por Rodolfo Oscar Negri –
Desde muy chico cada vez que me preguntaban que quería ser, decía “abogado”. No sé porque… tal vez estaría motivado porque los héroes de nuestra independencia eran militares o abogados. Para la primera opción no tenía vocación ni físico, entonces parecía que el “destino” ya estaba marcado.
¿En la secundaria? La mayor parte de mis amigos fueron al Colegio Industrial (coherente con el modelo de desarrollo que intentaba imponerse por los años sesenta).
En casa se dijo: No, será maestro. Por lo menos va a tener un título.
La Escuela Normal Nacional Mixta Nro. 3 Almafuerte, en la esquina de 8 y 58, de la ciudad de La Plata, fue el lugar que me cobijó en el camino del aprendizaje secundario y al que debo agradecerle tantas, pero tantas cosas que me formaron como persona y como hombre.
Cursando cuarto año, fue cuando papá enfermó y los problemas comenzaron a suscitarse. La jubilación tardaría –por lo menos- un año, a Carlitos –mi hermano- le faltaba poco para la conscripción y eso provocaba que nadie le diera empleo (la legislación de entonces, obligaba a mantener el empleo durante el tiempo en que el ciudadano estuviera bajo bandera). Quedábamos mamá y yo para aportar en la faz económica. Ella –con su trabajo de pedicuría- aportaba la cuota mayor y yo comencé a realizar diferentes trabajos. Cobrador de una editorial de libros, encuestador para una empresa que vendía una guía local, etc. Eran trabajos en los que, si bien figuraba yo, mi hermano participaba también activamente; claro, haciendo dos el trabajo de uno, me destacaba como el mejor cobrador, el mejor censista, el mejor…
Cuando me recibí de Maestro Normal Nacional, apenas con 17 años, pude darle más tiempo al trabajo (me incorporé –por concurso- a trabajar en la Administración Pública) pero –además- también asumí la responsabilidad de hacerme cargo de aquel mandato de la niñez: Ingresé a la carrera de abogacía en la Universidad Nacional de La Plata, pero casi en el umbral, me atrapó la política.
Resabios de la niñez, de mi educación, de mi entorno, de mis propias convicciones, de la mucha lectura (que ya a esa altura llevaba acumulada), de mi admiración por los caudillos federales y las grandes gestas de la Nación Latinoamericana, fueron los condimentos que me iniciaron militante en el peronismo de aquellos años.
Con la ayuda de Carlitos, que había recorrido el mismo camino algunos años antes, tuve la fortuna de llegar a lugares preponderantes en la política universitaria. También de conocer a personajes notables en la vida y en la historia argentina: Arturo Jauretche, Rodolfo Puiggros, José María Rosa, Arturo Sampay, René Orsi, Juan José Hernández Arregui, al padre Carlos Mugica… y otros más que mi memoria ya ni recuerda.
Vino la sangría de los años 70 que incluyó –después del regreso de Perón- la tragedia de la triple A y finalmente el golpe militar que desató la dictadura más sangrienta que viviera la Argentina en toda su historia.
Con cuestionamientos y diferencias políticas con mis propios compañeros, pasé de militancia activa a la búsqueda de la supervivencia y en esa línea vino el asentamiento en Concepción del Uruguay.
La modorra de la histórica población a la vera del Río Uruguay, fue el lugar que me recibió con los brazos abiertos, me dio todo, tranquilidad, paz, trabajo, en fin… todo.
Si bien amo a La Plata que me vio nacer, mi lugar en el mundo es aquí, a la orilla del río de los pájaros… donde tanta gente tendió su mano amigable y desinteresada.
No obstante no abandonaba aquel objetivo de ser abogado. Solicité el pase de la Universidad de La Plata a la Universidad del Litoral en Santa Fe, con la idea de que no se detecte mi pasado militante y poder continuar estudiando.
Así lo hice. Trabajaba en empleos temporarios que me permitían subsistir y estudiar. Estudiaba mucho. Prácticamente sin vida social trataba de pasar lo más inadvertido posible. Fui rindiendo y avanzando, hasta que –creo que fue en 1979- paso lo que les voy a relatar.
No crean que era fácil por aquellos años lo que me proponía. Caminos malos, comunicaciones peores, que formaban parte del aislamiento de nuestra Mesopotamia. Anotarme, conseguir los programas, los apuntes y libros que estaban pidiendo en Santa Fe, constituían una laboriosa tarea que hacía, combinando el correo tradicional con la desinteresada ayuda de familiares de un amigo santafecino que vivía en Uruguay.
El estudio (en el que ponía todo mi empeño) iba por mi cuenta, pero rendir. Rendir examen era otra historia.
Me vestía con el único traje que tenía. Marrón y con chaleco. Camisa blanca y corbata al tono. Me preparaba parsimoniosamente. Como si cada vez fuera la última.
Para eso tenía toda una rutina armada. Tomaba el colectivo de la empresa San José que unía a Uruguay con Paraná a la una de la mañana y llegaba a destino a las 7. En la misma terminal, casi corriendo, compraba el boleto para abordar otro -el Etacer- que me llevaba a Santa Fe. Arribaba a la estación aproximadamente a las 8 y de allí a la facultad. Cuando llegaba ya estaban tomando examen a los alumnos libres (era mi caso), pero siempre debía esperar, beneficiado (en términos de tiempo) por la “N” del apellido. Si bien tenía medido cada minuto, estaba el riesgo.
Llegar hasta allí lo era.
Mi permanencia en ese lugar, lo era.
Más allá de mis diferencias y de hasta cuando milité o no, sabía que no importaba. Personas con mucho menos compromiso que el que yo había asumido militando en la universidad y fuera de ella, ya eran historia. Habían muerto en «enfrentamientos» o simplemente estaban en la trágica lista de los «desaparecidos».
Eso hacía que –en cada viaje- hasta solo el hecho de que me pidieran documentos constituía un peligro.
Pero la rutina estaba lanzada. Tenía que rendir Sociología. Me gustaba Sociología y había aprendido mucho durante el tiempo de preparación de la materia. La partida era un camino a la aventura. Lo ideal hubiera sido el tratar de dormir durante el viaje, pero el nivel de tensión que me invadía, imposibilitaba el poder hacerlo.
Colectivos de otra época que, con caminos malos, muchas paradas, incómodos… y a veces transitando con una tupida niebla, iban poco a poco devorando los kilómetros a recorrer.
Pero, en aquella ocasión, cuando estábamos llegando a Paraná, aparecieron. Una patrulla del Ejército detuvo el colectivo, en medio de un despliegue militar realmente sorprendente que rodeó al vehículo con soldados armados. Subieron a él y comenzaron a pedir los documentos.
La situación era complicada, pero jamás imaginé lo que vendría. Un suboficial en forma grosera e impertinente, era quien recorría el pasillo ordenando la entrega de las identificaciones. Hasta que llegó a mí. En lo que reparó no fue lo que me pedía, sino lo que le llamó la atención fueron los libros que llevaba y a los yo me aferraba como si fueran una tabla de salvación. Me los pidió de muy malas maneras y después de mirar detenidamente las tapas seleccionó uno al azar y lo abrió. Con tan mala suerte –para mí- que lo primero que leyó fue la palabra “marxismo”, abrió los ojos desmesuradamente y repitió primero en voz baja: “¿Marxismo?” y después comenzó a gritar “¡Marxismo!”. Dos o tres veces, alertando al resto de los uniformados. Sus ojos se clavaron en mí y yo –consciente de lo que significaba- intenté explicar, que eran libros de estudio, que iba a rendir examen a la facultad, que el marxismo era parte de la Sociología, que… esto o aquello, pero nada. No había explicación posible. Nada sirvió. El diablo estaba allí de cuerpo presente, entre aquellas páginas de un maligno libro y conmigo como portador. Inmediatamente sacó su pistola, me encañonó y gritó que bajara de inmediato. Me llevó a los empellones por el pasillo del colectivo, hasta hacerme bajar. Después me palparon salvajemente, para ver si estaba armado y luego hicieron que descendiera el resto del pasaje.
Mientras realizaban una detallada revisión del colectivo, supongo que buscando armas o explosivos; me rodearon cinco soldados que me apuntaban con sus FAL, mientras que a unos treinta metros habían ubicado al resto de los pasajeros, también vigilados. Aún a la distancia escuchaba que había quienes decían el famoso “algo habrá hecho”, “a estos subversivos hay que matarlos a todos”, “llévenselo a él, pero a nosotros déjennos seguir”. Estaba convencido que si esto ocurría sería mi fin.
La situación se prolongó –imagino, porque si algo me paso fue perder la noción del tiempo- unos cuarenta o cuarenta y cinco minutos.
Durante ese tiempo mi mente se escapó del cuerpo y repasó toda mi vida, cada hecho, cada instante, cada cosa. No, no me arrepentía de nada. A pesar de todo, a pesar de las consecuencias, a pesar de estar donde y como estaba en ese mismo instante, si bajo las mismas circunstancias se daban los mismos hechos, obraría de la misma manera. No, no tenía de que arrepentirme. Lo que sí tenía era preocupación. Si temía a la tortura, al dolor, pero más miedo me daba la posibilidad de que se me escape algún nombre, fruto de los suplicios, y arrastrar conmigo a algún compañero más… Por aquel entonces pensaba (solo pasa cuando uno es joven y cree en los finales heroicos), que lo menos grave que podía pasarme era la muerte.
Trataba de disimular aquel estado, para no delatarme.
Tenía los ojos cerrados, cuando quiso Dios o el Destino, que llegara un oficial. Un joven teniente que tendría unos pocos años menos que yo. Pulcro, peinado a la gomina, de muy mal humor y con un don de mando que expresaba a los gritos. Puesto al tanto de lo que ocurría, pidió ver mis libros. Después mis documentos y finalmente la libreta de estudiante.
Me observaba detenidamente ¿me conocería? ¿Sabría de mi pasada militancia? ¿Asociaría mi nombre de alguna manera?
Bajo la vista por unos instantes, luego volvió su mirada con desprecio al suboficial encargado del operativo y le recriminó “¿Por esto me hizo venir? Burro, Ignorante. ¿No ve que es un estudiante? Déjelos a todos libres y que sigan viaje”.
Cada uno volvió a su asiento. No obstante el resto del pasaje, sin importar lo que había expresado el oficial, me miraba como si fuera un peligroso terrorista o un asesino serial.
¿Cómo me fue en Sociología? Mal. Muy mal. Un desastre. Me aplazaron. Fue la última materia que rendí de mi trunca carrera de abogacía.
Solo recuperé la tranquilidad cuando regresé a casa; recién entonces mi alma retorno al cuerpo, casi a la medianoche del mismo día que había partido.
No podía exponerme más. La posibilidad de la vida estaba aquí.
Concepción del Uruguay, en la orilla derecha del río de los pájaros, era, es y será mi refugio.
Este cuento integra el libro “Historias de la Rys y otros cuentitos” de Rodolfo Oscar Negri, publicado por la Editorial UCU en diciembre de 2014 reeditado en 2020.