Las diversas variedades de tergiversación operada en los años recientes no concluyen en su fuente, en el emisor, sino que también comprenden al receptor, a quienes creen y reproducen ese discurso. Aquí, una indagación en las razones de esa creencia que no se explica solo por el odio.
La tarea cultural que se inicia con el nuevo gobierno no será solo contra el mal, pues la injusticia quizá no sea el non plus ultra. Ambos existen, es cierto, y es imposible desconocerlos. El mal y la injusticia tienen la misma edad que la humanidad, y sus consecuencias están lejos de ser menores.
Hace pocas semanas finalizó un gobierno que no ahorró en ninguno de esos dos rubros y, pese a sus estragos, los últimos comicios nos advierten –no sin sorpresa– que el macrismo aún conserva un apoyo de algo más del 40%.
Este grado de adhesión, de cara a lo que significaron cuatro años de neoliberalismo, nos interroga y nos impide cerrar el tema con el simple hecho de un triunfo electoral de signo contrario. Y es bajo esa interrogación que toda reflexión sobre la naturaleza del mal y de la injusticia se nos presenta insuficiente.
Mentiras, cinismo, hipocresía y fake news son algunos de los términos que definen cómo se modeló la opinión pública durante los años recientes, son las categorías que caracterizaron el discurso oficial y de gran parte del periodismo.
De manera inconfundible allí participan el mal y la injusticia, como sea que los entendamos, pues de lo contrario la política no podría haber llamado modernización a los despidos y el periodismo no podría haber ponderado el tiempo libre al hablar de la desocupación.
Sin embargo, las diversas variedades de tergiversación (cinismo, etc.) no concluyen en su fuente, en el emisor, sino que también comprenden al receptor, a quienes creen y reproducen ese discurso. Tal como nos dicen desde Brasil Guareschi, Amon y Guerra (1), la posverdad es, sobre todo, un modo de relación.
Entonces, ¿por qué alguien cree? Y sobre todo, ¿por qué alguien cree lo no creíble y lo reproduce?
No es momento de inventariar la infinidad de falsedades que se han dicho, pero digamos que si algún puñado pudo ser verosímil durante algún tiempo, también escuchamos innumerables veces frases disparatadas, contradicciones flagrantes, estigmatizaciones intolerables, razonamientos a todas luces inconsistentes. Nuevamente, ¿por qué alguien es capaz de creer en esas expresiones? Y es allí, entonces, donde preferimos indagar más allá de la maldad.
Efectivamente, no creo que el odio explique acabadamente las razones por las que tantos ciudadanos perpetúan frases como “se robaron un PBI” o “Macri es millonario, no necesita robar”, por dar solo un par de ejemplos. O, en una anécdota personal, una mujer que, al elogiar una presunta medida del gobierno de Rodríguez Larreta, sostuvo que “los chicos ya no se drogan en los colegios”. Cuando opiné que eso no era cierto, aquélla cerró el diálogo con firmeza: “no me importa, para mí es cierto”.
No será necesario decir mucho sobre el ostensible cambio de retórica al que asistimos con el nuevo gobierno. Dicho cambio se discierne fácilmente si de un lado escuchamos los parlamentos de Macri, Michetti, Vidal o Peña y, del otro lado, escuchamos a Alberto Fernández, Cristina Fernández, Kicillof o Cafiero. No solo hay una mudanza de contenido, si se quiere ideológico. También han variado la forma y la lógica discursiva, la consistencia argumental y, desde ya, la cualidad oratoria.
Hay un rasgo particular en el cual deseo detenerme, y que oímos frecuentemente en boca de Alberto Fernández. El Presidente de la Nación suele invitar a la sinceridad, a que seamos honestos, a que terminemos con la hipocresía y la doble vara. Y agreguemos: esa invitación no está exclusivamente dirigida a la oposición política o a los medios críticos, sino que también se orienta hacia el oficialismo y, sobre todo, al conjunto de la población, a todos y todas.
Aunque aquella expectativa de sinceridad albergue una utopía, no excluye aspirar a una expansión de la honestidad. Y, se advierte, no instala una batalla de buenos contra malos, de civilizados contra bárbaros, pues, como ya señalé, Alberto Fernández expone un problema que nos comprende a todos, no de manera idéntica pero a todos; Alberto Fernández no habla en nombre de la verdad, sino desde la posición de quien advierte la gravedad de una característica de nuestros intercambios.
Agrego una referencia más para distinguir el discurso actual del anterior. Alberto Fernández no nos habla todo el tiempo de “estar de acuerdo”, esa ficción que cada dos palabras sabían repetir los funcionarios de Cambiemos. Sabemos que “estar de acuerdo” fue la verbalización edulcorada de una imposición, de una exigencia, la de hacer silencio con nuestras diferencias. Fernández, por el contrario, sabe que los desacuerdos son la sustancia de la política y, me animo a afirmar, la política existe porque los desacuerdos son irreductibles. Esta diferencia se suma a la que ya indiqué más arriba. Alberto Fernández no se erige en dueño de la verdad, no pretende ostentar la infatuada posición macrista de quien afirma “nosotros decimos siempre la verdad”.
Rápidamente se viralizó el ya célebre lapsus de Alberto Fernández: mujeres en lugar de mejores, y así de rápido aparecieron interpretaciones y textos. Mauricio Macri, en cambio, no se caracterizó por sus actos fallidos, sino por su torpeza sintáctica, producto no tanto de un pensamiento que súbitamente irrumpe y sorprende al propio relator, sino más bien de su pereza verbal. Las diferencias son múltiples, pero solo indiquemos una: en un lapsus hay una sinceridad que está ausente en la pereza.
No pretendo dar las respuestas para este ingente problema, pero al menos intentaré exponer algunas claves para comenzar a desandar el camino que nos llevó a lo que algunos denominaron hipocracia o cínicocracia. Y reitero, no me interesa aquí tanto por qué alguien miente, sino por qué alguien contribuye con su credulidad, con una ingenuidad que no carece de responsabilidad. Hablar de sinceridad, entonces, supone preguntarnos por el destino de lo genuino que hay en cada quien.
¿Qué tan altos están nuestros niveles de sinceridad en sangre?
Comencemos con una interesante afirmación de Ignacio Ramonet: “Querer informarse sin esfuerzo es una ilusión que tiene que ver con el mito publicitario más que con la movilización cívica. Informarse cansa y a este precio el ciudadano adquiere el derecho de participar inteligentemente en la vida democrática” (2).
Ramonet aquí nos brinda una primera pista, informarse sin esfuerzo. El sujeto que nos ocupa en este texto, entonces, se parece más a un plagiador, es decir, alguien que repite una frase pero sin haber realizado un trabajo de recepción y elaboración. Es, pues, un ser que exhibe un como sí y que, por lo tanto, ha sofocado (o expulsado) lo que tiene de genuino. No se trata de deshonestidad sino de otra modalidad de lo insincero, la de quien pretende autoconvencerse de una frase en la que no cree.
Así, la configuración de la escena intersubjetiva de falsedad se construye con mentiras, hipocresía o cinismo desde la fuente de producción discursiva, aunque en su interlocutor intervienen otros procesos. Para decirlo de otro modo: en quien miente hay una brecha entre sus palabras y los hechos; en quien reproduce sin esfuerzo, hay una brecha entre sus palabras y su propia subjetividad. Será preferible pensar a este último más desde la perspectiva de la falsedad que de la mentira.
Como aquella mujer que con rabia expulsiva me dijo: “no me importa, para mí es cierto”. No se interesó por la razón de mis opiniones, por mis fuentes posibles. Tenemos allí una persona a la que no solo algún medio o funcionario la convenció de algo, sino que ella misma insiste en autoconvencerse para lo cual debe cerrarse a toda realidad y, como diría Ramonet, al esfuerzo necesario para la participación cívica.
Hay, se dirá, una cierta afección de la relación de tales sujetos con el mundo, con la realidad. Freud decía que el yo de cada quien debe responder a un triple vasallaje: sus pulsiones, el superyó y la realidad.
La prevalencia del informarse sin esfuerzo, ¿no será correlativa de un proceso de desinvestidura del mundo, pese a que parece que hay un sujeto que ha tomado algo que provino de afuera? Digámoslo de otro modo, y a la manera freudiana: la falta de trabajo (o esfuerzo) supone una cierta tarea para la percepción pero sin intervención de la investidura de atención (como en la hipnosis o como cuando leemos un texto en voz alta mientras pensamos en otra cosa).
Cuando Freud cuestionó a los marxistas no lo hizo en virtud de sus teorías económicas sino que objetó que aquellos habían desconsiderado el superyó. Esto es, que un cambio en la realidad puede no ser lo suficientemente significativo mientras no se opere un cambio en la instancia valorativa. En rigor, los valores (o ideales) no son el único componente del superyó, sino que éste también incluye la conciencia moral y la autoobservación.
Mi hipótesis es que en quienes se informan sin esfuerzo no está alterada la relación del yo con sus ideales ni con la conciencia moral sino, sobre todo, con la autoobservación, con ese sector del superyó que observa cómo piensa y juzga el yo. Son sujetos que precisan reforzar una creencia (por ejemplo, en la frase que reproducen) y, por ello mismo, no buscan corroborar la veracidad de una especie (incluso cuando a veces es a todas luces un disparate) o bien desoyen la realidad cuando se les muestra evidencia en contrario.
De hecho, Freud afirmó: “De esa manera, la sociedad alimenta un estado de hipocresía cultural al que por fuerza van aparejados un sentimiento de inseguridad y la necesidad de proteger esa labilidad innegable mediante la prohibición de la crítica y el examen” (3).
En suma, examinar el problema de la falsedad no consiste tanto en entender al que piensa diferente o en examinar las razones de un desacuerdo, sino que se trata de comprender una forma de pensar que no entendemos fácilmente.
1. Guareschi, P., Amon, D. y Guerra, A. (2019) Psicologia, comunicação e pós-verdade, Ed. Abrapso.
2. Chomsky, N. y Ramonet, I.; (1995) Cómo nos venden la moto. Información, poder y concentración de medios, Ed. Icaria.
3. Freud, S.; (1924) Las resistencias contra el psicoanálisis, Vol. XIX, Ed. Amorrortu.
Fuente: Página 12
Esta nota fue publicada por el revista La Ciudad el 18/2/2020