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Literatura, la hora del cuento: EL HIJO

EL HIJO (1)

por Rodolfo Oscar Negri    –      

 

En los años sesenta nadie podía llegar a imaginarse que los adelantos científicos llegarían a determinar códigos genéticos, ADNs, que habría fertilizaciones asistidas y tantas, pero tantas cosas más.

En aquel entonces Juliana y Alberto, se conocieron en la escuela secundaria y desde el momento en que se vieron se dieron cuenta que la vida de ambos estaría ligada para siempre.

Pasaron el tiempo de facultad, con militancia incluida y nada, pero nada, los separó.

El amor siempre fue tan intenso que hasta daba envidia verlos. El tema no solo pasaba por la forma de tratarse, sino por la calidez con que sus ojos y sus manos se encontraban, en como se besaban, se acariciaban cuando se despedían o se daban la bienvenida. Esas miradas cómplices delataban la atracción y el permanente apoyo que se daban. Siempre, aunque estuviera equivocado, el otro jamás se ponía a cuestionarlo, al contrario, se convertía en un guerrero de una causa perdida a sabiendas, por el solo hecho de acompañar, de no dejar solo. Siempre contaban el uno con el otro para cualquier actividad. Aunque fuera para complacer a uno solo, su pareja estaba ahí, para darle su aliento.

El casamiento fue la lógica consecuencia de aquel amor y la armonía los acompaño durante muchísimo tiempo.

Pero el tiempo, no solo acumula segundos, minutos, horas, días y años, sino que tiene algunas mañas que influyen sobre las personas y ellos no fueron la excepción.

Apareció algo que comenzó a horadar la relación: la imposibilidad de tener hijos.

Intentaron de mil maneras,  se sometieron a pruebas y a todos los estudios que –para la época- se  conocían, pero nada daba sus frutos. Médicos y más médicos fueron completando una interminable lista de profesionales de la ciudad, de localidades vecinas y hasta de Buenos Aires,  a los que consultaron. Cuando los recursos científicos se agotaron llegaron las visitas a curanderas y manosantas. Todo justificaba la ansiedad de tener descendencia.

Descartaron la adopción, sin tener demasiado claro el porqué.

Claro que un secreto había surgido entre tantas y tantas recorridas.

El problema era Alberto, le habían dicho. El parecía no asumirlo y por eso continuaba en la búsqueda; pero ella, que al principio dudo de tal diagnóstico, con el tiempo comenzó a convencerse de que ese era la razón.

Los años pasaban y el eterno idilio parecía comenzar a desgastarse por esa situación.

El brillo de los ojos de Alberto empezó a apagarse. Su entusiasmo por la vida, parecía comenzar a agotarse y hasta la misma relación ya no era igual.

¿Quien, sino Juliana podía llegar a darse cuenta de la situación que lo aquejaba?

¿Quién, sino Juliana comprendía donde estaba la raíz de aquel estado?

¿Quien, sino Juliana entendía el enorme sufrimiento de su compañero de vida?

¿Quien, sino Juliana sufría por ella y por el ser que tanto amaba?

Pensaba en una y mil formas para encontrar una solución, pero no aparecía.

Hasta que un día se decidió.

Por un problema circunstancial, debió viajar a la casa de unos tíos en Urdinarrain, ciudad donde  había nacido y pasó gran parte de su infancia. Allí se encontró con Jorge ¿De casualidad? El era un viejo amigo, compañero de juegos inocentes y un confidente de la infancia, al que no veía hacía muchísimo tiempo y al que –seguramente- pasaría otro tanto sin volver a ver. Inteligente, buena persona, pero un solitario empedernido.

Buscó verlo a solas, le contó su problema y entonces se lo propuso.

La sorpresa de Jorge fue mayúscula y obviamente se rehusó, no porque no le pareciera atractiva Juliana, sino por el afecto y el respeto que le tenía a ella y a su esposo. Pero ella –insistiendo- le dijo:

  • No te propongo una aventura, Jorge, te propongo un negocio. Un negocio secreto y del que solo vos y yo sabremos.
  • ¿Cómo sos capaz de proponerme algo así? No puedo hacerles eso. No lo podría hacer ni por Alberto ni por vos.
  • Justamente por eso me animo a pedírtelo y solo a vos… por mi matrimonio justamente, es que te lo pido. Además, te digo dos cosas. Antes de venir, le pedí a Alberto una buena suma de dinero con la excusa de ayudar a mis tíos y de eso dispongo; por otro lado sé, porque me lo han contado, que tu situación económica es muy mala y que ese dinero sería la solución para tu problema.
  • Pero…
  • Pero nada. Lo dicho, es un negocio. Lo hacemos y nos olvidamos del asunto.

Jorge dudó, pero después agregó:

  • Está bien, lo haremos y quedate tranquila… seré una tumba y lo olvidaré para siempre.

Aquella tarde ocurrió. Rápida y sencillamente, ocurrió.

Los días comenzaron a pasar y luego los meses y los síntomas comenzaron a sentirse, a dejarse ver.

Cuando Alberto se enteró, no lo podía creer. Le parecía que tocaba el cielo con las manos. Su alegría era contagiosa. No había amistades o conocidos a quien no le contara la buena nueva.

No solo su ánimo cambió, recuperó su vida y comenzó a soñar… a imaginar el cuarto del bebé, los colores, los juegos que compartirían, a proponer nombres…

Pero, a medida que su entusiasmo iba siendo cada vez más desbordante, en Juliana comenzó un proceso totalmente inverso. Tal vez por su propio estado, tal vez por remordimiento, pero lo cierto que en ella comenzó a trabajar insidiosamente la culpa.

El tiempo pasó, el embarazo avanzaba y la situación se fue agudizando.

Hasta que un día no pudo más. Comenzó con la fatídica frase “tenemos que hablar”. Tan mal se sentía que ni eligió el tiempo, el modo o la oportunidad. Le pidió a Alberto que se sentara y empezó su relato. A medida que avanzaba las lágrimas comenzaban a ennublecer su vista. Pero no paró y fue describiendo todo, momento a momento, hasta el más pequeño detalle.

Alberto primero empalideció totalmente, después comenzó a menear su cabeza de un lado a otro, como negando lo que estaba escuchando y finalmente apoyó los codos en la mesa y se cubrió la cara con las manos, que agachó -como con vergüenza- mientras murmuraba una y otra vez:

  • ¿Cómo pudiste…?

Cuando Juliana termino, su sollozo ya era llanto y no repetía otra cosa más que:

  • Perdonáme, Alberto, por lo que más quieras, perdóname… solo Dios sabe lo que te quiero y lo que hice, lo hice por amor a vos, pero el hijo no es tuyo…

Después silencio. Pasaron ¿minutos o segundos? que parecieron siglos, hasta que Alberto levantó la vista, se paró frente a ella y la miró fijamente a los ojos:

  • A ver, dejame entender, no quiero equivocarme ¿Cómo? ¿Qué hiciste lo que hiciste por amor a mí? ¿Y encima le pagaste?
  • Si Alberto, pero por lo que más quieras, perdóname, lo hice por nosotros…
  • ¿Con mi plata…?
  • Si, con toda la plata que vos me diste…
  • Ajá, entonces ¡Mirá que el hijo no va a ser mío…! dijo mientras abrazaba tiernamente a su esposa.

 

(1) Esta cuento está incluído en el libro “Historias de la Rys y otros cuentitos” de Rodolfo Oscar Negri, editado por Editorial UCU en diciembre de 2014 y vuelto a editar en diciembre de 2020.

Este cuento fue publicado por la revista La Ciudad el 6/3/2022

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