«La barraca de los civiles estaba llena de sanjuaninos y de la Punta de San Luis, ya que los mendocinos se iban a sus casas al terminar la jornada de trabajo. Había arrieros, albañiles, porteadores, carpinteros, herreros, zapadores, baqueanos, cocineros y todo tipo de ayudantes para la fábrica de pólvora y la armería, la lavandería de los oficiales, la herrería, el vestuario y las nuevas construcciones.
Pegado pero separado por una pared vivían los ingenieros, médicos, albéitares (*nota del autor: oficio que luego se convertiría en veterinario, habían sido traídos de Europa) y otros con mayor especialización. Había en ese momento del año unos 1.000 soldados y como 300 civiles, y todos los días llegaban nuevos contingentes de distintas partes y la construcción de nuevas barracas era constante. Yo ayudaba en la herrería con la fabricación de herraduras en la fragua, cosa que conocía desde niño, y también en los corrales herrando las mulas. Álvarez Condarco me había dejado a cargo de un albéitar jovencito que hablaba con el mismo acento raro que el general y del fraile Beltrán, un hombre bajo y flaco que andaba todo el día apurado. Beltrán caminaba constantemente en medio de los herreros y hablaba a los gritos entre las fraguas y los martillazos, y gritaba órdenes con una voz ronca que parecía salida de un fuelle roto. El ingeniero me llamó un par de veces para corroborar algunos datos en sus mapas y me enseñó a entenderlos con mucha paciencia. Era un hombre serio pero cordial, y me llamaba la atención su manera de expresarse, siempre con pocas palabras pero las adecuadas, como si hiciera un ahorro de expresiones y buscara hablar lo menos posible para decir lo buscado. Yo era el único huarpe en el campamento y los que sabían que había llegado con San Martín en su vuelta desde la cordillera de San Juan, me trataban con cierto respeto. Había varios baqueanos chilenos que se reunían en un fogón y yo me les fui arrimando para entrar en confianza, y después de unos días ya me habían adoptado en su grupo. No había rivalidad entre chilenos y nosotros en el campamento, pero era evidente que cada uno buscaba juntarse con los propios. Había oficiales y soldados chilenos, como también había mulatos, pardos y negros esclavos que vivían separados, pero en el trato diario comíamos, nos bañábamos y usábamos las mismas letrinas, y parecía que los oficiales alentaban la integración. Un sermón único salía de todas las bocas y era la lealtad a la Patria y la lucha por la libertad de ambos pueblos, que estaban por sobre cualquier diferencia, y el tono y las mismas palabras parecían haber sido talladas en la mente de los oficiales por una sola boca, que pensaba y mandaba todo. San Martín era el alma que sobrevolaba a toda hora el campamento, la esperanza de libertad de los esclavos, el regreso a sus hogares de los emigrados, la vida de los soldados que confiaban en su general y la gloria de los oficiales que rivalizaban entre ellos en busca del honor que da la victoria. Sí se notaba la diferencia entre las armas y parecía que cada regimiento sabía su lugar en la jerarquía militar, y así se manejaba. Los granaderos a caballo eran una especie de grupo selecto a los que todos admiraban secretamente. Su pose y gallardía era envidiable, y eran los únicos que estaban vestidos correctamente, con sus uniformes impecables. También poseían los mejores caballos del campamento, a los que cuidaban y daban de comer personalmente. Sus monturas se guardaban en un galpón aparte, y sus dueños pasaban muchas horas engrasándolas y arreglándolas. Yo iba todos los días a ver a mi mula baya, la que siempre estaba sola. Creo que le estaba costando más que a mi ser aceptada por los otros animales. Los mulares tienen grupos muy unidos y es difícil que acepten a un miembro nuevo. Siempre que me quedaba un tiempo libre iba a montarla, porque no se dejaba agarrar por nadie y no quería que aprendiera mañas que después iban a ser difíciles de sacar. En la herrería me adapté enseguida, ya que conocía el oficio. Fabricábamos herraduras para caballos y mulas de cuatro tamaños, que el fraile había numerado del cero al tres, con seis agujeros cada una. Los yunques tenían dibujados los distintos tamaños y formas, y el repiquetear del martillo sobre el hierro al rojo vivo recién sacado de la fragua era constante. Los hierros para caballos eran más grandes y redondos, mientras que los de las mulas tenían forma más alargada. El cuerpo de los clavos era cuadrado, igual que la cabeza y debían coincidir con el formato de los agujeros de las herraduras. Una fila de más de 20 hombres martillaban día y noche, en tres turnos, y cuando me iba a dormir seguía escuchando el retumbar en mi cabeza, que a veces no me dejaba dormir. El pedido del general era de 50.000 herraduras para mulas y 10.000 para caballos, y harían falta unos 400.000 clavos. En los corrales se herraba todo el día a órdenes y bajo la mirada de los albéitares, y se probaban nuevos modelos que el fraile iba inventando. Yo también ayudaba en la herrada, que me gustaba más por estar al aire libre. A la tardecita varios curas decían misa en distintos puntos de la plaza y yo los miraba desde lejos. Casi todos los soldados asistían, parados y en silencio, y éramos pocos los que nos quedábamos en las barracas. Un par de veces me acerqué para escuchar mejor, de curioso, pero no entendí nada. Creo que los otros tampoco, pero igual seguían yendo. A la noche era obligación bañarse, y cada barraca tenía un fogón con una gran olla en donde hervía agua. Cada uno se bañaba a su manera, algunos se echaban agua en la cabeza con un tarro, otros la dejaban en el suelo y se mojaban el cuerpo con las manos, algunos mojaban un trapo y se refregaban el cuerpo, todo bajo la mirada atenta y en silencio de un oficial. Cada uno lavaba su ropa por turnos, en un lugar al aire libre con agua que traían constantemente los aguateros en enormes barricas, ya que el agua del arroyo cercano no podía ensuciarse porque seguía bajando y era consumida por las familias en el valle. La ropa mojada se extendía sobre largas sogas en el lado oeste, pero muchos preferían secarla dentro mismo de la barraca, para no caminar hasta ese lugar apartado donde a veces se perdían o confundían las prendas. Los sábados a la mañana se lavaba la ropa de los catres y otras prendas más grandes y a la tarde se secaban al sol tendidas en largas sogas que se extendían en la zona donde la artillería hacía fuego contra un gran paredón. Habían pintado sobre el muro las siluetas de muchos soldados atacando, y los soldados practicaban tiro todas las tardes. También en ese lugar alejado ensayaban las bandas de tambores y cornetas distintos toques y llamadas. Una mañana, cuando hacía unas dos semanas que estaba en El Plumerillo, un oficial me vino a buscar a la herrería. Me sacó a las señas entre el ruido y le hizo ademanes al fray de que San Martín me mandaba llamar. Le seguí el tranco largo por la plaza y nunca se dio vuelta para ver si lo seguía. Cuando llegó a la comandancia se colocó al lado de la puerta, sin entrar, y quedó firme dejándome paso a su lado. Conocía la habitación que hacía de recepción o espera desde la primera noche cuando recién había llegado, y me senté a esperar. Otro oficial guardaba la puerta del despacho y tocó varias veces. Cuando le abrieron, informó que el baqueano que habían mandado llamar esperaba. -Buenos días, Fabián. Me alegra volver a verte. Varias veces pregunté por vos y me comentaron que te habías acomodado bien y que ya estabas integrado a los demás civiles. También sé que estás trabajando correctamente tanto en la herrería como en los corrales. -Buenos días, señor. Estoy cómodo. No tengo ninguna queja. -Mejor así. Si eso cambia, no dudes en avisarme. -Se levantó del sillón atrás de la mesa y caminó hacia mí. -Estoy por hacer un viaje en una misión muy específica y delicada, y quiero que me acompañes. Sé que no hace falta que te lo recuerde, pero es mi obligación decirlo: lo que escuches debe ser guardado como un secreto de guerra. -Sí, señor. Y gracias por la confianza. -Partiremos hacia el sur, hasta el fuerte San Carlos. Tendré una reunión muy importante con las tribus puelches y pehuenches de la zona. -Pero señor, no voy a serle útil en ese lugar, desconozco los caminos más al sur. -No es como baqueano que vas a acompañarme, sino por tu condición de huarpe. Necesito ganarme la confianza de esas tribus y quiero que te vean a mi lado. En el camino te daré algunos detalles, preparate que a la madrugada salimos. -¿Podría llevarme mi mula, señor? -Sí, claro. Dile al soldado de guardia en los corrales que tienes mi permiso de retirarla. Si no te cree, busca a algún oficial. Y lleva ropa de abrigo, va a hacer mucho frío. Si no tienes, pide en la ropería. -Gracias, señor. ¿Debo avisarle al fray Beltrán de mi partida? -No. Ya lo sabe. Ve a descansar, van a ser días largos y agitados.» (Comparto esa imagen creada por Ramiro Ghigliazza de San Martín con bigotes, porque esos fueron los últimos días en qué los usó en América. Se los afeitó antes de la consulta con los pehuenches, buscando dar más credibilidad a la idea de que «yo soy indio como ustedes». Aclaro que nada tiene que ver con su presunta descendencia de Rosa Guarú, supuesto nunca referido por él) («¡Vámonos! . San Martín camino a Chacabuco».
Para adquirir el libro contactarse con el wspp 3476555933 o haciendo click acá https://wa.me/3412104045)
Fuente Vida y obra de San Martín #Efemerides #historia
Extraído del muro de Facebook Efemérides Políticas, Históricas, Sociales y Culturales
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 14/1/2024