Por Gabriela Stoppelman –
Por ahí debía estar. Toda ella, detrás de un marco de ventana amable, justo hacia un silencio cantarino. Era solo cuestión de perseverar dentro de la mañana apenas despuntada y la tendría. La muy astuta, fugaba de una línea a una curva del cuadro. Fugaba o jugaba, quién sabe. Y el hombre persistía en prenderse a su presencia, allí donde ella no terminaba de estar. Cuando la mirada creía haberla capturado en una instantánea, un imprevisto fuera de foco la difuminaba entre los caprichos del paisaje. Y ahí permanecía, como un hueso blando en medio de la garganta. Ay, “Esa costumbre de eternidad: la poesía”. A medida que la luz se hacía más nítida, ella se tornaba más escurridiza. Pero el hombre, ya enmarcada su firmeza dentro de la silueta de la ventana, la deseaba con todo el rostro, como quien anda en busca de un panadero del que dependiera toda su suerte. Los ojos no tenían pausa en ese ir de acá para allá que, a esa altura, ya había dibujado una trama enmarañada de caminos, siempre hacia el sitio donde ella se escabullía. Entre una cuneta del canto y el filo de un balbuceo, la atrevida serpenteaba el tiempo de no dejarse atrapar. Por un instante, el hombre pensó que era mejor dejarla allí, sueltita en su propia coreografía de esquives y quebraduras. Aunque eso fue solo durante un breve desvío. De inmediato, se rescató entre sus propios versos: “¿Qué es un poema sino miedo, /Trompetazo, pétalo, /Incorpórea genealogía?/ ¿Qué es la poesía /Sino la emoción violenta /Que produce el punto de partida /Hacia lo nunca visto, lo improbable /O el ocaso?”. Y, entonces, se dejó de esperas y contemplaciones y se marchó a escribir. Era evidente que a ella no le gustaba que la desearan de esa manera tan imperiosa, como si el verso logrado fuese más importante que el horizonte de la búsqueda, como si pudiera soslayarse la cadencia en la mañana ya avanzada en su luz plena, como si las voces entremezcladas de la excepción y la rutina no fuesen ellas mismas la ofrenda de un ritmo a atender. Mejor buscarla entre las pausas del tipeo, mejor dejarla advenir de a retacitos de sueños y ponerse en franco movimiento. No sea cosa que a uno lo agarre “la tantidad” de la noche sin si quiera haber andado una hendija de vigilia. Esa hendija donde, seguramente, el hueso blando se hace carne, letra, verso. Y ella se deja vislumbrar.
OLVIDOS INNOBLES Y MEZQUINOS
En “El Santo Oficio de la memoria” un personaje tuyo dice: “la memoria es previa al lenguaje”
Y también al olvido. Para que haya olvido tiene que haber el deseo de no recordar. El olvido es como un borrador de pizarrón. Es una manera de tapar, de negar, de desmerecer una situación evocada o vivida. Obviamente, su característica es negativa. Es anterior al lenguaje, porque si vos querés evocar un hecho, metaforizarlo o transfigurarlo en esa evocación, tenés que ponerlo en palabras. La palabra está siempre y es el fruto de una conjunción de emociones, de cultura, de lenguaje aprendido, de historias. Es la expresión de esa memoria y, también, la del olvido. El lenguaje es la expresión. La memoria, la fuente. Y, el olvido, sería la acción negativa. Ahora que lo hablamos, me gustaría poder crear un personaje que reflexione esto.
Otro personaje defiende un costado positivo del olvido y hace referencia a Nietzsche, como si el olvido fuera un limpiaparabrisas que impide quedarse atrapado atrás.
No estoy muy seguro. Creo que es genuino o legítimo que alguien no quiera acordarse de algo que le fastidia o le complica la vida. Esto, en un plano existencial, es inocuo. Hay algo que me puede afectar en el plano personal y, entonces, negocio conmigo a ver de qué manera lo olvido. Ese no es un olvido innoble. Pero, si estamos hablando del olvido vinculado a comportamientos sociales, a la historia de la humanidad, cambia. Si vos le dijeras a un turco: “Mire, lo mejor que podría hacer con la cuestión de los armenios es no negarla. No lo niegue. Asúmalo, pueden hacer una autocrítica histórica”. Yo le diría eso al presidente turco: “Vea, es incómodo para ustedes y es agraviante para una comunidad vecina de ustedes, los armenios. No es un olvido conducente”. Lo vemos hoy con los negacionistas en Argentina. Con la supuesta “reconciliación” que está en todos los diarios y con los disparates que sale a decir cualquier funcionario. No sé, a lo mejor sí se podría hablar de reconciliación, pero primero debería haber un arrepentimiento sincero, público, y un pedido de perdón a las víctimas del terrorismo de estado y a la sociedad. A mí lo que me preocupa del olvido son dos cosas: lo innoble y lo mezquino.
TRANSTERRADOS Y TRANSPORTADOS
Marcamos varias cosas recurrentes que encontramos en tus textos.
Me sorprendió el trabajo que hicieron para la entrevista. Esto me hace dar cuenta de que, muchas veces, las ideas, las frases, las reflexiones que escogieron corresponden a otras épocas de mi vida y del país. Cuando escribí “Santo oficio de la memoria”, por caso, el país era uno que hoy ya no es. Me sorprende encontrarme con estas cosas, porque nunca reviso mis libros, salvo cuando aparece un traductor que me consulta sobre algo. El traductor es, de hecho, un cuestionador que te obliga a revisar cosas que escribiste o expresiones que tomás como naturales porque son de tu lengua; pero que, en otra lengua, terminan siendo otra cosa. Ustedes me metieron un poco en el túnel del tiempo.
Hay un concepto muy interesante, la transterración. Pensaba si para vos y para muchos la transterración no será una condición para la escritura, metafóricamente.
No estoy muy seguro. No sé qué hubiera escrito de no haber estado exiliado. No sé… Uno sigue las circunstancias que le plantea la vida. El término lo adopté en México, donde -si no me equivoco- es un vocablo que se le atribuye a Max Aub, un filósofo republicano español muy importante en México. Los catalanes y españoles republicanos -que tuvieron mucha influencia en la cultura mexicana moderna- usaban ese término para el cambiado de lugar, el transportado a otra tierra. A mí me atrajo mucho ese vocablo y lo adopté.
Sí. Y también decís que el escritor necesita, de algún modo, que se le mueva el piso. Y también de lo imprevisible.
Sí, eso lo pensaba cuando era muy joven. Ahora no depende de eso, creo. Me fui convirtiendo en un hombre más profesional, en el mal sentido. Hoy escribo en cualquier lugar, especialmente en los aeropuertos. No hay mejor sitio para escribir, aunque es sólo un símbolo. Puede ser también una estación de trenes y también escribo en el micro, cuando vengo del Chaco. De Resistencia hasta acá son trece horas de viaje. Coche cama y todo lo que quieras, ahí laburo que es una gloria. Me siento en la fila con asientos individuales, pongo la cortinita, saco la computadora y trabajo. Me encanta.
Un escritor en tránsito.
Quien está en tránsito va a algún lado. Yo diría que soy un escritor en movimiento. Un motor encendido también.
Bueno, tiene algo de transterración eso.
Una idea de movimiento, ¿no? Pero fíjate: ese movimiento a mí me serena, me aquieta. Yo viajo permanentemente. Para mí ir a un aeropuerto es ir dos o tres horas antes del horario en que tengo que estar. Me siento, me tomo un cafecito, nadie me jode y es cuando mejor me concentro para leer, para escribir o para pensar, a veces. Son espacios ausentes en la vida cotidiana. Muy necesarios, porque soy un tipo que escribo, doy clases, presido una Fundación, dirijo un posgrado, hago política, tengo familia y una hija de quince años. Mi vida es muy compleja. Me encantaría levantarme, escuchar los pajaritos, tomar unos mates y ponerme a escribir, pero no es así la cosa. Y además -y esto tiene que ver con los años- perdí la costumbre de la noche. Yo fui muy nocturno durante muchísimos años y la noche era el ámbito ideal de creación serena y en calma. Osvaldo Soriano fue una especie de hermano mayor mío, y nos hablábamos por teléfono, a veces, a las tres de la mañana. Uno en la Boca y, el otro, en Belgrano. Y teníamos charlas extensísimas porque claro, después podíamos levantarnos a las doce del mediodía, los dos trabajábamos en revistas, en redacciones a las que uno llegaba a la una o dos de la tarde y se quedaba trabajando hasta las diez u once de la noche. Cerraba el diario o la revista y nos íbamos a comer y, a la una de la mañana, yo ya estaba en mi casa escribiendo hasta las cinco, a veces, seis de la mañana. Era fantástico. Pero perdí esa costumbre, un poco por la familia y otro poco porque me volví al Chaco. Y ahora me encanta trabajar al alba. Me levanto tipo cinco o seis de la mañana, cuando todos duermen. Es una maravilla.
¿Mejor que el aeropuerto?
Y… Casi. Por lo menos hasta las siete y media u ocho, sí, ese par de horas me siento descansado y en plenitud. Unos mates, los pajaritos, los árboles del fondo… Una gloria. Pero, claro, son etapas de la vida.
SILENCIOS CANTADITOS
En tu obra encontramos varias modalidades del silencio. Nos interesó uno que es muy parecido al concepto de la memoria. Este silencio es -también- previo al lenguaje.
Física y filosóficamente, el silencio es una especie de totalidad inicial. Si al principio fue el Verbo, antes estuvo el silencio. Y, si es verdad que venimos de un Big Bang, seguramente antes de eso no había nada. Y, la nada, es el silencio. Y, si algo hubo después de que se aquietó el bolonqui del Big Bang, fue el silencio. El silencio me importa, y me interesa como una mutación que siento en mi vida. Hoy necesito silencio y tranquilidad para escribir. Puedo abstraerme del ruido ambiente en un bar o un aeropuerto, pero el silencio verdadero -la ausencia de sonido- es mejor y me resulta muy estimulante.
O sea que no es la nada. Es una presencia importante.
Sí. Además, hay silencios que uno se inventa. Hace años que no veo televisión, salvo algún partido de fútbol. Pero es una decisión que tomamos hace muchos años en mi casa. Nadie ve tele, salvo en ocasiones especiales. Lo que potencia el ambiente en que yo vivo, en el Chaco, que es muy propicio para un silencio armónico. Me hace mucho, mucho bien. Hay muchos pájaros que dan vida a una especie de silencio cantadito, hermoso. Puedo trabajar muy bien allí. Y es raro, porque empecé a escribir de muchacho en ambientes muy ruidosos. A los dieciseis años entré a trabajar en los Tribunales del Chaco. Sabía escribir a máquina con los diez dedos, casi como un taquígrafo. Esto me permitió tener ese trabajo y, de ahí, pasé a las redacciones de diarios o revistas. Toda mi vida escribí en ambientes absolutamente bullangueros. Cuarenta o cincuenta Olivettis aporreadas, los teléfonos sonando frenéticos… Ahí, uno le gritaba a otro para que mandara tal foto o cortara diez líneas, y un jefe, a las dieciocho y veinticinco, te gritaba que a las dieciocho y treinta tenías que entregar dos carillas. Un quilombo en el que no había excusas, de manera que uno se concentraba igual. Ese fue mi medio de vida durante treinta años. Tuve todos los puestos. He dirigido periódicos y revistas, y en puestos rasos o de dirección, siempre la pasé entre ruido. Cuando fui abandonando esos laburos, comencé a apreciar el silencio. Hoy lo adoro. Lo cual no quiere decir que solamente escribo cuando hay silencio, ojo, porque vos podés tener todo –los pajaritos, los árboles, el mate y todo lindo– pero si no se te ocurre una puta idea, chau, estás frito. No me pasa mucho, en general, porque mi modo de trabajar parte de no confiar en mi memoria. Cuando me agarre el Alzheimer, voy a estar tan acostumbrado a no acordarme, que no me voy a dar cuenta… Tengo mi libretita llena de papelitos, apuntes e ideas, porque si no anoto, estoy perdido. Me mortifica tanto olvidar que, cada vez que se me ocurre algo, lo anoto en un papelito. Entonces, cuando se da ese silencio yo sé que tengo mis papelitos, mi libreta y siempre alguna cosa voy a tener ganas de hacer con eso… Pero además, y esto es fundamental, suponete que no se me ocurriera absolutamente nada más, nunca más una idea de nada… Bueno, yo tengo mi alma en paz. Ya tengo una producción importante, al menos en cantidad. Numerosa, nutrida. Y sé que el mundo no está esperando mi nueva obra… Eso es tranquilizador, y además están los artículos que escribo para Página12, por ejemplo, que son mi laburo. A mí me pagan por eso. Hace treinta años que trabajo allí y es una responsabilidad profesional, aunque de otra índole. Yo empiezo los viernes tomando apuntes, pensando dos o tres ideas para el artículo del lunes. El sábado me dedico más a leer y hago anotaciones. Y el domingo me siento cuatro o cinco horas a escribir el artículo, que debo enviar a las seis de la tarde a más tardar. Y sale. Pero es otra escritura. Creativa, también, pero no ficcional, aunque a veces sea muy difícil separar la escritura periodística de la literaria.
DIME CON QUIÉN VARAS…
Vos das clases, charlas y sos periodista. Tenés muchos modos de relación con el lenguaje, ¿Que te da la ficción que no te da ningún otro de esos vínculos?
La ficción me gusta mucho y creo que es lo mío. Contar, inventar. Aunque también es cierto que soy moroso para escribir, inseguro y dubitativo. Quizás porque varios de mis cuentos narran traiciones, muertes, situaciones de mierda. Algunas de las cuales son las cosas que me pasaron en la vida. Hay colegas que vivirán mucho más tranquilos consigo mismos, desde ya. Pero cada quien narra desde su experiencia -que en mi caso no es poca-y desde su imaginación, que en mi caso no es superlativa. Me hubiese encantado tener una imaginación calvinista, o de obispo ultramontano, pero no la tengo. Pero, como sea, y aunque jamás diría que soy un atormentado, el mundo ficcional que a mí me surge suele ir más para el lado del conflicto. Y como sea, la literatura que yo quisiera alcanzar, la significante, es una literatura en la que tenés que romperte el alma formalmente y también conceptualmente. Si vos querés que sea significante, tiene que significar. Además, la historia de la literatura es tan rica y maravillosa. Algo he leído y tengo claro cuáles son las varas que quisiera arañar desde abajito. Yo he sido muy afortunado en la literatura, no así en mi vida. No he sido un hombre feliz. Ahora estoy bien. Tranqui. Pero mi vida no fue fácil y sin embargo, y acaso por pudor, nunca hice de eso un leit motiv. He sido mucho mejor lector y puedo decir que me enorgullezco más de lo leído que de lo escrito, como estableció Borges. Siempre he sentido un enorme respeto por la gran literatura y he tenido la fortuna de estar cerca de grandes maestros. Entonces, soy consciente de que no me da el cuero para jugar en las grandes ligas. Quién sabe si tendré razón, pero suelo pensar que quizás sólo soy un buen escritor de Primera B.
Si uno tiene un gran deseo de escribir, ¿importa si va a terminar escribiendo en Primera A o en Primera B? ¿Por qué importaría?
A mí me importa. Y como lector experimentado sé que jugar en Primera A es muy groso. La vara me ha resultado muy importante porque hubiera querido llegar a ser un gran escritor y he envidiado admirativamente a Dostoievski, a Faulkner, a Borges y a otros tipos que me secaban la boca. He tenido muy buenas lecturas y muy buena orientación para esas lecturas. Mi mamá era una gran lectora y también mi hermana mayor, quien, cuando murió mamá, ocupó su lugar. Y era, además, una gran bibliotecaria. De manera que puedo afirmar que me crié en un ambiente muy libresco. De hecho, lo más importante que tengo para dejar a mi gente es la enorme biblioteca de nuestra Fundación en el Chaco. Entonces, yo vengo de ahí, así que las varas necesariamente son altas. Tengo un par de cuentos de los que se podría decir que secretamente homenajean a Juan Rulfo, o a Borges, o a Faulkner. Siempre he sido muy consciente de que he dado lo máximo que podía dar, pero también sé que, frente a esos grandes, y sobre todo cuando uno es un joven escritor, tiene que mirarse al espejo todas las mañanas y decirse “No seas imbécil, no te la creas”. Uno tiene que tirar abajo el narcisismo. La creación estética siempre está vinculada a impulsos narcisistas, pero yo he trabajado bien ese punto con los treinta y pico de años de análisis que cargo encima. Por eso no me resulta desdeñoso decir que soy un buen escritor de Primera B. No quiero que mis libros queden para la posteridad o para el mármol. Una de las cosas que me produce hoy un inmenso placer es ver cómo las nuevas generaciones siguen gustando de mis textos. Ya hay tres generaciones que leen “Luna caliente”. Y no es ni siquiera mi mejor novela, no es una gran novela, pero es a la que estoy quizás más agradecido. Ustedes no se imaginan el placer que me produce esto.
Bueno, pero sos un gran lector y los grandes lectores que escriben buscan todo el tiempo.
Sí, pero cuando yo digo buscar, me refiero a una trama, a una situación. Tengo un cuento que se titula “El duelo”. Transcurre en el interior de Corrientes, entre dos gauchos que se odian de toda la vida, hasta que un día se encuentran. Un cuento borgeano. De alguna manera, se trata de dos pasiones, dos dignidades al encuentro. Eso es lo que me interesa. La dignidad, el cumplimiento de la palabra, el amor, la pasión, el erotismo. Ahora, ¿cómo se hace? No lo sé. No escribo pensando en si será una tragedia o un texto erótico. Tengo una idea que he repetido muchas veces: yo escribo para saber por qué escribo. Es decir, la escritura misma va a develar si debe serlo y, si no, no. Por suerte no tengo esa ansiedad. Jamás entré a un grupo literario, nunca formé parte de un colectivo literario ni me parece mal que existan. Jamás pedí que me hicieran una entrevista o disputé un micrófono con nadie. Nunca me quedé enamorado de mis palabras ni de mis ideas. Tengo una enorme tranquilidad al respecto. Mi preocupación central es qué buena historia se me podría ocurrir y cómo hacer para escribirla de la mejor manera. Como todo está escrito, toda idea o argumento remite a algo. Aun las cosas que uno se reprime, para no caer en la repetición, son versiones. Me parece que lo central es poder parirlo. Además, yo escribo relativamente poco. En primer lugar, ya dije que soy muy moroso, escribo muy lentamente. Otra cosa es que, a medida que escribo, releo y cuestiono lo que queda. Así se me hace un lío a veces entre lo anterior y lo que va a venir, la próxima frase. Ese ir y venir, me parece, es parte saludable de nuestro laburo. Es esa cosa entre placentera y masoquista de la creación. Me gustaría transmitir esa idea.
INQUIETANTE POÉTICO
¿Y tu relación con lo poético? Hay varias referencias al tema en tus novelas. Nos llamó la atención el verso de Ungaretti que citás, porque ahí se concentra gran parte de tu poética: “¿Cómo es posible que yo aguante tanta noche?”
Yo hubiese querido ser poeta. Empecé vendiendo poesía, soy lector de poesía. Los grandes poemas me parecen sublimes. La emoción que me produce un soneto perfecto, me mata. Te voy a contar algo: en esta misma semana está saliendo en España mi primer libro de poemas, titulado “Tanta noche”. He sido toda mi vida un poeta autorreprimido, frustrado, acomplejado, enamorado. Nunca me atreví. Mi parte narcisista, que no he sabido combatir, no hubiera aguantado. Porque si de algo estoy convencido es que, para ser poeta, tenés que ser un poeta enorme. Poetas mediocres, el mundo tiene tantos como adoquines tenía la vieja avenida Cabildo. Algunos, con hallazgos, lindos versos e incluso premios literarios. Algunos otros, reconocidos casi mundialmente, pero…
¿No creés, como Fogwill, que los malos poetas son también necesarios?
No conocía esa idea de Fogwill, pero si lo pensaba él, yo -seguramente- no estaría de acuerdo. Fue el único colega con el que nunca tuvimos buena onda. Que en paz descanse.
Hablanos de tu libro de poemas.
Es una auto-antología de viejo. Creo que puede estar más o menos digno. La poesía es una cosa muy seria y un estado vital. Pensá en Jacques Prévert o en Juan Gelman. Hay que tener mucho cuidado con lo que uno hace. Yo he leído mucho a Virgilio, he leído “La divina comedia”, la poesía clásica española, Góngora, Sor Juana. Entonces, cuando vos leés todo eso y después, de pronto un día estás escribiendo un poema, o sentís la necesidad de hacerlo, es saludable que aparezca tu otro yo y te diga “Pero dejate de joder…”. Grandes poetas contemporáneos se permitieron ser irregulares, como Neruda. Yo no me lo hubiera permitido. Pero es todo un tema.
¿Hay alguna diferencia entre lo poético y la poesía?
Debe haber. Un gran poema, que yo llamo perfecto, por sonido, por ritmo, por trascendencia, por sugerencia, me deja temblando. Con una gran novela o con un gran cuento es otra la emoción. Anoche releí “Talpa”, de Juan Rulfo. ¡Qué cuento! Pero no me produce lo que un poema perfecto, que es una especie de fulgor. A mí me gusta leer la poesía de pie y en voz alta. Sentir el tañido, como de una campana perfecta. En cambio, la poética en una novela, por ejemplo, requiere otra artesanía. Si uno se pasa tres años escribiendo una novela de cuatrocientas ochenta mil palabras, necesariamente no suena igual, aunque sea una buena novela.
¿Cuándo se te hace necesario el poema?
La verdad es que no lo sé. La poesía se me da muy de vez en cuando. Y también me pasa algo que viene con los años. Uno se profesionaliza. Si me dijeran que tengo que escribir un cuento de cuatro carillas en cuarenta y cinco minutos, a lo mejor lo hago por puro oficio. He escrito relativamente pocos cuentos, siendo el género que más me gusta. Creo que soy más cuentista que novelista, pero debo haber escrito unos setenta cuentos en toda mi vida. No es mucho. Conozco colegas que han escrito más de trescientos. Quizá lo mío se deba a que no escribo nada por encargo, salvo cuando en el diario me piden algo sobre un tema puntual y, aun así, no se da muy seguido. No critico a los colegas que son tan prolíficos para ganarse el puchero. Yo también, de joven, alguna vez fui escritor fantasma, en México y aquí también, porque no tenía un mango.
EXTREMAR
Hay en tu obra muchas referencias al vacío y a la nada. Otra cosa son las referencias a lo extremo, por ejemplo en “Santo Oficio…” la familia Domeniconelle es una familia extrema y sin matices.
Eso no deja de ser una ironía, me arriesgo a decir, porque los Domeniconelle son una familia de extremos pero están llenos de matices. Está Nunzia, que es una especie de bestia desenfrenada en lo que dice, en sus maneras, su conducta, su resentimiento. Pero está también Aída, que es dulce y sabia, y suave. Son veinticuatro mujeres, ahí… Para mí fue apasionante trabajar esa novela. Fue un capolavoro lograr que todas esas mujeres fueran mujeres, pensaran como mujeres y hablaran como mujeres y no todas igual. Un trabajo tremendo, fascinante, que me hizo dar cuenta de que no se trataba de que yo escribiera “como” mujer, sino de ser mujer, llegar a “ser” cada una de esas mujeres, porque de lo contrario no hubiera podido terminar la novela. Tuve que sacar todo lo femenino que había en mí, como lo hay en todo varón. Esa novela me cambió realmente la vida. Por eso la valoro más allá de que a mucha gente le gusta. La estimo porque me cambió la vida.
Un buen golpe al narcicismo.
Sí. Se trataba no de vincularse con la otra persona, sino de ser la otra persona. El más macho de los hombres tiene una mujer adentro, así como la mujer más mina tiene un varón adentro. Eso somos.
Y hay allí un ejercicio de heterónimos…
Claro, y por eso digo que el tour de force fue hacerlo en cada caso. Escribir cada personaje, el monólogo de cada una con la arquitectura de un sentir y un pensar que tenían que ser propios y diferentes… Me costó muchísimo y, también por eso, demoré tanto en escribir esa novela, cuyo retardo se debió también a ciertas investigaciones históricas que me demandó la composición de la Argentina a lo largo de cada momento familiar. Son como ciento veinte años y cuatro o cinco generaciones, y yo quería que cada una tuviera una relación con el entorno, con la vida política nacional. En esa época no había Google, no había Wikipedia. Y en México, si quería saber algo de la guerra con el Paraguay o precisar cómo había sido el roquismo, ¿de dónde lo sacaba? Había montones de cosas sobre las que yo tenía cierta información, pero era muy difícil investigar y verificar. Por eso tardé tanto: por la cuestión del lenguaje y por lo que llamaría necesidades ontológicas de cada uno de los personajes.
Una imagen del “Santo oficio…” que me impactó mucho fue la del hombre que lloraba con lágrimas impares: “Hasta que un día que él estaba muy triste, ella le zampó que lo único en que era original era en que debía ser uno de los pocos hombres de este mundo capaces de llorar lágrimas impares, y que eso debía ser porque además tenía la leche débil, y dale con fregarlo con que no había tenido más que un solo varón”.
Suena lindo, sí. No me acordaba… Me alegra que lo traigas. Lo tomo como a esos pequeños hallazgos que a uno le regalan los lectores.
Entrevista: Víctor Dupont, Isabel D´Amico, Gabriela Stoppelman
Edición: Gabriela Stoppelman, Víctor Dupont
(se puede ver el artículo completo en http://www.elanartista.com.ar/2017/06/29/hueso-blando-la-garganta/)