LA NOTICIA
Por Rodolfo Oscar Negri –
Si hacía un recorrido de su vida no veía otra cosa más que una lista de frustraciones y fracasos. Su abuela lo decía con claridad “hay quienes nacen con estrella y quienes nacen estrellados” o, mejor, lo repetía el tío Ricardo “el que nace para pito nunca llega a ser corneta”. Y si, él era el “estrellado”, el “pito”. Desde chico fue un imán de las desventuras, de la mala suerte, del infortunio. Todo lo salía mal. Todo terminaba al revés y en su perjuicio.
Acosado en la escuela, donde jamás pudo hacer amigos y siempre había sufrido la humillación de aquellos que se sienten fuertes y seguros; por otro lado, ni siquiera su intelecto ayudaba y a duras penas podía superar los niveles educativos “normales”.
No, nada nunca le había salido bien, jamás había triunfado o trascendido y no es porque no lo haya intentado. Todo trató de hacer, por las dudas “descubriera” una aptitud escondida: deporte, arte, cultura, estudio… pero nada, nada parecía para él y en todo fracasaba.
Estaba convencido de que hasta había llegado tarde en el momento en que repartían los talentos porque él, no tenía ninguno.
Para completar el panorama hay que decir que no era ningún afortunado desde el punto de vista físico. Flaco (muy flaco), desgarbado, con unas facciones que no lo ayudaban demasiado, una nariz prominente y apenas pasados los veinte años ya exhibía una calvicie prematura.
Si se pudiera apostar al perdedor, ahí sí tendría posibilidades porque es seguro que ganaba ¿o también perdería en esa disputa?
Cuando la depresión (habitual en él) lo invadía y el infortunio lo asolaba, recordaba la letra de aquel tango de Cátulo Castillo: “ni el tiro del final te va a salir…”.
A veces comentaba, en tono de burla que su momento de máxima popularidad sería cuando se publique en el diario el obituario de su muerte: el aviso fúnebre, porque no se creía capaz de trascender por ningún otro motivo ni de ninguna otra manera.
Jamás se explicó porque trabajaba en la oficina donde trabajaba. Había ido a reemplazar temporalmente a un primo que jamás se reintegró y allí quedó. Como si fuera una parte más del paisaje y sin que nadie lo advirtiera. Solía decir que lo había acomodado “la inercia”.
Su gran virtud -porque tenía una- no buscada ni querida, era pasar desapercibido. Si, como si fuera una planta de esas que jamás se riegan ni florecen, pero que están.
Nadie lo tenía en cuenta. Tal vez ni él mismo.
Había una sola excepción, bien dicen que para que una regla sea tal debe existir una que no hace sino confirmarla. En el gris transcurso de sus aburridos días laborales su vista solía posarse en un escritorio que se encontraba a unos diez metros. Elena trabajaba allí. Joven y bonita, aunque discreta y trabajadora. La miraba, la veía, la adoraba. Jamás le había dirigido la palabra (nunca se hubiera animado) y mantenía una relación distante que no pasaba del saludo diario.
Pero un día pasó algo que lo descolocó totalmente. Su jefe lo llamó por el intercomunicador y lo convocó a su oficina. Algo extraño había ocurrido.
El directivo había tenido cuidado siempre de que cualquiera de sus empleados que pudiera tener algún mérito como para cuestionarle el puesto ante los dueños de la empresa, vieran sus carreras truncas y tuvieran que irse, pero –ahora- una circunstancia personal había hecho que su segundo y mano derecha debió renunciar. Ante la situación apremiante de tener que ponerse a trabajar, cosa a la que él no estaba dispuesto, decidió cubrir la vacante. El tema es que la crisis, que le pega a todos y fuerte, imposibilitaba nombrar a alguien nuevo y entonces –le dijo- que había pensado en él (el único disponible) para promocionarlo y que tomara el cargo.
No lo podía creer. Una vez, una vez en la vida parecía que la fortuna le sonreía.
Volvió a su escritorio algo mareado y pellizcándose a cada rato, para comprobar que lo que estaba ocurriendo no era un sueño. Sonreía de una manera inimaginable y su rostro no dejaba de trasmitir una imagen de sorpresa imborrable.
La situación se colmó cuando, para su sorpresa, Elena se acercó para ver que le pasaba y ante su pregunta, le contó lo sucedido. Ella lo felicitó y ¡le dio un beso en la mejilla! Esto lo descolocó totalmente, haciéndolo adueñar de un valor que jamás tuvo. La invitó a tomar una cerveza para celebrar, y ella le respondió que ¡¡¡Sí!!!
Pensó que ese día, su día, justo ese día, su vida había cambiado. ¡A los cuarenta años!
Salió algo más tarde que el resto de los empleados, porque debió ponerse a ordenar toda la papelería de su escritorio para asumir el nuevo rol. Ah… y hasta se despidió de Elena con un “hasta luego”.
Salió de la oficina y comenzó a pensar “vencí a la mala suerte, no sé cómo, pero la derrote”. Mientras caminaba por la 9 de Julio rumbo a la Plaza Ramírez rápidamente para llegar a su casa, debía arreglarse para su cita y tenía que festejar el inicio de su nueva vida.
Aquí va un ganador, comenzaba a repetirse a sí mismo. Era tal su alegría que caminaba canturreando una canción y sentía que el corazón le iba a estallar. Galopaba como un caballo indómito y desbocado.
Entonces lo sintió. Un golpe primero, luego un fuerte dolor en el pecho y después notó una pequeña mancha roja en su pecho que poco a poco comenzó a crecer más y más, igual que el intenso dolor.
Diario La Calle. Jueves 25 de octubre de 1995.
ENFRENTAMIENTO Y TRAGICO ENCUENTRO CON LA MUERTE.
Cuando se producía un enfrentamiento entre la policía y delincuentes que terminaban de consumar un robo en el barrio de la Terminal, una bala perdida ocasionó la muerte de un circunstancial transeúnte que caminaba por calle 9 de Julio rumbo a la Plaza Ramírez, a casi una cuadra del mismo.
Este cuento forma parte del libro “Te Cuento un Cuento” de Rodolfo Oscar Negri, editado por Editorial El Miercoles en febrero de 2020.
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 13/11/2022
