Por Rodolfo Oscar Negri –
Muchas veces la mejor mirada –aunque no por eso la única o la correcta- es la que se realiza desde fuera de un lugar o situación.
No se puntualmente si es mi caso. Uruguay me recibió hace bastante más de 40 años –más del 75% de mi vida- y aquí pude trabajar, desarrollarme como persona y ser humano y terminar de formar una familia.
Sin renegar de mi origen platense, me siento un uruguayense como el que más y creo que –incluso- el hecho de no haber nacido aquí me permite tener otra visión de algunas características de la ciudad. Pero cualquier comentario o reflexión no tiene sino el amor, el cariño y el agradecimiento de quien ha echado raíces aquí, porque este es mi lugar en el mundo.
Concepción del Uruguay tiene un cofre de tesoros que ofrece a quien esté dispuesto a disfrutarlos. Desde una belleza natural excepcional potenciada por el generoso Río Uruguay, a un sinnúmero de actividades que hacen a la cultura y al deporte, como pocos lugares en la Argentina. Como si esto fuera poco puede ostentar una historia riquísima que hace a los albores y la génesis de la nacionalidad, desde la presencia e influencia de Artigas en adelante.
Por otro lado, en estos más de cuarenta años la he visto crecer y desarrollarse tanto ediliciamente como en obras de infraestructura, como -estimo- no ocurría desde cuando era capital de la provincia. No está demás decir que esto sucede, sobre todo en estos diez o doce últimos años.
Asimismo, supo ser cuna de grandes hombres que –en su momento- tuvieron roles importantes y decisivos en el desarrollo de la Argentina. Pero casi como en una relación inversamente proporcional, de la mano del desarrollo de la ciudad como tal; me parece advertir (no soy un sociólogo o sicólogo social, sino solo un observador) un paulatino desinterés por las cosas propias. Corrijo esto, porque siempre es malo el generalizar –porque excepciones hay y muchas- pero intento leer tendencias generales.
Si hago una somera comparación con las ciudades cercanas (Gualeguaychú, Colón o la propia Concordia) vemos que de sus habitantes solo tenemos que escuchar elogios y un profundo orgullo de pertenencia a esas comunidades. En nuestra ciudad no me parece observar lo mismo. Me atrevo a decir que desde 1974 (año en el que me afinque aquí) hasta ahora, hemos ido teniendo un paulatino deterioro en ese aspecto.
Ahora ¿Si tenemos todo, como es posible que no lo potenciemos nosotros mismos?
Se me ocurre que es un tema cultural que pasa fundamentalmente por el desconocimiento de nuestra propia historia, de los muchos momentos históricos que hicieron de esta ciudad una cuna del Federalismo. Un lugar que dio origen a personajes de proyección nacional y americana. Un sitió que protagonizó gestas de lucha que pondrían orgullosa a cualquier población de cualquier lugar del mundo.
Entonces gana la mediocridad, el desinterés… lo común, lo “nuestro” no vale la pena.
Tímidamente y con muy poco respaldo surgen asociaciones de vecinos para defender lo que –equivocadamente o no- consideran que son sus derechos en la ciudad. Ojo, no estoy avalando sus acciones (aunque podría hacerlo sin problemas), sino ponderando el espíritu de reunirse para defender ideas de lo que consideran que es el interés común.
¿Alguno imagina que si Botnia se hubiese ubicado frente al Banco Pelay hubiéramos sido capaces de una lucha como la que protagonizó Gualeguaychú?
Es malo hacer política ficción, pero estoy convencido de que no.
Hemos perdido la mística, el orgullo de pertenecer, el convencimiento de que lo público es de todos. Si hasta el Plan de Saneamiento Vial que se viene llevando adelante desde hace varias administraciones municipales con el apoyo de RIO URUGUAY SEGUROS Y CESVI, se mira con cierto desdén y como si fuera una molestia y apunta a ¡salvar vidas!
Tal vez una sola excepción se destaca (y no es unánime) que es la nueva costanera de la Isla del Puerto. Pero no olvidemos la guerra que oportunamente se le hizo y todavía se escuchan críticas a su construcción.
Muchas veces la mezquindad política supera a lograr una mejor calidad de vida comunitaria.
Si asumimos esta hipótesis como correcta ¿Por qué es así? Es un tema cultural y la responsabilidad está en quienes son nuestros mayores y en nosotros mismos.
Somos una fuente de instituciones educativas (primarias, secundarias y universitarias) ¿Cómo es posible tener semejante problema cultural? El tema tiene que ver con que ser instruido no significa ser educado. No solo hay ignorancia de nuestra propia historia, sino que –además- no se siente la pertenencia al colectivo de ser “uruguayense”.
De conocer, de respetar, de honrar y de cuidar lo que es propio de nuestra ciudad.
Para ejemplo basta un botón. Recuerdo cuando se cumplieron los 150 años de la gloriosa defensa de la ciudad que rechazó a las tropas invasoras de Madariaga. Estoy hablando del 21 de noviembre de 1852. No hubo ni un acto público ni privado, que rememorara aquella gesta en la que perdieron la vida unos diez vecinos en una lucha (si calculamos la proporción con la población actual, sería como que en un hecho perecieran –en batalla- 200 vecinos, vean la magnitud de los sucesos) que sirvió –no solo- para impedir la toma de la plaza, sino que salvó el Congreso Constituyente de Santa Fe y la institucionalización del país.
¿Es que faltan investigadores que hayan buceado en la historia? No, de ninguna manera. Se me ocurre mencionar solo al Prof. Oscar Urquiza Almandoz (por ser el autor de esa monumental obra que es la Historia de Concepción del Uruguay), pero como él, hay otros trabajos e investigadores importantísimos y memorables, en ese aspecto.
¿Qué pasa entonces? Fallamos en la trasmisión de esos valores. Desde el discurso familiar, pasando por el que se desarrolla en los establecimientos educativos y finalizando por la ignorancia institucional y la falta de reconocimiento de los íconos históricos.
Parece mentira que una comunidad que tiene calles con nombres como “Los Tulipanes” (flor característica, no precisamente de estas latitudes); no recuerda en sus calles o bulevares ni al Congreso del Oriente, ni a Gregorio Piris, ni a Anacleto Medina o a personajes más recientes por ejemplo el caso de Helena Larroque de Roffo o Tadea Jordán, ni a tantos, pero tantos otros personajes que merecen eso y mucho más. (NR: el artículo es de 2.017 y algunos de estos nombres se han impuesto a calles uruguayenses)
¡Que lindo sería tener una Avenida que se llame “De Los Pueblos Libres”!
Parece que tuvimos que recurrir a nombrar a nuestras calles con el nombre de flores, porque no tenemos personajes o hechos dignos para nombrarlas y –justamente- no es así. Todo lo contrario. Los borraron no casualmente. Quisieron matar su ejemplo ignorándolos, como si jamás hubieran existido. Pensaron que así sepultaban su lucha por la Libertad y la Igualdad.
Nos lavaron el cerebro. Allí está la génesis de esta situación.
Estoy convencido de que todavía estamos pagando el precio de ser la cuna del Federalismo… de habernos atrevido a enfrentar al autoritarismo, del coraje de aquellos gauchos, pata al suelo, que con una lanza con banderola punzó y pluma de ñandú, tuvieron el valor de luchar contra el centralismo que sigue sofocándonos.
Se me ocurre que -al menos- ser conscientes de esto es un nuevo desafío que, como sociedad, tenemos por delante.
No hay actitud más enaltecedora que el ser agradecido. No caigamos en el pecado del olvido o en el de la ignorancia (por no saber estas cosas). Están aquellos que interesadamente quieren que eso sea así. Quieren que nos conformemos con ser mediocres. Desean relegarnos, que no sepamos de los enormes logros que supieron lograr quienes habitaron estas mismas calles y que nos sumemos en la tristeza de los vencidos. Ya lo decía el maestro Jauretche, “nos quieren tristes, porque nos quieren vencidos”, quienes llevan la mochila de la tristeza y el derrotismo, jamás serán vencedores. La Patria por la que luchamos vale la pena. Propongámonos estar a la altura de las circunstancias con valor, con orgullo y proyectando a nuestra comunidad al destino de grandeza que soñaron aquellos que dejaron sus vidas por ella. Si no somos capaces de hacerlo, por nuestros hijos, por nuestros nietos y por nosotros mismos, perderemos hasta el derecho de quejarnos.
Artículo publicado en la revista La Ciudad el 24/2/17