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ALQUIMISTAS 222 – Ficciones y arte en días de pandemia 7: El vestido de novia

El vestido de novia

Sólo se sentía el traqueteo de la máquina de coser desde las primeras horas de la mañana y hasta muy entrada la noche. Había que darse prisa, la boda sería la semana entrante. La joven y diligente costurera cosía y cosía una y otra vez, a mano  o a máquina, sin descanso. Pegaba perlas y diminutas lentejuelas blancas, una en cada jazmín del encaje del corsé. —Lentejuelas. Lentejas—. Día tras día la dueña la casa de modas la apremiaba para que fuese más rápida, para que no equivocase la puntada, — ¡hay que emprolijar esas puntadas! —le rezongaba la mujer y ella deshacía lo hecho, y vuelta a comenzar. —Lentejuelas, lentejas— musitaba la costurera y cosía otra vez. Así, con afán y mucho esfuerzo el enorme vestido blanco fue transformándose en un  imponente traje para la novia más hermosa.

  Máquina y joven cada día más parecían un solo y sólido elemento del que simplemente se escuchaba el correr de la aguja entrando y saliendo de la tela, bordando, cosiendo, pegando lentejuelas… —lentejuelas, lentejas —murmuraba. Cada tanto, sin que nadie lo advirtiera, finas lágrimas erráticas mojaban la tela. Horrorizada, la joven secaba rápidamente su cara y el sulfilado del paño para que no lo advirtiera su jefa y la regañara otra vez. Ella también hubiera sido una novia bella, no por el traje sino porque estaba enamorada y eso la hacía hermosa, aunque muchos le decían que no lo era. Pero la muy mezquina se lo había quitado, ni siquiera le había dado la oportunidad de que él la conociera, que supiera que ella pensaba que era el hombre perfecto. Jamás se enteró de que lo amaba casi con furia. En cuanto le presentaron a quien luego sería su novia, no miró a otra mujer, —lo tiene como hechizado—,  secreteaban las chismosas de siempre.

  Traca, traca, traca, resonaba en el taller la máquina y la mente de la joven viajaba a otro lado, lejos, muy lejos. Para aliviar su dolor,  mientras cosía se sumergía en sueños en los  viejos cuentos que su madre le relataba cuando era niña, y en los que la doncella siempre se quedaba con el príncipe. Traca, traca, traca. Ni siquiera la habían invitado a la boda, —¿se puede ser tan malvada?— se preguntaba mientras en las penumbras de su pensamiento seguía el hilo del cuento,  «No, Cenicienta, no tienes vestidos y no puedes bailar. Todos se burlarían de ti.» Y como la pobre rompiera a llorar: «Si en una hora eres capaz de limpiar dos fuentes llenas de lentejas que echaré en la ceniza, te permitiré que vayas.» Y pensaba: «Jamás podrá hacerlo.»  —Lentejuelas, lentejas—. La diabla se iba a casar con el hombre de sus sueños, su príncipe azul, y ella le estaba cosiendo el vestido. —Lentejuelas, lentejas—.

   Cuando el vestido estuvo terminado, la radiante novia llegó una tarde para una última prueba. Irradiaba tanto encanto y entusiasmo, que iluminaba cada salón a su paso. La joven costurera le deslizó el enorme vestido de tres enaguas sobre el delgado cuerpo, y vestido y novia fueron perfectos, como si una nueva piel se hubiera posado sobre la otra, más blanca, tejida  por finos encajes y tules. El tafetán hacía delicados crujidos mientras la futura esposa se enamoraba de su imagen frente al espejo — Lentejuelas, lentejas— pensaba la costurera. El sábado todos irían  a ver a los novios saludar en el atrio, tal como aclaraban las invitaciones. Allí estaría ella también, aunque nadie la esperaba ni la reconocería.

  Esa noche no pudo dormir. Repasaba una y otra vez el trillado cuento del zapatito en su cabeza    —»Mi esposa será aquella cuyo pie se ajuste a este zapato.» — Y se durmió llorando.

  Finalmente llegó la noche esperada.  La joven caminó decidida a la iglesia mientras repetía hasta el infinito el último verso del cuento:

«Ruke di guk, ruke di guk;
no tiene sangre el zapato.
Y pequeño no le está;
Es la novia verdadera con la que va.»

  Allí estaban en el atrio, bellos, enamorados.  Él de pulcro traje negro y ella con su vestido, ese vestido trabajado con sus propias manos. Las diminutas lentejuelas parecían lágrimas tornasoladas sobre el encaje nupcial. Ya estaban descendiendo las escaleras. Un cordón humano arrojaba el consabido arroz y ella, como las palomas del cuento, posó una mano sobre el hombro del novio y le enterró una tijera en el ojo. Ahora había sangre en los blancos zapatos de la esposa.

  — No es la verdadera —dijo  a los atónitos invitados. Y se marchó.

 

Soraya Flores

 

SORAYA FLORES. Uruguayense, profesora en Historia, integrante del Taller de lectura y escritura creativa  de Alquimistas 222 durante 2018. Lectora infatigable y a veces, aspirante a escritora.

Florecida Septiembre. Acuarela sobre papel 300 gramos. Medidas 19 x 19 cm.

LILI DELMONTE nació en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, donde reside. Es profesora en Psicología. Dicta cursos de dibujo, pintura y bordado. Como artista plástica ha realizado exposiciones y pintura en vivo en ciudad y alrededores, como también publicaciones de sus ilustraciones en medios gráficos y digitales.

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(El vestido de novia, autora Soraya Flores– ALQUIMISTAS 222 – Ficciones y arte en días de pandemia, selección de Margarita Presas)

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