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LA CUARTA INVASIÓN INGLESA

Por Juan Domingo Perón   –    

Esta columna escrita por Juan Domingo Perón fue publicada en el periódico Clarín de Chile (1954-1973), el 13 de enero de 1957 (pág. 3), en el marco de la visita del consorte real inglés, Felipe de Edimburgo, a las Islas Malvinas y la Antártida durante ese mismo año.

Hallada en el archivo personal de Alicia Eguren, fue cedida al Avión Negro por su hijo, Pedro Catella.

LA CUARTA INVASIÓN INGLESA

La columna que se reproduce a continuación, escrita por Juan Domingo Perón, fue publicada por el periódico Clarín de Chile, el día 13 de enero de 1957 en la página 3. Fue hallada en el archivo personal de Alicia Eguren y cedida con gentileza al Avión Negro por su hijo, Pedro Catella.

 

EL CABLE nos anuncia que el almirante Rojas, Vicepresidente del Gobierno Provisional Argentino y Jefe de Operaciones Navales de la Marina de Guerra, ha viajado hacia la Antártida con el propósito de entrevistarse con el Duque de Edimburgo quien, a su vez, se dirigía hacia la capital de las Islas Malvinas tras haber presenciado los Juegos Olímpicos. Esta noticia merece un poco de historia.

A principios de 1800 y antes que estallara el “Grito de Mayo”, los ingleses intentaron apoderarse de la Argentina en dos oportunidades, para lo cual la invadieron con las armas. En ambas ocasiones, los patriotas, erigidos en improvisados defensores de la ciudad, los rechazaron. A estos episodios se les conoce, respectivamente, como las Primeras Invasiones Inglesas y la Reconquista de Buenos Aires. Poco tiempo después, y consecuentemente, se produce la Revolución de 1810, que otorga a la Nación su independencia política, consolidada tras largos años de dura lucha. Arrojado definitivamente el conquistador español de sus fronteras, la Argentina entra en un doloroso período de anarquía, en el que las disputas caudillescas y de fracción paralizan el progreso de la Nación y diezman a sus pobladores. Tras un afortunado golpe de Estado asume el poder Carlos María de Alvear, uno de los fundadores de la oligarquía argentina, quien envía al Brasil la “Misión García”, que lleva el mandato del gobierno argentino de entrevistar a Sir Lord Stranford y someter los destinos de la Nación a las órdenes de su Majestad Británica. El derrocamiento de Alvear impide que se consume este desgraciado acto, precursor del “cipayismo” en nuestra Patria. Luego, durante el Gobierno de Rivadavia, el país parece encausarse por la senda del orden, y los ingleses, con una desarrollada técnica imperialista, inducen al Gobierno a contraer un empréstito con la casa Baring Brothers, que luego la Nación tendría que pagar más de mil veces sobre su valor real. El período de orden es breve y de nuevo recrudecen, cada vez más enconadas, las desavenencias internas. Esta situación se prolonga más allá de la mitad del siglo anterior, hasta que, por fin, el país logra su unidad política, su organización y se da, por primera vez, su estatuto fundamental, la Constitución del 53.

El período de luchas intestinas, carente de toda garantía y seguridad para la vida y los intereses extranjeros, ha sido superado. El país es gobernado por los descendientes del patriarcado que diera libertad a la Patria. Pero aquellos parecen no haber heredado las virtudes de sus antepasados. El vicio y la malicia caracterizan sus vidas y, tras haber dilapidado sus fortunas personales, se disponen a hipotecar la riqueza y el porvenir de la Patria. Inglaterra, siempre alerta, desaparecidos los peligros de la anarquía y con una oligarquía complaciente, proclive al continuismo y la vida fácil, pone en juego los resortes de su experiencia y su astucia, y se infiltra económicamente. Acaba de producirse la Tercera Invasión Inglesa.

Durante casi cien años, la Argentina, paulatinamente, pasa a ser una colonia, una factoría inglesa. La comercialización de sus cosechas, sus carnes y sus cueros; los frigoríficos; los servicios públicos; los seguros y reaseguros; la flota marítima; las finanzas y otros, en su inmensa mayoría están en su poder o son manejados, directa o indirectamente, por Inglaterra.

Se produce la revolución de junio de 1943, y luego la asunción del poder por nuestro Gobierno Constitucional elegido, por primera vez, por la voluntad libremente respetada del pueblo. Nosotros anunciamos como objetivos fundamentales de nuestra acción gubernamental, la felicidad del pueblo y la grandeza de la Patria y enarbolamos como banderas de nuestra causa la justicia social, la independencia económica y la soberanía nacional. Los peligros son muchos. Debemos librar una batalla ardua. Son incalculables los intereses creados dentro y fuera del país. Ya no son sólo la oligarquía local y el imperialismo faraónico. Alrededor de ellos ha ido naciendo y desarrollándose una variedad de parásitos y vividores. Entre ellos sobresalen los políticos profesionales y la prensa venal. Pero la fuerza del ideal patriótico y humanista que nos impulsa es superior a todo obstáculo y nos lanzamos en busca de tan altos objetivos. Ante la incredulidad de propios y extraños, con sorprendente celeridad y decisión, nacionalizamos, comprando y pagándoles, los ferrocarriles (que en la Argentina constituyen uno de los instrumentos vitales de la economía), los transportes de Buenos Aires; los puertos; los teléfonos, los silos y elevadores de granos; algunos frigoríficos, los servicios de gas, de electricidad y demás servicios públicos. Creamos la Flota Mercante Marítima y Fluvial del Estado, que llegó a ser la cuarta del mundo y una importante flota aérea comercial. Nacionalizamos el Banco Central y los depósitos, con lo que otorgamos a la Nación el manejo de sus finanzas y de su moneda. Creamos el Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que entre otras importantes y útiles funciones, permitió desplazar a los consorcios extranjeros que hasta entonces comercializaban en propio provecho nuestra producción, la que pasó a ser de utilidad general para la nación y, en especial, para quienes la producían con su trabajo. Industrializamos el país constituyendo grandes hornos, facilitando la instalación de industrias pesadas extranjeras, que aportaban bienes de capital, técnicos y experiencia, y comprando más de veinte mil nuevos e importantes equipos. Asimismo, adquirimos primero y fabricamos después gran cantidad de maquinarias agrícolas y automotores para el desplazamiento de la producción. Así logramos la independencia económica, arrojando, de esta manera, por TERCERA VEZ, al invasor británico.

Hasta entonces, de los diez mil millones de pesos argentinos que constituían aproximadamente la producción global argentina, seis mil millones emigraban al extranjero en concepto de servicios financieros. No es difícil explicarlo. Para que Inglaterra llevara nuestras carnes, nuestros cueros y cereales, había que pagarles el petróleo, el transporte ferrocarrilero, los frigoríficos, los seguros y los reaseguros, los servicios portuarios y los fletes de los barcos transportadores, todo lo cual estaba en sus manos y, además, comprarle toda la manufactura que consumíamos al precio que nos quisieran imponer. La política económica de nuestro Gobierno Constitucional le resultó desastrosa. No sólo tuvieron que pagarnos a precios razonables y justos la producción que nos adquirían, sino que como consecuencia inmediata de nuestra industrialización progresiva, fueron perdiendo nuestro mercado comprador de productos transformados. Sirva un ejemplo: el textil y afines, habitualmente importábamos de Inglaterra por un valor aproximado a los cien millones de dólares anuales. En 1954, esa cifra se había reducido a medio millón de dólares anuales. Así, en los demás renglones. Poco a poco se fueron rompiendo los hilos de la telaraña con que la rubia y pérfida Albión había tenido aprisionada nuestra independencia y nuestra soberanía. Como último bastión le quedaba el mercado comprador de petróleo. Inglaterra nos vende combustibles por un valor de 350 millones de dólares por año. Nuestro Gobierno Constitucional había firmado, ad referéndum del Congreso de la Nación, un contrato de Locación de Servicios con la Standard Oil de California. Por el mismo, esta compañía norteamericana se comprometía a explorar parte de nuestro subsuelo y extraer el petróleo que hubiera, el que debía ser entregado en su totalidad a Yacimientos Petrolíferos Fiscales (organismo estatal) para su comercialización tanto interna como externa. Por esos servicios, la Standard percibiría un porcentaje razonable y justo de los beneficios que arrojara el combustible extraído. Un magnífico negocio para la Nación que, sin hacer ninguna clase de concesiones, a la vez que lograba su autoabastecimiento energético, veía posibilitada la manera de lograr divisas con los excedentes exportables. Es posible que los ingleses hayan hecho el cálculo de la pérdida que esto significaba para ellos y, usando su vieja técnica en el arte de dominar pueblos y ahogar intentos de emancipación, se hayan resuelto a invertir de una sola vez una cantidad determinada que les pusiera a cubierto del riesgo que aquel contrato de locación con la Standard les significaba. De esta forma, es penoso confesarlo, fueron compradas las conciencias, el patriotismo y la lealtad que simulaba la mayoría de los marinos y militares participantes en la revolución libertadora.

Los ingleses, grandes financistas, saben extraer suculentos intereses de sus inversiones. Sus exigencias no se limitaron a anular la posibilidad de absoluta independencia económica que nos proporcionaba el autoabastecimiento energético. Fueron más allá. Impusieron a sus obedientes servidores nativos la obligación de destruir la industria.

Nuestro desarrollo había sido asombroso. En 1951 no se fabricaban ni los alfileres que se consumían. En 1955 dejamos el país fabricando tractores, automóviles, camiones, maquinarias agrícolas, locomotoras, vapores y otros, después de satisfacer toda la producción de la industria liviana y media para el consumo del país.

La dictadura militar no demoró en poner en práctica el plan impuesto desde la metrópoli en Londres. Se comenzó por construir una “Comisión” que declaró la interdicción de todas las empresas que fueron ocupadas “manu militari”, suspendidos sus créditos, anuladas sus autoridades y clausuradas todas sus actividades. Así se conseguía, sin más, una clausula definitiva, con “carácter provisional”, “ad referndum” de lo que dispusieran los amos que desde bambalinas manejaban “la cosa”. Ello se prestó no sólo para destruir las empresas, sino también para que todos los interventores, funcionarios y “jefes” se “pusieran las botas” mediante el fácil expediente de “requisar en uso” automóviles, heladeras, camiones, tractores y otros, de las fábricas incautadas. Estos ladrones hicieron allí “su Agosto”, y las existencias útiles de las fábricas quedaron reducidas a las máquinas que, por su peso, no se las pudieran llevar y que por su uso no eran de utilidad a estos ladrones uniformados. En la Mercedes Benz no quedó un camión ni un automóvil ni un repuesto y, como si ello fuera poco, se robaron los automóviles del garaje del presidente de la Compañía y numerosos vehículos pertenecientes a otros tantos clientes que estaban en reparación en los talleres. Esto mismo se repitió en todas las fábricas intervenidas. Sin embargo, algunas empresas subsidiarias de los consorcios que dirigían a estos “depredadores” fueron devueltas gratis mediante el levantamiento de la interdicción. En otros casos se procedió de la misma manera, pero mediante la entrega de crecidas sumas de dinero a los encargados de la “ejecución”. Las demás empresas han sido destruidas o están condenadas a la destrucción. Esta es la triste historia de este sucio negocio “de las interdicciones” en la Argentina. Los comentarios huelgan, pero se nos ocurre acotar una pregunta: ¿qué castigo merecen estos verdaderos traidores a la Patria? El que responderá será el pueblo, a su hora.

El ex Ministro de Marina de nuestro Gobierno Constitucional, contralmirante Aníbal Olivieri, uno de los cabecillas de la frustrada revolución del 16 de junio de 1955 y designado por la actual dictadura militar argentina. Embajador ante las Naciones Unidas, acaba de denunciar públicamente la vil entrega de nuestro patrimonio a Inglaterra. No nos apresuremos, no se trata de un bello gesto de patriotismo. El almirante se queja del asno que han elegido. Él no quiere que sea Inglaterra; prefiere, según su propia confesión, que sea Estados Unidos. Pero de todas maneras, su declaración sirve para testimoniar por boca de uno de los principales “revolucionarios” la indignidad y la venalidad de quienes usurpan el poder y se mantienen en merced a la violencia y el terror de la fuerza y en contra de la unanimidad del pueblo argentino.

La noticia que nos trajo el cable merecía esta breve historia. Ella nos ayudará a explicarnos la extraña, la insólita entrevista que en la Antártida argentina sostendrán el “marido de la Reina de Inglaterra” y el bien llamado por el pueblo argentino “Virrey Rojas”. Con una manifiesta falta de pudor, por parte de ambos, el marido de la Reina lo espera en las Malvinas, reafirmando la connivencia y en una actitud provocativa hacia nuestro pueblo, con la que se pretende rectificar el propósito de no devolver jamás ese pedazo de tierra usurpada a la soberanía argentina mediante un acto de bandidaje.

Nuestra Patria y nuestro pueblo soportan, en esta hora trágica, LA CUARTA INVASIÓN INGLESA. Si antes, sin la cultura popular, la conciencia social y política, el adoctrinamiento y la organización que hemos alcanzado y disponemos en la actualidad, fuimos capaces de arrojarlos en tres ocasiones, ¿qué no seremos capaces de hacer ahora? La historia no marcha para atrás. Nuestro movimiento revolucionario social, el justicialismo, marcha dentro de la corriente histórica. La de ellos es una reacción circunstancial y fortuita que pretende, inútilmente, invertir el curso de la historia. No es difícil predecir quién triunfará al final.

 

Colaboración de Juan Martín Garay