EL VASO DE AGUA
por Rodolfo Oscar Negri –
Hace tiempo, por los años sesenta o setenta, cada reunión familiar constituía un acontecimiento plagado de cariño, recuerdos y toda la carga de una genética que se hacía presente. Eran citas de honor a las que concurrían, aun los que vivían muy alejados de la ciudad de Concepción del Uruguay. Es más, cada uno de los que habían marchado para siempre parecía que resucitaba para poder estar acompañándonos. Allí estábamos con nuestras similitudes y diferencias, pero con los ineludibles lazos de sangre que nos hacían -a pesar de la cantidad- uno solo. Hoy no hago más que recordar aquellos momentos con nostalgia y -como no confesarlo- con una carga de tristeza porque son reencuentros que solo viven en la memoria.
Las fiestas de fin de año eran un ejemplo típico y tradicional de lo que digo y constituía todo un rito que asumía características muy especiales.
De pronto una casa, normalmente silenciosa y tranquila, se convertía en el centro de todos los miembros del grupo familiar y eso la transformaba en una especie de panal de abejas, adonde todos tenían una tarea. Solo los muy grandes, se podían dar el lujo de sentarse y ponerse a hablar -como decíamos entonces- “al divino botón”.
Las mujeres, se encargaban de la comida y de todo lo que tuviera que ver con esos preparativos, los varones de colocar tablones, armando mesas larguísimas, acomodando las sillas y disponiendo las bebidas. Los más chicos, mientras tanto, corrían -jugando- alrededor de aquel verdadero caos de alegría.
Más allá de un plato principal -que normalmente era responsabilidad del dueño de casa- nadie se hacía presente con las manos vacías y se aportaba comunitariamente, ya sea con los fiambres, entradas, ensaladas o postres. Todo solía ser exquisito y abundante.
La cena era un culto que permitía a toda la parentela verse las caras, ponerse al día con las alternativas de la vida de cada uno, en fin, era el momento de confraternizar.
Alguna vez tuvimos en casa como invitado en una de estas ceremonias a un joven alemán compañero de estudios de Agustín (mi hijo mayor) y le pregunté cómo nos veía desde su pueblo y su cultura y me respondió sonriendo y sin dudar:
- “Son italianos, unos italianos increíbles, generosos, afectuosos y hospitalarios, que gritan y hablan todos al mismo tiempo, pero lo hacen en español.”
Me pareció, por aquel entonces, más que una definición una descripción original, pero exacta de lo que somos y tal vez por eso surge en mi memoria, como un aporte para describir este relato.
Luego de la cena en sí y mientras se esperaba el momento del cambio de calendario, se conformaban diferentes grupos.
Por un lado, los mayores, las tías y los tíos que -por separado- hacían rancho aparte. Por otro los primos, también divididos por sexo y finalmente los más pequeños que parecía que jamás se cansaban y entre peleas, risas, juegos y corridas se mezclaban en cada una de las pequeñas reuniones originando el reto inmediato.
En una de aquellas celebraciones, no recuerdo en qué año, con los -por entonces- primos; el tema de la conversación fue la superstición.
Aparecieron diferentes creencias regionales o sucesos que cada uno aportaba, que había conocido, vivido o escuchado; llenando la charla a un grado de fantasía y originalidad, realmente interesante. La bebida espirituosa y generosa, aportaba mucho, también para que esto sea así.
Entonces me tocó a mí.
Hace poco -comencé mi relato- la empresa cooperativa en la que por entonces trabajaba, me envió un mes de enero a realizar un curso a Buenos Aires. Tenía que aprender de Marketing -por entonces toda una novedad- para ver su posible aplicación en la comercialización de seguros, desde una función que recientemente me habían asignado. El mismo se llevaba a cabo en un instituto privado de la Capital Federal y nos reuníamos en él unos treinta participantes. Cada uno de diferentes zonas del país, con experiencias totalmente distintas y con antecedentes nada asimilables. Había desde gerentes a simples empleados, pasando por funcionarios intermedios de diferentes tipos de empresa. Esto lo menciono porque muchas veces la posición que uno ocupa en el lugar donde le toca trabajar, le da una postura o visión distinta frente a los problemas o circunstancias que le toca enfrentar. Lo que sucedió, fue un ejemplo de esa situación. En un momento dado, el instructor -hablando de los diferentes pasos que se debía seguir respetando toda una metodología comercial marketinera- mencionó la necesidad llevar a cabo uno de los pasos indispensables en lo que hace a la técnica, partiendo de lo que se llama “investigación de mercado”. Algo así como una encuesta que sirve de herramienta para conocer cuáles son las necesidades de las personas y en función de eso poder acercarles aquellos productos que satisfagan a las mismas, asegurando el éxito de la operación. Se vende lo que la gente necesita, porque le hace falta. Cuando terminó de realizar la explicación -obviamente mucho más técnica y extensa de que lo transcribo aquí- uno de los participantes (que se había presentado como gerente), solicitó la palabra y dijo que no era así, que era la oferta quien creaba su propia demanda y que las necesidades eran “fabricadas” para poder vender productos que los consumidores descubrían que les podrían ser útiles o satisfactorios. A partir de allí se comenzó a producir -entre el instructor y el alumno-gerente- un cada vez más elevado intercambio de palabras (no en sustancia o contenidos) en el nivel del tono de voz, llegando -incluso- al grito. El resto éramos incómodos convidados de piedra, testigos silenciosos de una agresividad verbal inusitada. Hasta que sonó el timbre. Así como en las escuelas, había unos diez minutos de descanso por cada hora de exposición, taller o trabajo de aprendizaje. Cuando estábamos saliendo del aula, observé el vaso de soda que estaba en el escritorio del instructor y le comenté al mismo:
– ¡Qué situación! No tuvo ni tiempo de pegarle un sorbo a la soda
– No es soda, me dijo. Es agua.
– ¿Cómo agua? Si tiene gas
– Es agua, insistió.
– ¿Por qué el gas, entonces? Repliqué.
– No es gas, me confió. Entonces me explicó. El agua, sostuvo, tiene una propiedad química poco conocida y de características excepcionales: es como un imán para las ondas negativas que circulan por el aire. Cuando se da una situación de enorme tensión como la que acabamos de vivir, todo el flujo dañino que expande la agresividad, se dispersa por el espacio y, o ingresa al cuerpo de cada uno de nosotros en forma de estrés o -como en este caso- queda en el agua (que ejerce una fuerza enorme de atracción) en forma de burbuja y por eso parece soda. Es decir, el agua libera a las personas de ser receptoras de tan malas vibraciones. Ahora, agregó, jamás la tomes; porque incorporarás a tu cuerpo toda la negatividad que cada burbuja pudo encerrar. Te cuento que yo, todas las noches, pongo un vaso de agua debajo de mi cama y sobre todo después de una jornada agitada y sobrecargada de agresividad, por la mañana compruebo lo que te estoy contando y la tiro escrupulosamente. Eso me permite estar en paz, liberándome de toda la tensión y malestar vivido.
El hombre estaba convencido de lo que decía, mientras yo -si bien asentía, para no llevarle la contra- jamás creí en ese tipo de cuestiones, a las que no le asigno más que la de ser una modalidad extraña de superstición, con algo de incredulidad e ingenuidad. De todas maneras, le agradecí su enseñanza como si hubiera sido el concepto más importante de su clase comercial. A la conclusión que llegué es que hay gente para todo y que todo, de alguna manera, tiene un público ávido de soluciones para los problemas que enfrenta y que recepciona lo que quiere, que cree en lo que quiere creer y en lo que le hace falta. Además, que, si eso le sirve, está bien. Uno no es nadie para juzgar o discutirle a alguien algo sobre lo que está convencido y que -para colmo- le hace bien.
El resto de los familiares que participaban de la conversación coincidieron con mi criterio, pero -más allá de que para todos fuera una novedad esta particularidad del agua, porque ninguno de nosotros conocía esta superchería- les pareció original e imaginativa y a renglón seguido, otro de los participantes del grupo, continuó desarrollando otro cuento o historia.
Pero una cosa curiosa ocurrió: Mientras realizaba mi relato, me di cuenta que el tío Lucio, apartado completamente de la conversación de los mayores, seguía absorto cada uno de los detalles de mi relato y se fue -silenciosamente- acercando a nuestro grupo.
Pasaron los años y tanto del cuento como de la situación me había olvidado por completo.
Un día nos enteramos, por una de las regulares y repetidas llamadas telefónica familiares, que el tío Lucio (que vivía en Paraná); no estaba bien. Estaba depresivo. Se nos ocurrió que si fuéramos de visita -seguramente- le daríamos una sorpresa y una alegría. Consultamos con Olga -su esposa- y se entusiasmó con la idea. No dudamos un instante y nos pusimos a planificar el viaje (con los gurises chicos, no es tan fácil definir este tipo de cuestiones rápidamente).
Todo salió como lo planeado y pudimos realizar el viaje sin dificultad.
Llegamos a Paraná y pasamos un día hermoso, junto a la familia. Olga nos puso al tanto de su estado remarcando su paz y tranquilidad, aún en casos en los que no era normal que así fuera. Él, tal como imaginamos, recobró su estado de ánimo, enredado en el recuerdo de anécdotas y situaciones vividas durante los años que vivió en Uruguay y lejos de su situación depresiva, volvió a ser el tipo jovial, simpático, cariñoso y ocurrente de siempre.
La idea era pasar la noche en su casa, por lo que cuando llegó la hora de irse a dormir, el tío nos acompañó para mostrarnos la habitación que nos había reservado y observamos cómo había dispuesto puntillosamente todo. Era un honor que nos dispensaba.
Entonces, para mi sorpresa, nos advirtió:
- “Eso sí, ojo con poner algo debajo de la cama, porque hay un vaso con agua de cada lado… ah… y no vayan a tomarla en ningún momento ni a la noche ni por la mañana… “
Este cuento forma parte del libro «De todo como en botica» de Rodolfo Oscar Negri, editado en enero de 2017 por el espacio editorial UCU.
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 12/2/2023