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Larga usurpación de Malvinas por Felipe Pigna

En estas épocas de inverosímiles “guerras preventivas”, pocos recuerdan que fueron las dos potencias protagónicas del actual desatino mundial las que en el siglo XIX acordaron la usurpación de nuestras Islas Malvinas. Conviene recordar que España venía ocupando discontinuamente el archipiélago desde que fue descubierto y bautizado como Islas Sansón por hombres de la expedición de Magallanes en 1520.

A comienzos de 1811, el virrey Elío, que desobedecía a la Junta revolucionaria de Buenos Aires, ordenó desde Montevideo el abandono de Puerto Soledad en las Islas que ya habían sido bautizadas Malouines por marinos franceses procedentes de Saint Malo en 1708. El 27 de octubre de 1820, cumpliendo órdenes del ministro de Guerra y Marina, Matías Irigoyen, llegó a Puerto Soledad al mando de la fragata Heroína, el ex coronel del ejército norteamericano David Jewett que desde 1815 estaba al servicio de las Provincias Unidas. El marino le escribía orgulloso al gobierno: “Tengo el honor de informar a usted de mi llegada a este puerto, comisionado por el superior gobierno de las Provincias Unidas de la América del Sud, para tomar posesión de estas islas en nombre del país al que naturalmente pertenecen por la Ley Natural.”

A partir de entonces se estableció una pequeña colonia argentina dedicada a la pesca y a la ganadería ovina.

El 10 de junio de 1829, el gobernador delegado Martín Rodríguez creó la Comandancia política y militar de Soledad y designó a su frente al comerciante alemán nacionalizado argentino Luis Vernet. El decreto establecía la continuidad histórica y jurídica de los derechos soberanos: “Habiendo entrado el gobierno de la República en la sucesión de todos los derechos que tenía sobre estas provincias, la antigua metrópoli, y de que gozaban sus virreyes, ha seguido ejerciendo actos de dominio en dichas islas, sus puertos y costas, a pesar de que las circunstancias no han permitido hasta ahora dar a aquella parte del territorio de la República la atención y cuidado que su importancia exige”.

Vernet llevó adelante una activa comandancia: construyó viviendas, levantó un relevamiento topográfico, montó un saladero de pescado y carne, una curtiembre y logró construir la goleta Águila.

La depredación de la zona preocupó al gobierno de Buenos Aires que, en octubre de 1829, prohibió la pesca y captura de ballenas hasta que, en 1831, Rosas reemplazó la prohibición por un impuesto a los buques pesqueros. Pero los barcos balleneros pasaban de largo por Puerto Soledad eludiendo el impuesto y depredando a gusto. Harto de esta situación, Vernet se decidió a actuar y apresó a los balleneros norteamericanos Harriet y Superior, que sin permiso estaban cargando pieles de foca, mientras que un tercero que desarrollaba las mismas actividades pudo darse a la fuga.

Vernet personalmente llevó a la Harriet a Buenos Aires llevando a bordo detenido a su capitán, Gilbert Davison.

Los norteamericanos no se iban a quedar tranquilos y el 28 de diciembre, día de los inocentes de 1831, el capitán Silas Duncan al mando de la fragata estadounidense Lexington, desembarcó en Puerto Soledad, atacó sus instalaciones, destrozó la artillería, quemó la pólvora, tomó prisioneros a seis oficiales argentinos, arrió la bandera celeste y blanca y declaró a las Islas “libres de todo gobierno”.

El gobierno de Buenos Aires reaccionó enérgicamente y Rosas le pidió al ministro Manuel Maza que presentara una protesta formal ante Washington. El cónsul, Jorge W. Slacum, y el encargado de negocios, Francisco Bayles, fueron declarados personas no gratas y expulsados del país.

Pero antes de partir, los agentes le “avisaron” al ministro inglés, John Woodbine Parish, que los Estados Unidos sólo pretendían permisos de pesca y que las islas estaban desguarnecidas y eran muy fáciles de tomar, invitando a los súbditos de Su Graciosa Majestad a invadir las islas. El jefe de la estación naval británica en América del Sur, con sede en Río de Janeiro, Sir Thomas Baker, impartió la orden y el 2 de enero de 1833 se presentó en Malvinas la corbeta inglesa Clío al mando del capitán John James Onslow. El gobernador provisorio Pinedo se negó a arriar el pabellón argentino pero la fuerza pudo más y debió rendirse y regresar con su gente a Buenos Aires. Sólo habían pasado ocho años desde la firma del tratado de Paz, Amistad, Comercio y Navegación entre la Argentina e Inglaterra y diez de la formulación de la famosa “Doctrina Monroe” cuando el presidente norteamericano proclamara formalmente ante el Congreso de su país que “los Estados Unidos consideran peligrosa para su paz y seguridad toda tentativa, por parte de las potencias europeas, de extender su sistema político a una porción cualquiera del hemisferio”. El 15 de enero el ministro de Relaciones Exteriores de Buenos Aires, Maza, reclamó por el atropello ante el ministro inglés Philip Gore pero no hubo de parte de Londres siquiera una flemática respuesta. Cuando el escocés Mateo Brisbane, un antiguo colaborador de Luis Vernet, llegó a Malvinas el 3 de marzo decidió ponerse al servicio de los ingleses.

Obtuvo la confianza de los invasores y mantuvo como colaboradores a Juan Simón, un francés que trabajaba como capataz desde la época de Vernet, y al despensero de las islas, el irlandés William Dickson. Tanto el francés como el irlandés explotaban y maltrataban a los peones, a quienes se les prohibió faenar ganado y quienes continuaban recibiendo sus magros jornales en vales firmados por el ex gobernador, que ya no eran aceptados en la despensa de Dickson, la única de las islas.

La situación se fue tornando desesperante para los peones que no se quedaron con los brazos cruzados. El 26 de agosto de 1833 estalló la rebelión. Al frente se puso el gaucho entrerriano Antonio Rivero. Lo siguieron José María Luna, Juan Brasido, Luciano Flores, Manuel Godoy, Felipe Salazar, Manuel González y un tal Latorre. En pocas horas terminaron con las vidas de Brisbane, Dickson, Simón y todos los extranjeros, y enarbolaron nuevamente la bandera argentina. Así se mantuvieron por cinco meses, mientras esperaban que Buenos Aires enviara una expedición para ayudarlos que nunca llegó.

Los que sí llegaron fueron los ingleses. Fue el 7 de enero de 1834. A bordo de la demasiado explícita fragata Challenger arribó el teniente Henry Smith para asumir como gobernador británico en las islas. Rivero y sus hombres resistieron durante dos meses, hasta que fueron capturados el 18 de marzo y enviados a Londres para ser juzgados. Finalmente el tribunal de Su Majestad le encomendó al Almirantazgo que los devolviera a Montevideo adonde llegaron a mediados de 1835. Según José María Rosa, Antonio Rivero murió heroicamente el 20 de noviembre de 1845 enfrentando la flota anglo-francesa en el combate de la Vuelta de Obligado, que pasará a la historia como del día de la Soberanía Nacional.

Rosas intentó canjear las Islas por la cancelación del empréstito contraído por Rivadavia con la casa Baring en 1824, nuestra primera deuda externa. La misión le fue encomendada al entonces embajador argentino en Londres, Manuel Moreno, el hermano de Mariano. La idea era impracticable porque si Inglaterra se sentaba siquiera a negociar, estaba reconociendo la soberanía argentina sobre el archipiélago, cosa que no estaba ni está dispuesta a aceptar.

El 25 de julio de 1848 se debatió en el Parlamento británico el presupuesto del Imperio y William Molesworth dijo en su discurso: “Ocurren aquí las miserables Islas Malvinas, donde no se da trigo, donde no crecen árboles. Decididamente, soy del parecer que esta inútil posesión se devuelva, desde luego, al gobierno de Buenos Aires, que justamente la reclama”.1

La confesión de parte no tuvo repercusiones en el gobierno británico que conocía la “inutilidad” económica de las Islas, pero tenía muy clara la importancia estratégica del archipiélago situado frente al único paso interoceánico existente entonces en América, el estrecho de Magallanes, cuando faltaba mucho para que se inaugurara el canal de Panamá. Lo que siguió fue la más absoluta intransigencia del Reino Unido a siquiera considerar el tema de la soberanía y una guerra decidida por los más injustos e ineptos comandantes de que tengamos memoria y peleada por heroicos combatientes a los que es de buenos argentinos no olvidar.

Fuente: El Historiador

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