarcó.
Para el abogado, que el intento desestabilizador no haya prosperado se debió a la inmensa movilización popular en todo el país y a la solidaridad de las fuerzas políticas, en especial del naciente Peronismo Renovador. «Enfrentar la represión era realmente complicado porque el Ejército estaba entero, los militares tenían poder y la dictadura estaba muy reciente», sostuvo en diálogo con UNO.
«Era previsible»
Eduardo Chancha Ayala transitaba en los 80 su etapa más activa como militante de la Juventud Peronista: ocupaba la presidencia de la Federación Universitaria de Entre Ríos (Fuer) y tenía un mano a mano frecuente con los actores políticos de la época, tanto que era consciente del inminente accionar del grupo comandado por Rico. Había estado seis años encarcelado por el gobierno de facto. «No nos tomó por sorpresa, era algo previsible», reconoció. Opinó que en ese momento político «el poderío militar golpista era mucho más visible que el que tuvo en la posteridad. Todavía estaban intactas muchas estructuras militares. Se da un alzamiento para condicionar los avances en el derecho que impulsó el primer gobierno democrático después de la dictadura. Esa postura era que ni se les ocurriera juzgar a los militares». Citó el caso de el entonces mayor Ernesto El Nabo Barreiro, juzgado por crímenes de lesa humanidad, y de su «amigo» Aldo Rico, quien comandaba las tropas rebeldes al sistema democrático. «Como resultado de su alzamiento, la democracia salió a defender sus derechos, pero consiguieron algunas cosas, incluso hubo otros alzamientos. Todas esas cuestiones estaban en una lucha de los derechos contra el poder que no quería de ninguna manera que le vinieran a pedir cuentas de sus acciones», argumentó.
Ayala sostuvo que en esta puja de poder este grupo de militares consiguió imponer sus condiciones, logrando la Ley de Obediencia Debida y el freno a los juicios por crímenes de lesa humanidad. «La democracia hizo lo que pudo», justificó. En respuesta a aquella avanzada de una porción de militares que públicamente aparecía como el más belicoso, el movimiento estudiantil en la provincia se organizó realizando asambleas en la Facultad de Ciencias Económicas, en consonancia con el Foro por la Democracia que se había convocado en la Municipalidad de Paraná. «Se discutían las metodologías de lo que había que hacer. Recuerdo con gran placer que el argumento que me tocó llevar adelante ante los representantes estudiantiles no era instalarse a defender la universidad, sino que no podíamos quedarnos a defender una parte insignificante de la historia argentina, cuando el pueblo estaba convocándose en las plazas. La Universidad no debía estar junto al pueblo, sino en el pueblo. Fuimos a la Plaza 1º de Mayo. Fue el primer Nunca Más que hubo en la historia argentina», reivindicó.
Aquella movilización reunió no solo al aparato político sino también a las fuerzas vivas de la comunidad. Entre los dirigentes que levantaron esas banderas nombró a los hermanos Miguel y Emilio Ruberto, Diego Fernández, el actual gobernador de la provincia, Gustavo Bordet y el diputado Pedro Báez.
«Los regimientos de la provincia marcharon hacia La Paz, en dirección a la localidad de Monte Caseros en Corrientes, plegándose al movimiento rebelde. No hubo enfrentamiento pero tomaron lugares estratégicos. No era importante eso, sino la respuesta popular que habla del hermoso pueblo que tenemos en nuestro país; cuando tiene que salir a defender sus derechos lo hace sin nada, sin piedras, sin palos», sintetizó.
Busti y el llamado a Cafiero
Jorge Pedro Busti era candidato a gobernador por el peronismo renovador en ese convulsionado abril de 1987. Había ganado las internas con una alta participación de afiliados, pero no le era ajeno el intento militar de desestabilizar el despertar democrático. «Llevábamos cuatro años de democracia y Alfonsín no había tenido la crisis de la hiperinflación, por lo tanto se lo valorizaba mucho más que ahora. La gente se acostumbró a votar, a tener libertad y quería otros derechos. Y la democracia no se los había dado. Era un problema de todas las democracias en general», expresó.
Enterado del levantamiento, el tres veces mandatario provincial consultó entre sus allegados si era necesario viajar a Buenos Aires. «El único que lo acompañó a Campo de Mayo fue (Antonio) Cafiero que se quedó en el exterior del predio. Era muy homogéneo el respaldo a Alfonsín y a la democracia, en contra de la rebelión carapintada. Lo que vino después fue la Obediencia Debida y el Punto Final, lo que significó volver para atrás en muchas investigaciones que se estaban haciendo», indicó.
Su relación con Cafiero lo llevó a entablar una comunicación en plena negociación para destrabar el plan después fallido de los embetunados liderados por Rico. «Le pregunté: ‘Si querés agarro el auto y me voy para allá’, a lo que me respondió: ‘Esto es inminente. Al Presidente lo vamos a acompañar, si es necesario lo vamos a acompañar hasta Campo de Mayo, pero esto es grave y tenemos que cortarlo de cuajo ahora'»,
Sobre la continuidad del sistema de gobierno democrático y todas las implicancias que ello conlleva, el referente político planteó: «Se dan fenómenos políticos que no había en ese momento, aumentó la desigualdad económica, creció el narcotráfico que era prácticamente inexistente y hay un debilitamiento de la política en general. Tampoco es el fin de la política; los jóvenes como advierten algunos autores se expresan de otra manera, como los indignados en Europa, los movimientos de Derechos Humanos, entre otros».
Aldo Rico no se arrepintió nunca por sus actos
Aldo Rico, el exmilitar carapintada que lideró dos levantamientos contra el gobierno de Raúl Alfonsín, no se mostró arrepentido de sus actos contra la democracia en la Semana Santa de 1987, aunque elogió la figura del expresidente radical y criticó a los actuales integrantes de la clase política argentina.
Al cumplirse 30 años de la primera sublevación de una facción de las Fuerzas Armadas tras la recuperación de la democracia, Rico, quien luego fue elegido diputado nacional, convencional constituyente e intendente de San Miguel por la voluntad popular, sentenció: «No me arrepiento y si lo hiciera no sería públicamente».
En declaraciones a Radio El Mundo, el militar retirado también se refirió a la actuación de las Fuerzas Armadas durante la última dictadura al asegurar: «Si los soldados no hubiéramos derrotado a los subversivos, (Raúl) Alfonsín no hubiera sido presidente. En ese sentido estamos tranquilos porque derrotamos al enemigo».
«Alfonsín era un hombre de coraje, inteligente», consideró Rico, quien criticó a los dirigentes de la UCR actuales al señalar que «ahora los radicales están en el Gobierno pero no tienen a nadie que se le asemeje a Alfonsín».
En su crítica a los dirigentes políticos, el principal referente de la rebelión carapintada de 1987 manifestó: «Los radicales usan lo que decía Alfonsín cuando les conviene, igual que los peronistas con (Juan Domingo) Perón». Al analizar la situación actual del país, el exintendente de San Miguel sostuvo: «Estamos igual o peor que en esa época».
Los alzamientos que llegaron después
Los alzamientos carapintadas no acabaron en la Semana Santa de 1987, sino que se prolongaron hasta 1990, cuando una resuelta represión a los alzados terminó con la actividad de seis décadas del denominado «Partido Militar». Ocho meses después de rendirse en Campo de Mayo, Rico escapó del arresto domiciliario donde esperaba un juicio por rebeldía y se atrincheró en el regimiento de la localidad correntina el Monte Caseros, con el mismo programa de reivindicación militar.
La tercera intentona carapintada fue encabezada en diciembre de 1988 por Mohamed Alí Seineldín, un nacionalista católico de buena reputación militar por su actuación en la Guerra de Malvinas, que tomó el destacamento militar de Villa Martelli, hoy convertido en el predio de Tecnópolis. Miles de civiles rodearon el cuartel en la última de las cuatro jornada que duró el alzamiento, que concluyó con un baño de sangre con una decena de muertos por balas disparadas por la policía y desde el cuartel luego de la rendición.
El 3 de diciembre de 1990, ya con Menem en el poder, el mismo militar y sus seguidores tomaron el edificio Libertador hasta que un general artillero -y también veterano de Malvinas- recibió autorización presidencial para reprimirlos «con todos los medios». La derrota de los amotinados incluyó muertos, cañonazos y la humillación de ser exhibidos de rodillas y sin borceguíes, además de la posterior destitución y condena a prisión perpetua de su líder, amnistiado 12 años más tarde. La tarea fue cumplida por Martín Balza, quien con el grado de coronel y destino en Neuquén, había ofrecido refugio a Alfonsín en la Semana Santa de 1987.
Inédita movilización
El alzamiento carapintada de Semana Santa de 1987 fue derrotado por una eficaz combinación de movilización popular espontánea y convocatoria política amplia, según coinciden hoy diversos protagonistas de aquellas jornadas en que la democracia estaba en peligro. «Fue un punto de inflexión histórico porque por primera vez se convocó al pueblo de manera amplia bajo una consigna que era un parteaguas: democracia o dictadura», evoca Leopoldo Moreau, que en aquellos días integró el «comité de crisis», que funcionó en el corazón de la Casa de Gobierno, junto a la oficina del presidente Raúl Alfonsín.
Testigo de un hecho histórico: «Nos salvó de una masacre»
Víctor Bugge, jefe de Fotografía de la Casa Rosada, desde hace décadas acompaña a todos los presidentes. Ha vivido momentos históricos y conoce detalles íntimos del nivel más alto de la política como pocas personas en la Argentina. Pero pocas jornadas son tan inolvidables para él como aquella en la que acompañó al expresidente Raúl Alfonsín a dialogar con el líder de la rebelión militar “carapintada” contra la democracia, Aldo Rico, en 1987.
En entrevista con Ahora Vengo, Bugge contó los detalles de aquel momento. Lo hizo mientras recordaba a quien consideró como “un gran hombre, un gran presidente”.
«Aquel día, con el país paralizado, subimos al helicóptero y nos dirigimos a Campo de Mayo, en donde se encontraban los militares rebeldes», relató. «“Yo estuve allí y, de hecho, fui el único civil, por eso lo que cuento a mí nadie me lo contó: lo viví», advirtió el fotógrafo. «Es un recuerdo en el que se mezclan la emoción y el miedo de los momentos que vivimos», agregó.
El reportero destacó que Alfonsín solo, sin más apoyo que los militares leales, “ «salvó al país de una masacre y eso la gente no lo sabe y le reprocha lo que vino después, cuando volvimos a la Casa Rosada. Allí fue cuando salió al balcón y dijo aquella frase que tanto se le reprochó: “ ‘La casa está en orden. Felices Pascuas'». El fotógrafo, a través de su objetivo, capturó estos momentos históricos para la posteridad.
Recordó cómo fue el recorrido hasta Campo de Mayo. «Desde el helicóptero, vimos cómo gente de las más diferentes condiciones sociales, de La Cava, San Isidro, Los Piletones, estaba movilizada en defensa de la democracia», aseguró.
La Semana Santa de 1987 ¿obra maestra de la Inteligencia militar?
En 1987, Semana Santa cayó también en abril, pero desde el jueves 16 al domingo 19. Fue ese Domingo de Pascuas de hace 32 años, un Domingo de Pascuas, cuando el entonces presidente Raúl Alfonsín apareció por segunda vez en el balcón de la Casa Rosada y dio por terminado el primero de los alzamientos militares contra su gobierno. Venía de entrevistarse en Campo de Mayo con el jefe de la rebelión, Aldo Rico.
El mito posterior convirtió ese discurso en “Felices Pascuas”, frase que Alfonsín nunca dijo textualmente. Tras conceder que los carapintadas encabezados por Aldo Rico no habían querido dar un golpe de Estado, dijo que ellos “han provocado esta circunstancia que todos hemos vivido, de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto”.
Y terminó literalmente de esta manera: “Para evitar derramamientos de sangre di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Y hoy podemos dar todos gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y a celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”.
Era el 19 de abril. Luego, los hechos se sucedieron rápido. En junio el Congreso aprobó, a propuesta del Poder Ejecutivo, la Ley de Obediencia Debida, que exculpaba a los oficiales de rango medio y bajo. El artículo primero decía que no debían ser punibles por graves violaciones a los derechos humanos, sobre la base de la presunción “sin admitir prueba en contrario, quienes a la fecha de la comisión del hecho revistaban como oficiales jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas Armadas, seguridad, policial o penitenciaria”.
Y añadía: “En tales casos se considerará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad”.
El artículo segundo establecía que la ley no sería aplicable “respecto de los delitos de violación, sustracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil y apropiación extensiva de inmuebles”.
Después, la Procuración a cargo de Juan Octavio Gauna aceptó que la ley era aplicable a un grupo de oficiales que actuó bajo las órdenes del general Ramón Camps en la provincia de Buenos Aires y la Corte Suprema falló en el mismo sentido.
En 1987, los tres poderes del Estado sintonizaron a favor del principio de obediencia debida para cortar la continuidad de la mayoría de los juicios por crímenes de lesa humanidad. Alfonsín diría años después que con su iniciativa estaba convencido de que dotaría a una democracia fresca de la estabilidad que necesitaba. Sus críticos en los organismos de derechos humanos sostuvieron en 1987 que la Ley de Obediencia Debida no sólo era injusta e inconstitucional, sino también innecesaria e inconveniente para la propia estabilidad democrática.
Y, como suele suceder en la política, la necesidad de justificación lleva a monstruosidades discursivas que acaban convirtiéndose, por su enorme peso, en hechos. Conviene releer el voto de los ministros de la Corte Augusto Belluscio y José Severo Caballero, este último presidente del máximo tribunal. Un párrafo da por ciertos hechos que no prueba. Dice: “Se otorgó a los cuadros inferiores del Ejército una gran discrecionalidad para privar de libertad a quienes aparecieran como vinculados con actividades subversivas, disponiéndose que se los interrogara bajo tormentos y que se los sometiera a regímenes inhumanos de vida, mientras se los mantenía clandestinamente en cautiverio”. Y al hablar de un condenado en primera y segunda instancia, sostiene el texto de Caballero y Belluscio que “los elementos probatorios reunidos en la causa permiten sostener inequívocamente que recibió órdenes de los coprocesados Camps o Riccheri –según la fecha de cada suceso– en el carácter de jefes de Policía, quienes a su vez las recibían del comandante del Cuerpo I de Ejército, bajo cuya subordinación estaba la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En tal sentido, la sentencia le reprocha haber transmitido las órdenes a personal bajo su dependencia en su calidad de director general de Investigaciones. Empero, … el nombrado no pasó de ser un mero ejecutor de órdenes que se impartían desde las más altas esferas del poder militar, sin que estuviera a su alcance decisión de fondo alguna para impedirlas”. Por eso, “la situación del justiciable en modo alguno puede ser equiparada a la de los militares que tuvieron la máxima jerarquía dentro de la institución policial –Camps y Riccheri– por lo que, a pesar de su alto grado, cabe incluirlo en la condición objetiva de no punibilidad”.
El justiciable era nada menos que el comisario Miguel Etchecolatz, la pieza clave en la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En 2006 sería condenado a reclusión perpetua por el tribunal número uno de La Plata integrado por los jueces Carlos Rozanski, Horacio Insaurralde y Norberto Lorenzo. Fue el segundo fallo luego de la declaración de inconstitucionalidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. El primero había rematado en la condena del asesino conocido como El Turco Julián.
Desde 2003 la sintonía de los tres poderes ya era otra. El Judicial, el Legislativo y el Ejecutivo participaron en la anulación y la declaración de inconstitucionalidad de la Obediencia Debida y también de una ley anterior, la de Punto Final, que había sido votada a fines de 1986. Más tarde quedaría revisado también el indulto de Carlos Menem, que había dejado libres a las cúpulas militares condenadas en 1985 por parte de la Justicia civil en un juicio impulsado por el mismo Alfonsín que por entonces no tenía precedentes en el mundo.
En rigor, la Ley de Obediencia Debida no hizo más que poner en cauce la idea de Alfonsín sobre los límites al juzgamiento de los oficiales involucrados en la masacre de la dictadura. Tanto en la campaña electoral como luego de su asunción, Alfonsín había descartado el juzgamiento masivo de los sospechosos, un tema que ni siquiera estaba planteado de manera cercana por su competidor, el justicialista Italo Lúder. Lúder no sólo no pedía juzgar a todos, sino que reconocía la autoamnistía militar del último presidente de facto, Reinaldo Benito Antonio Bignone.
Sin embargo, en términos de puja de poder y más allá de las promesas y las frases, pareció quedar en claro para la población que la Ley de Obediencia Debida fue arrancada por una porción del Partido Militar, o al menos por la porción que públicamente aparecía como más belicosa. Arrancada a un gobierno constitucional que, de ese modo, pareció perder legitimidad en lugar de ganarla. Lo anterior, naturalmente, es una simple conjetura que debe ser sometida a una investigación histórica más seria capaz de relacionar y asociar el alzamiento de Semana Santa y sus efectos con otros hechos como la crisis de la deuda externa, el conflicto en América Central por acción de los contras antisandinistas como uno de los últimos hechos de la Guerra Fría y la propia debilidad de una democracia aún en construcción.
Como paradoja, junto al retroceso institucional de haber cedido a exigencias de una parte remanente del Partido Militar luego de haber juzgado a los comandantes y desmontado las hipótesis de conflicto con Chile y Brasil hubo, a la vez, un avance destinado a perdurar: el apoyo de dirigentes peronistas al régimen constitucional amenazado consolidó la opción del justicialismo renovador que arrasaría en las elecciones parlamentarias y para gobernadores de 1987. Sus dirigentes ya habían respaldado, por ejemplo, el Juicio a las Juntas.
Alfonsín murió convencido de que había hecho lo correcto en dos campos: el de la relación de fuerzas y el del esfuerzo por evitar muertos. Lo dijo varias veces en público. Y, cuando comenzó a discutirse la nulidad en el Congreso y el ex presidente se enteró de que el presidente Néstor Kirchner la impulsaba, le hizo saber que desautorizaba a quienes usaran la decisión de 1986 para censurar la nulidad. Los más papistas que el Papa reivindicaban la obediencia debida como un logro. Alfonsín replicaba que a su juicio era algo que había creído sensato decidir pero que las circunstancias históricas habían cambiado. “Ni siquiera opino, así no molesto”, decía por ese entonces. “Que el presidente Kirchner haga libremente lo que le dicte su conciencia.”
En otra paradoja, el autor de los indultos, Carlos Menem, fue quien sí dio luz verde a su jefe de Estado Mayor del Ejército, Martín Balza, para terminar con el último alzamiento militar en 1991 utilizando todos los medios necesarios. Balza, que cuando era coronel y tenía destino en Neuquén había ofrecido refugio a Alfonsín en el sur durante la Semana Santa de 1987, ejecutó la orden a los cañonazos, con muertos y con la humillación –filmada, además– de hacer arrodillar descalzos y desarmados a los oficiales que habían tomado el Edificio Libertador y luego tuvieron que rendirse.
Libre ya, en estos últimos años, la vía judicial para procesar y condenar a los sospechosos de haber cometido crímenes de lesa humanidad, ese fin de semana de abril de 1987 no sólo encierra misterios que nadie puede develar, porque no hay una sola verdad histórica. También abriga algunos enigmas que cruzan muchas décadas de la Argentina. Uno, sobre todo: el papel de la inteligencia militar dentro de las Fuerzas Armadas tanto en el diseño de la represión como en el despliegue ejecutor y, más tarde, en la cobertura de los responsables.
Luis Alen, el subsecretario de Protección de Derechos Humanos, contó ayer que Eduardo Luis Duhalde murió el jueves dejando sin terminar algunos libros. Uno sobre el Batallón 601 del Ejército.
Félix Crous es fiscal en la unidad de seguimiento de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura. Cuando se le pregunta qué falta desentrañar en los juicios actuales, no lo duda. Dice que la Justicia sabe relativamente poco de la estructura de inteligencia militar que constituía el corazón del Estado terrorista. Sostiene que le faltan nombres y que entre esos nombres hay militares y civiles que protagonizaron la aplicación de tormentos, el procesamiento de los datos obtenidos y la confección de legajos en colaboración entre las distintas fuerzas.
El oficial que inició la sublevación de Semana Santa fue el entonces mayor Ernesto “El Nabo” Barreiro, sobre quien recaían sospechas fundadas por decenas de asesinatos. Durante la dictadura era uno de jefes de la inteligencia en el campo de concentración de La Perla, en Córdoba, uno de los tres centros clandestinos más grandes de la Argentina. Los otros dos eran los de Campo de Mayo y la Escuela de Mecánica de la Armada.
Nacionalista y antisemita, se refería a sí mismo con una denominación que quizá no sea sólo un signo de vanidad. Decía Barreiro que él era parte de la “elite de los inteligentes”.
No estaría de más investigarla a fondo. Tal vez aquella Semana Santa de hace 32 años haya sido una de las obras más consumadas de la Inteligencia militar.
(fuentes: https://www.unoentrerios.com.ar por Marcelo Comas y https://www.pagina12.com.ar por Por Martín Granovsky)
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 19/4/2019