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8 de marzo: día de la mujer trabajadora, de la servidumbre al proletariado

Por Jorge Abelardo Ramos

Había llegado de La Banda, o de San José de la Dormida o de Goya o Reconquista, de Aimogasta o quizá de Pomán. Había cebado mate a los paisanos pelambrudos alzados contra Buenos Aires en el Arroyo de la China, con las fuerzas artiguistas. Derramó lágrimas e hijos a lo largo de la infortunada patria la infatigable soldadera, después de aquella revolución con el sol inca y los oficiales blancos.
Padeció la cautividad con Catriel o Pincén, acompañó como cocinera a los involuntarios soldados del Paraguay, madre con muchos padres, obligada sombra en las Campañas del Desierto, protagonista anónima de los entreveros en la guerra civil (y nunca entraba en las listas), arrastrada a los burdeles de Palermo, traída y llevada por el zig-zag del destino, tejedora en Catamarca, industriosa obrera en Tucumán, excluida de las sabias estadísticas por sus «uniones irregulares».

Era la sustancia misma de la tierra dolorosa. Finalmente, cuando parecía que toda turbulencia se había aquietado en esa cosa extraña llamada Argentina, había quedado olvidada en las provincias. Pero estas habían sido reducidas a la pobreza y no podían sostenerla. De ahí había venido vestida de negro riguroso (pues su madre le había entregado el único vestido decente de la familia, el lujo de todas, ya que siempre había algún muerto y no podía faltar el negro).
Calzaba alpargatas al llegar a la Capital y en su mano apretaba un monedero de hule. Su cara estaba lavada con jabón amarillo y las crenchas peinadas hacia abajo, marcando el pómulo reminiscente.
Enseguida se conchababa «con cama adentro». Y el patrón dominaba su vida por completo.

Fregaba, cocinaba, lavaba los platos, cosía, lavaba y planchaba, colocaba y descolocaba las cortinas, limpiaba los caireles uno por uno, mientras el hijo varón de la patrona la miraba golosamente desde abajo. Si no le hacían un hijo (que, en ese caso, era enviado enseguida a su pueblo para que lo criara la madre) al llegar el domingo, después del mediodía, la patrona –esegran ojo que la miraba sin cesar– le decía: «Andate a dar una vuelta y volvé antes de las ocho para hacer la cena».

Tomaba el tranvía y llegaba a Plaza Italia, frente a los leones y bajo el sol. Allí apretaba la mano áspera de un conscripto de los cuarteles, sentada en un banco.

Ambos soñaban con la provincia, las cabras, el cielo, los amigos y la música lejana. Pero llegó la guerra y con ella el desarrollo de la industria. Las fábricas se erigían por todas partes. Nuevas industrias reclamaban mano de obra, en particular de mujeres. Ella oyó hablar vagamente del tema.

Finalmente, una compañera de plaza la invitó a entrar a su fábrica.

Así, la sirvienta se transformó en obrera. Cambió servidumbre personal por la explotación impersonal del capitalista.
Esto se dice fácil, pero era menester vivirlo. ¡Y los marxistas! ¡Qué decepción!
Pues resultaba que pasar de la servidumbre y humillación personal a la «explotación capitalista», constituía para ella un salto a la libertad.

Era una doble emancipación. La primera, era sacarse de encima a la patroncita –oligarca, mujer de médico, esposa de un bancario o empleado público, cónyuge de un comerciante, si la sirvienta era lo más barato que había en la Argentina–. Y, en segundo lugar, ganar más dinero con menos tiempo de trabajo.

De este modo, ella vendía 8 horas a la fábrica.

Después era completamente libre para apoderarse de aquella hermosa ciudad hostil.

La primera quincena envió un giro a su madre. La segunda, adquirió un par de zapatos con tacos y su cuerpo cambió. A la siguiente, compró en las cadenas de tiendas Etam un delicado vestido arrancado de un modelo de Vogue, con tela de imitación francesa, fabricada por la nueva burguesía judía de Villa Lynch, que dejaba de ser importadora para transformarse en productora.

Una maravillosa, indescriptible transformación se operaba en la ex sirvienta.

Con dos o tres quincenas más se compró una cartera, artilugios de maquillaje, alguna biyutería.

Entonces asestó un toque final a la transformación milagrosa. En todos los barrios habían aparecido «salones de bellezas».

Nuevas «cosmetólogas» brotadas de la nada la atendieron durante unas horas, le dieron consejos y la lanzaron a la calle transformada en platinada.

Aquella muchacha aindiada era hermosa, tenía rulos, tacos altos (había cambiado de estatura) y nadie hubiera imaginado jamás que al pasear por Santa Fe, Callao o Corrientes, la ex sirvienta era menos bella que las chicas de la clase media o la oligarquía.

Al mismo tiempo, entraba en crisis la oferta del servicio doméstico. Aparecía el Estatuto del Servicio Doméstico, con derecho a siesta.

¡Cuántos izquierdistas aprendieron a odiar al peronismo en la mesa familiar de boca de su madre, antes de buscar en venerables textos las razones para rechazarlo en nombre de la Ciencia!
Cuando ellas, las mujeres excluidas del Interior llegaron a Buenos Aires, no sólo desempeñarían un papel político y social decisivo en la historia argentina, sino que los sociólogos hubieran podido decir, sin incurrir en error, que el número de mujeres rubias había aumentado en la Capital.

Cuantas más chinitas llegaban, más rubias aparecían. ¿Qué científico entendería al peronismo sin las mujeres de negro que llegaron a ser rubias? Eva les tocó el corazón y ellas fueron su fuerza, energía poderosa que había atravesado muchas generaciones en silencio y ahora hablaba a gritos.

(Fuente: muro de Facebook de Rubén Bourlot)

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