Por Eduardo Gradizuela –
Con reiterada insistencia, escuchado desde hace muchos años, encendidos testimonios de indignados uruguayenses sobre las evidentes preferencias del turismo por la vecina Colón, que puede colgarse la medalla con absoluto merecimiento.
Fines de semana largo o días de intenso verano que se prolongan en la tradicional Artesanía, pese al insensato cambio de lugar que la alejó del escenográfico Parque Quirós, los amigos colonenses tienen buenos motivos para alegrarse.
Transitar los treinta y pico de kilómetros por la maltrecha ruta 14 para dar una vueltita mate en mano, entrando por San José, como corresponde. Y sumarse a la caravana que atraviesa el Artalaz, pasando frente a los elegantes hoteles de la costanera, es una carta que muchos uruguayeses guardamos en la manga para sobrellevar –dignamente- un domingo de tedio.
Recorrerla, aunque más no sea para sentarse en el icónico balcón del puerto (que la cámara de TN muestra en su ventanita del informativo), bajo el vigorizante sol otoñal, con sus puestitos gastronómicos y populares cantantes.
O deambular por la 12 de Abril, de heterogéneos comercios abiertos en horarios bien extendidos, en medio del peregrino hormigueo de visitantes (inconfundibles –mayoritariamente- en su gestualidad bonaerense), representa un clásico.
El efecto comparativo surge, entonces, inmediatamente. Y muchos amigos de aquí se clavan puñales en el pecho, ante la clara demostración.
-Andá y mostrale cómo se hace,ordenó un recordado intendente colonense para mortificar con una broma a su resignado amigo, compañero y colega de La Histórica, un día feriado. Con un Colón a pleno.
El lazo de amistad y parentesco que vincula a las dos ciudades otorga el beneficio de una certeza: en los orígenes, muchas familias de allí resignaron sus propias comodidades –hasta los ámbitos más íntimos- para alojar viajeros, dando inicio a un fenómeno que parecía no tener techo.
Colón no participó mayoritariamente del reparto de tantas oficinas estatales como ocurriera con sus tres hermanas mayores del río Uruguay. Y –al menos- hasta hace pocos años, era una de las cabeceras departamentales menos beneficiadas en el reparto de licitaciones. Puedo dar fe.
Hubo –entonces- una comunidad que se abrazó al turismo como necesidad, cuando olfateó que sus visitantes valoraban -muy favorablemente- los incuestionables atributos de una atmósfera.
Desde la popular playa Norte hasta el Inkier, que los jóvenes han preferido para apartarse de la incómoda presencia de los mayores, se suceden las informales parrillas y los coloridos kioscos de artesanías.
La cercanía de su recurso imprescindible a la comodidad del alojamiento. O la opción de entregarse al placer de un baño termal, hasta donde se llega sin mayor esfuerzo, por las armónicas subidas y bajadas de sus calles empedradas, le otorgan el peculiar hálito de villa turística.
La astucia radicó en rodear a la gallina de los huevos de oro de otros atractivos que galvanizaron su carácter. Que le vino dado.
¿Quién, que se crea heredero legítimo de sus mayores, se resistiría al asado con baile que ofrece la hospitalaria escenografía de un gran rancho, mientras la muchachada recibe el amanecer en la discoteca que parece no pasar de moda, o (al decir de Eladia Blázquez) rendirse a la pasión del escolazoen una ficha de casino?
Con todo tan a mano!!!
En los intersticios de antiguas casonas, con el riguroso anuncio de “disponible” que cuelga de los picaportes, emergen cabañas, bungalows y edificios en altura que anarquizaron su arquitectura austera.
El turismo tracciona y la inversión inmobiliaria no duerme.
