Además de llevar a cabo aberrantes crímenes contra la humanidad, un patrón común entre las dictaduras, sean del origen que sean, es la destrucción en todas sus formas del pensamiento. En la mañana del 30 de agosto de 1980, en plena dictadura cívico-militar, los verdugos prendieron fuego un millón de ejemplares del Centro Editor de América latina (CEAL), en un baldío de Sarandí, partido de Avellaneda.
El humo duró días. Un millón de ejemplares publicados por el mito Centro Editor de América Latina (CEAL), dirigida por el gran Boris Spivacow, creador de la también prestigiosa Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA), fueron quemados en un baldío de Sarandí, en el partido de Avellaneda. La dictadura cívico-militar que cegó las vidas de 30 mil detenidos-desaparecidos y sumergió a la Argentina en la brutalidad del neoliberalismo, intentó borra el pensamiento quemando libros. Una práctica que antes habían llevado a cabo dictadores como Adolfo Hitler, Joseph Stalin -y más atrás en el tiempo- había sucedido durante la Inquisición, solo por citar algunos ejemplos históricos.
Previo a la queda, durante el año 1978 la Junta Militar tildó a Spivacow y al Centro Editor de América Latina de “publicar y distribuir libros subversivos”. Algunos de estos pertenecían a autores como Juan Domingo Perón y Eva Duarte de Perón, Auguste Comte, Karl Marx, Lenin, Mijail Bakunin, Osvaldo Bayer, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Griselda Gambaro, Pablo Neruda, Juan Domingo Perón, Rodolfo Walsh, Arturo Jauretche, Sebastián Marieta, León Trotski, Lila Guerrero, Beatriz Doumec, Jean Paul Sartre, entre muchísimos otros reconocidos autores. Spivacow inició acciones legales y consiguió recuperar algunos de estos libros, pero la mayoría fueron quemados aquel día, junto con miles de otros que trataban temas diversos como el movimiento obrero, ciencia y el cuerpo humano.
Esta quema fue la culminación de una persecución que atacó a muchos editoriales, entre estas el allanamiento y clausura de Siglo XXI Editores, para luego conseguir el encarcelamiento de los directivos, el cierre definitivo y la quema de libros de la editorial Constancio C. Vigil en Rosario y la desaparición de trabajadores editores como fue Graciela Mellibovsky (asistente de producción del CEAL), Pirí Lugones (correctora y traductora de Jorge Álvarez, Carlos Pérez Editor y Crisis).
Cabe aclarar que no fue esa la única vez que la dictadura quemó libros. El 29 de abril de 1976, Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, ordenó una quema colectiva de libros, entre los que se hallaban obras de Proust, García Márquez, Cortázar, Neruda, Vargas Llosa, Saint-Exupéry, entre otros. Dijo que lo hacía “a fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas… para que con este material no se siga engañando a nuestros hijos”. Y agregó: “De la misma manera que destruimos por el fuego la documentación perniciosa que afecta al intelecto y nuestra manera de ser cristiana, serán destruidos los enemigos del alma argentina” (Diario La Opinión, 30 de abril de 1976).
Uno de los colaboradores y comprometidos en la denuncia de estas prácticas, fue Federico Zeballos. En su publicación “Bibliotecas y dictadura militar. Córdoba, 1976-1983”, el autor señala que de los casi 50 millones de libros impresos en 1974 se pasa a 31 millones en 1976 para llegar a editar sólo 17 millones durante el período 1979-1982.
“La quema de libros fue el último eslabón de la cadena represiva sobre la cultura. Tenía un fuerte mensaje intimidatorio dirigido a la comunidad e incluía la exposición pública de los libros secuestrados, el discurso de alguna autoridad castrense, la toma de fotografías antes y durante la quema, y la posterior publicidad de lo sucedido en diversos medios de comunicación”, precisó Zeballos.
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