Por Andrés Irazoqui –
El desembarco de los 33 orientales el 19 de abril de 1825 es la consumación en hechos de la lucha por el ideal de libertad e independencia que brota como sentimiento inalienable desde lo más profundo de nuestro ser.
No existe una verdad única que pueda ser sometida a prueba en un laboratorio; lo que existen son hechos, los cuales a su vez son plausibles a ser complementados por los sentimientos. Por tanto pueden ser múltiples las interpretaciones acerca de los motivos e intereses que culminaron con nuestra independencia. Empero, lo que son únicos e irrefutables son los hechos: un grupo de orientales desembarcó en la playa de La Agraciada. Disímiles entre sí, de diferentes clases sociales e ideas, aunque con un objetivo en común: la inquebrantable decisión de libertad e independencia del imperio.
Su emblema de lucha está grabado a fuego en la bandera que empuñaron, con los mismos colores utilizados por Artigas: “Rojo por la sangre derramada para sostener nuestra libertad e independencia. Azul de nuestra decisión por la República. Y blanco de nuestra distinción y grandeza”. Y el texto estampado en ella lo resume en un todo: “LIBERTAD O MUERTE”.
Es interesante detenernos en esta frase que, incluso por repetida, nunca debemos pasar por alto su esencia, es un anhelo innegociable. No es libertad, muerte. Es libertad ó muerte; la libertad es un derecho intangible y que por ello debe ser defendido aún a condición de pagar con el costo más alto: la vida.
Es una fecha de suma relevancia, pues heroicos patriotas con sus firmes principios de libertad emprendieron esta cruzada libertadora. Una huella emancipadora que comenzó a gestarse en la “Logia Lautaro” de Buenos Aires y que continuó en la de “Caballeros Orientales”.
Recordemos las palabras de Juan Antonio Lavalleja al juramentar a los orientales por convicción desembarcados en las arenas de La Agraciada: “Juráis defender los valores de nuestra sociedad: fraternidad, igualdad y solidaridad, así como nuestra condición de hombres y mujeres libres y nuestra independencia, todo lo cual simbolizan estas banderas?”
Por mucho tiempo se han efectuado elucubraciones acerca del número de compatriotas que desembarcó aquel 19 de abril de 1825. Un número no relevante en los hechos, aunque sí para los impulsores de la cruzada, los símbolos encarnan conceptos distintivos con el ánimo de ser transmitidos substancialmente. Figuran objetivos, como el que expresa Lavalleja en la toma de juramento. El cual, asimismo, es el espíritu de nuestra bandera nacional, las nueve franjas azules y blancas tomadas de su homónima de Grecia, pero con los colores invertidos. Los guerreros griegos blandieron esa bandera de nueve franjas que, en su idioma, representaba las nueve sílabas que traducidas al castellano significan LIBERTAD O MUERTE.
Evocamos con orgullo a estos hermanos compatriotas, artífices de nuestra independencia que iniciaron una revolución en tierras ocupadas militarmente por un ejército imperial abrumadoramente superior, se levantaron en armas enfrentando a guerreros con supremacía armamentística, muchos de ellos con experiencia en las guerras napoleónicas.
Recordamos a estos orientales que plantaron la semilla de la independencia, sabiendo que posiblemente no verían los frutos, sino que plantaron para futuras generaciones.
Cada uno, de acuerdo a su leal entender y saber, dará una subjetiva interpretación de las motivaciones y coyunturas históricas de la época. Aquí lo que remarco son los hechos, porque las grandes acciones que ennoblecen a una sociedad deben ser escritas en una piedra, para que ninguna tempestad ni viento del olvido las pueda borrar. Las enseñanzas están allí, para comprenderlas, valorarlas y transmitirlas con el inalterable sentimiento y regocijo de ser libres, soberanos e independientes.
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 19/4/2017