Por Juan Domingo Perón –
“Yo no tengo más que verme en el espejo para contemplar al «indio». Mis facciones delatan esa cruza. Y estoy convencido que ese rastro se percibe igualmente en mi conformación somática.
Siempre recuerdo un caso que quedó grabado en mi pobre imaginación infantil: se trataba de un indio, de los que aún quedaban dispersos y abandonados en las inmensidades de la Patagonia. Un buen día llegó a mi casa y pidió hablar con mi padre; él lo atendió como un gran señor. Le habló en su propio idioma, el tehuelche, y lo recibió con el usual «Marí-marí», En seguida entraron en confianza. El indio se llamaba «Nicou marike», que significa «Cóndor volador». No tenía el indio más que unas pocas pilchas y su caballito tordillo. Presencié la entrevista porque mi padre me hizo quedar, tal vez para darme una lección de humanismo sincero. En esa oportunidad mi progenitor le dijo que podía instalarse en el campo, y le asignó un potrero donde le construyó una pequeña vivienda como las que usaban entonces los indios, medio casa y medio toldo.
Le regaló también una puntita de chivas. Cuando le pregunté a qué venía tanta consideración con un indio, me respondió:
«¿No has visto la dignidad de este hombre? Es la única herencia que ha recibido de sus mayores. Nosotros los llamamos ahora indios ladrones, y nos olvidamos que somos nosotros quienes les hemos robado todo a ellos».
Mi abuela materna también solía contarme -aún la recuerdo vivamente- que cuando Lobos era apenas un fortín, los Toledo estaban ya asentados ahí. Había que escuchar a la vieja abuela relatando que había sido cautiva de los indios. Yo le preguntaba: «Entonces, abuela… ¿yo tengo sangre india?». Me fascinaba la idea. Míreme: pómulos salientes, ojos que escrutan en vez de mirar, cabello abundante, sin asomo de canas … En fin, poseo el tipo aborigen. Vea. Yo hago un distingo sutil entre el gaucho y el criollo, que era hijo del conquistador español y de las mancebas indias a quienes el primero fecundaba en proporciones bastante elevadas. Tal es el origen de Hernandarias y de los demás hijos de la tierra. Por el contrario, el gaucho surge concebido de manera diferente, como que se trata de un prototipo étnico único, absolutamente original. El gaucho nace de la cruza entre el indio y las blancas cautivas que el salvaje solía robar en las maloneadas periódicas, que los capitanejos rancules y boroganos organizaban sobre medio país. Esto es, que el gaucho nace de ese fragmento de libertad que es el indio de pelea, rodando sobre el abismo horizontal de la pampa, y la hembra blanca, «racialmente superior» ¡cómo no! a su dueño y amo. Ella se sentía obligada a transmitir su ancestral rebeldía a los cachorros que echaba al mundo. Del ayuntamiento de esas dos expresiones libérrimas, de esa doble y raigal rebeldía, surge el arquetipo del centauro gaucho, que es la máxima invención del espíritu insurgente de la América autóctona, del continente concebido en él tercer día de la creación. –“
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 12/7/2019