Por Ángel J. Harman –
Desde el comienzo de las guerras de la independencia y en las siguientes confrontaciones civiles y en las fronteras, muchas mujeres siguieron el derrotero de sus novios, marido, o familiares. En algunos casos, lo hacían para no quedar abandonadas en la miseria, y en otros, por amor, apego o solidaridad.
Uno de los ejemplos más conocidos es el de la altoperuana Juana Azurduy de Padilla, quien junto a su marido apoyaron los movimientos revolucionarios de La Paz, Cochabamba y Buenos Aires y fueron protagonistas fundamentales en la guerra de liberación de ese territorio. Tras el asesinato de su esposo, Juana continuó luchando a las órdenes de Martín Miguel Güemes.
Pese a que se la había distinguido con un grado militar, el gobierno nunca cumplió con el pago de sus servicios y murió en la extrema pobreza en 1862.
El otro caso, difundido a nivel escolar, es el de las llamadas “Niñas de Ayohuma. A estas mujeres que siguieron a sus familiares en la campaña al Alto Perú emprendida por el general Manuel Belgrano, se las recuerda por haber participado en las batallas y de actuar como samaritanas luego del desastre de Ayohuma.
Una de ellas fue reconocida como por el general Juan José Viamonte en 1827, cuando deambulaba como mendiga por las iglesias de Buenos Aires. Era una mujer de tez morena, cuyo nombre era María Remedios del Valle.
Cuando en el Congreso se debatía si debía asignársele una pensión, el diputado Tomás de Anchorena, quien había sido secretario del general Belgrano en el Alto Perú, dio su testimonio:
“Esta mujer –expresó- participaba en todas las acciones con tal valentía que era la admiración del general, de los oficiales y de toda la tropa. Era la única persona de su sexo a quien Belgrano permitía seguir la campaña del ejército, cuando eran tantas las que lo intentaban. Ella era el paño de lágrimas, sin el menor interés, de jefes y oficiales. Todos la elogiaban por su caridad, por los cuidados que prodigaba a los heridos y mutilados, y por su voluntad esforzada de atender a todos los que sufrían. Su misma humildad es lo que más la recomienda”.
Aunque el Congreso resolvió reconocerle el sueldo correspondiente al grado de Capitán, nunca se le pagó nada, y continuó mendigando hasta morir en la miseria.
También se recuerda a otras mujeres que se destacaron en las guerras de la independencia en el Norte argentino, como Juana Moro, Gertrudis Madeiro. Pero la mayoría quedó en el anonimato y sólo han quedado vagos testimonios de su participación junto a las tropas en campaña.
El general José María Paz ha relatado en sus Memorias que en la guerra con el Brasil, junto a los soldados de las Provincias Unidas, había muchas mujeres, quienes para subsistir, llevaban atados con objetos que hurtaban y que eran utilizados o consumidos en los fogones o vivaques. Paz no le tenía simpatía ni consideración por estas abnegadas mujeres, a las que califica “mujeres perdidas que acompañan a los ejércitos”.
Cuando pasaron las guerras por la independencia, las economías provinciales quedaron maltrechas, al trastornarse los circuitos mercantiles y productivos. Muchas familias quedaron en la miseria, en particular en la región noroeste, en donde la guerra fue más intensa y duradera. Como consecuencia, muchas mujeres se vieron en la necesidad de buscar trabajo lejos de sus lugares de origen. En 1825, hallándose en las cercanías de Córdoba, el viajero inglés J. Andrews observó una numerosa tropa de carros procedentes de Salta y de Jujuy. Contó alrededor de ciento treinta personas acomodadas en ellos, “principalmente mujeres aptas para el servicio doméstico”.
Durante las guerras civiles las mujeres participaron directa e indirectamente de la vida militar, acompañando a sus esposos, hermanos o hijos. También tuvieron una participación en la confección y reparación de uniformes. Las viudas, esposas y madres de los soldados en campaña consiguieron que los batallones les distribuyeran alimentos mientras duraba la guerra. Con frecuencia, estas mujeres pidieron excepciones del servicio para sus parientes hombres, aduciendo razones de necesidad y pobreza.
También hubo mujeres entre las tropas enviadas al frente paraguayo. En 1869 fueron censadas algunas mujeres en el Ejército de Operaciones en el Paraguay – 4ª División – 1ª Brigada, 2º Batallón de Entre Ríos. Eran de diferentes procedencia y realizaban diversos oficios:
* Garay, Eufemia, 38 años, nat. de Córdoba; bordadora, viuda
* Rodríguez, Manuela, 28 años, nat. de Córdoba; costurera, soltera;
* Vello, Cruza, 25 años; nat. de Corrientes; planchadora; soltera;
* Molina, Juana, 26 años; nat. de Corrientes, planchadora, soltera;
* Rodríguez, Feliciana, 29 años; nat. de Corrientes; planchadora; viuda;
* Belgrano, Manuela; 20 años; nat. de Corrientes; cocinera; soltera
José Daza relata el caso de la esposa del soldado Godoy, que acompañó a su marido en la campaña realizada en diciembre de 1873 a Entre Ríos para sofocar la segunda revolución jordanista. Cuando fue descubierta en el Regimiento 1º de Caballería, declaró llamarse Catalina de Godoy y que había resuelto seguir de incógnito a su marido.
A esta mujer, a quien los soldados la habían apodado “Mama Catalina”, Daza la describe de la siguiente manera:
“(…) tenía como 35 años, era trigueña, tipo varonil de líneas fisonómicas bien formadas, criolla de San Juan, hábil enfermera, hacía derroche de compañerismo de cuerpo, como ella decía –cualquier soldado que se enfermase, corría a suministrar al paciente diversas clases de té de yerbas medicinales que nunca le faltaban”. Catalina se encargaba también de preparar empanadas, sopaipillas y tortas fritas para los soldados
El mencionado coronel Daza recordaba también a un soldado Mondaca quien había nacido y crecido en el Regimiento 1º; “era hijo de una de esas desgraciadas que siguen eternamente a las unidades”.
No faltaron mujeres junto a sus hijos y compañeros en los ejércitos y en los fortines de la frontera. Así lo han testimoniado los científicos y jefes militares que estuvieron en esas regiones y escribieron sobre el tema.
Según algunos autores, en la campaña comandada por Roca en 1879, las familias (mujeres y niños) llegaron a constituir un tercio de las tropas. Aparte de su importancia numérica, lograron contener las deserciones; por este motivo, el gobierno “se vio obligado a considerarlas parte integrante de la tropa y someterlas a los mismos deberes, aunque de derecho nunca se habló a las claras”.
Al respecto, escribió el comandante Prado:
“No conozco sufrimientos mayores que los pasados por las infelices familias de aquellas tropas, obligadas a marchar de noche o de día largas distancias con sus hijos al anca de una cabalgadura, cubiertas de polvo, con sed, con hambre, con frío; pobres mujeres, tenían que someterse forzosamente, que subordinarse a las mismas circunstancias de la tropa, so pena de perecer perdidas en la soledad del desierto. En las marchas, generalmente al toque de diana, seguía el de ensillar y (…) seguramente no habían desayunado ni ellas ni sus hijos cuando el toque de atención prevenía para montar y luego el de marcha…”.
Las tareas de estas mujeres eran múltiples: desde el lavado da la cocina, desde arrear caballos a atender a los heridos o enfermos.
Además de los documentos oficiales, muchos protagonistas dejaron testimonios sobre las campañas militares y anécdotas de la vida de los campamentos; pero fueron contados quienes registraron la presencia de las mujeres en esas duras contingencias. De esas pocas, la mayoría anónimas, hemos querido traer al presente algunos aspectos de su vida de entrega y privaciones.
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Fuentes
ANDEWS, J. Viaje de Buenos Aires a Potosí y Arica, Buenos Aires, Hyspamérca, 1988
DAZA, José S., Episodios militares, Buenos Aires, 1908
FRANCO, Luis, La pampa habla, Buenos Aires, Ediciones Del Candil, 1968
PAZ, José María, Memorias póstumas, Buenos Aires, tomo I, 1951
SALVATORE, Ricardo, “Consolidación del régimen rosista (1835-1852)” en Nueva Historia Argentina, tomo 3, capítulo IX
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 21/8/2021