LA DESGRACIA (1)
por Rodolfo Oscar Negri –
Tocó timbre en la señorial casona ubicada en la zona del puerto viejo.
Era de esas casas sobrevivientes de una Concepción del Uruguay de cuando por aquí pasaba la toma de decisiones de grandes temas nacionales, de la época en que fuera capital provincial, de una etapa añorada, pero ida, que ya no volverá.
Tenía un estilo italiano, el que predominaba en las construcciones de la época, magnifico pero sencillo, señorial pero austero, producto –seguramente- de la semilla que sembró Pietro Fossati (el brillante arquitecto que trajo de Italia Urquiza y al que se deben grandes obras públicas y privadas de aquel momento, al que aportó también una ola inmigratoria peninsular especializada).
Eso sí, estaba venida a menos, por de la falta de mantenimiento y la pérdida de recursos, síntoma inocultable de familias que supieron tener influencia, dinero y poder, pero que hoy viven solo de recuerdos.
Mientras esperaba que le abran la puerta, pensaba en los importantes acontecimientos de los que aquellas paredes habrían sido testigos, en la cantidad de seres que habrían vivido en ella, de cuántas sensaciones, vivencias, sinsabores, nacimientos y muertes… en fin de todo lo que hace a la existencia humana.
Cuantos recuerdos –pensó- que debe atesorar, cuantas historias deben estar encerradas allí.
Habían llamado al servicio de urgencias médicas y allí estaba él, como paramédico, para llevar a cabo la atención del caso. En realidad el llamado alertaba sobre la descompensación de una persona mayor y normalmente eso solo requería una toma de presión, algún medicamento y no mucho más.
Cuando la puerta se abrió, apareció una anciana que lo sorprendió por su enorme sonrisa. Para nada parecía estar siendo víctima de problemas de salud, físicamente visibles. No obstante, después de chequear los datos de afiliación al servicio de emergencia, comenzó a descubrir una serie de situaciones que le llamaron la atención.
La mujer, que rondaría los 90 años, vivía sola y su imagen parecía extraída de un libro de historia. La expresión delataba un señorío que ya no se ve habitualmente y un manejo de la situación que –por lo avanzada de su edad- asombraba.
La vestimenta pulcra y distinguida, daba la impresión de tener casi tantos años como quien la llevaba.
Su trato tenía un aire de superioridad, pero era afable y cordial, con el respeto y mantenimiento de esa distancia, que eran signos distintivos de un tiempo pasado.
- Buenas tardes señora, vengo del Servicio de Emergencias SOS y soy el paramédico Roberto Iglesias. ¿Ud. nos llamó?
- Mucho gusto, doctor. Si los llamé. Soy Ernestina Prudencia Ramírez de Bonín y lo llame porque no me siento muy bien y quiero que me revise. Sígame por favor, le dijo con determinación y expeditivamente.
- Permítame decirle que no soy doctor, soy paramédico, pero –de ser necesario, llamaremos a uno.
Mientras ingresaba detrás de la dueña de casa fue descubriendo un verdadero museo en cada una de las enormes habitaciones por donde ella lo iba conduciendo. Cada a adorno, aplique, pintura, o detalle, eran piezas de un santuario de lujo y distinción. Tanto por su belleza o calidad, como por el valor histórico que se podía apreciar sin tener demasiado conocimiento.
Eso sí, la abundancia daba la pauta de que se habían ido acumulando piezas a lo largo de los años y que la dueña –seguramente por respeto a las vidas que ya no estaban- no había querido guardarlas en un depósito u ocultarlas de la vista de quienes pudieran ser sus visitantes, entonces se había producido una sobrecarga de enceres en todos los ambientes, que –sin embargo- no desentonaban. Eso sí, reinaba la penumbra. Los rayos de sol hacía tiempo que tenían vedado el paso y eso le daba a cada sitio un toque especial. Igual que un aroma, un olor a incienso que inundaba todo.
Ernestina caminaba adelante y describía los objetos y los sitios que atravesaban.
- Esta era la habitación predilecta del coronel Hilarión Ramírez de las Casillas. Si se fija bien verá, en la pared del fondo el sable que lo acompañó durante toda su campaña militar… ah… y las medallas que ganó en combate…
- Esta otra era la pieza preferida de Carmencita de los Hoyos Montiel… tan inocente, bella y tierna… su vida se fue casi sin que la familia se diera cuenta, de tan delicada que era…
Así, una, otra y otra aclaración.
Por fin llegaron a un estar muy grande. La anciana lo invitó a sentarse y comenzó a responder el cuestionario acostumbrado para cada atención del servicio.
Por la soltura y movimientos, enseguida se dio cuenta de que no podía ser nada grave lo que la aquejaba, por lo menos físicamente hablando. Completados los formularios, le pidió que desnudara el brazo para tomarle la presión y lo impresionó la falta de masa muscular que tenía. Debajo de la ropa parecía que vivía solo un esqueleto.
Mientras realizaba el procedimiento, quiso empezar a realizar las preguntas habituales y de rutina sobre la vida de la paciente, pero bastó una sola (Señora Ud. ¿vive sola?), para que –como una catarata- ella comenzara a relatar todo lo que hacía tanto a su vida pasada, como a la presente.
- Mire, doctor Iglesias, he quedado viuda en los años sesenta y desde entonces vivo sola. No obstante…
- Señora, debo aclararle que no soy doctor, soy paramédico repitió y –en caso de ser necesario- convocaré a un doctor… interrumpió, pero ella continuó:
- Perfecto, doctor Iglesias, le decía que desde que me dejó viuda Reynaldo he habitado sola esta casa que fuera donde nació, se crió y murió toda mi familia. Le confieso una cosa, mi vida con Reynaldo se había tornado insoportable. Del gallardo joven con que me había casado, el tiempo fue realizando un trabajo cruel y despiadado, convirtiéndolo en un viejo panzón, vago, haragán, malhumorado, sucio, borracho y grosero que no condecía con lo que esta casa merecía… Su presencia poco a poco se fue convirtiendo en imposible de tolerar.
- ¿Y qué pasó con él? Preguntó el hombre con deseos de saber más, mientras continuaba con su tarea profesional.
- La desgracia llegó a esta casa y se lo llevó. En poco tiempo. Ella actúa rápida y expeditivamente y me hizo el favor de hacer volver a este lugar la tranquilidad y el señorío que jamás debió perder.
- ¿entonces su muerte fue una liberación?
- …
- ¿Así que quedó sola?
- De vez en cuando viene a visitarme un sobrino lejano que me trae tortas y me lleva al cementerio… yo creo que lo único que lo motiva es la codicia, que lo que quiere es la herencia y quedarse con esta casa el día que yo no esté.
- ¿A sus años no cree que debería estar acompañada, digo, por si le pasa algo?
- Mire, doctor Iglesias…
- Discúlpeme, pero no soy doctor…
- Le decía, doctor Iglesias, el servicio ya no es lo que era, probé varias veces contratando damas de compañía, pero no tuve suerte. Habrán sido cuatro o cinco, ya ni recuerdo. Cada una, al comienzo, se ubicaba en su lugar y realizaba el trabajo en forma eficiente; pero luego –quizás por verme con tantos años- poco a poco iba invadiendo espacios y hasta –me daba cuenta- comenzaba a robar reliquias familiares… no una, todas… y si hay algo que no puedo permitir es que mancillen este santuario familiar…
- ¿Entonces las echaba?
- No hacía falta. Parecía un milagro, pero la desgracia fue sacándome de encima a todas y cada una de esas intrusas aprovechadas y ladronas …
La presión estaba bien y el resto de los signos también. El pareció darse cuenta de que lo que ella necesitaba era, aunque sea por un momento, una compañía, ser escuchada, alguien con quien hablar. Si bien su horario laboral lo obligaba, pensó que era capaz de darle a la pobre mujer el remedio que necesitaba: solo un poco de su tiempo, prestándole la atención debida. La anciana parecía tan agradable, inocente, desvalida, débil y con una mente aún lúcida llena de recuerdos, que se dijo “bien vale la pena”. Además, siempre le fascinaron los temas históricos y le parecía sumamente interesante lo que ella contaba sobre todo lo que rodeaba a la casa.
Ernestina Prudencia Ramírez de Bonín, pareció revivir al correr de sus relatos y hasta su palidez se torno de un rosado vital, cuando percibió que su interlocutor no solo se quedaría con ella, sino que –además- estaba disfrutando de sus palabras.
No fue un diálogo, sino un monólogo y por aquel lugar volvieron a cobrar vida mágicamente los momentos esplendorosos de épocas pasadas y vidas ya desaparecidas.
Desde la gloriosa defensa del 21 de noviembre de 1852, la muerte de Urquiza, las consecuencias del despojo del rango de capital de la ciudad, las revueltas jordanistas, las luchas de principio de siglo entre personalistas y no personalistas, todos estos hechos enmarcaron la vida de quienes protagonizaban esos acontecimientos, compartiendo -en ese ámbito- la vida cotidiana de una familia de poder y de una posición acomodada. Uno a uno fue describiendo a los personajes que compartieron aquellas situaciones, desde allí, desde cada una de aquellas piezas. Desde el nacimiento a la muerte.
Era como escuchar una versión lugareña de “Cien años de Soledad”.
- Lo que me resulta difícil de entender es como está aquí sola.
- No, doctor Iglesias, le cuento. Después de la frustración con la última dama de llaves, un día –de pura casualidad- llamó una joven vecina para pedirme un favor: tenía visitas, necesitaba azúcar y los negocios ya estaban cerrados. Iniciamos una relación que duró casi diez años.
- ¡Que bueno…! Pero… ¿Por qué “duró”?
- El tiempo fue pasando y comencé a darme cuenta de que también se estaba aprovechando de mí. Venía dos o tres veces por semana y se quedaba toda la tarde. Primero empecé a sospechar que se llevaba alimentos, después comenzó a pedirme “préstamos” que jamás me reintegró. Le cuento que para mí era casi pagar el precio de la compañía. Así que lo toleraba.
- Evidentemente otra aprovechada, pero si a Ud. le servía.
- Cuando las cosas ya no son producto de la motivación de sentirse bien con la otra persona y comienzan a tener el componente del aprovechamiento, ya no es lo mismo.
- Sí, pero eso –muchas veces- es mejor que nada…
- Quien es un aprovechado, termina robando y quien roba en lo poco, roba en lo mucho. Lo dicen los Evangelios y lo que dicen los Evangelios, así es.
- ¿Y qué pasó?
- Tuvo la tremenda osadía de comenzar a robar cosas de la casa, creyendo que –por mis años- no me daría cuenta, pero yo sé que es lo que hay en cada rincón, así que ante la primera falta, me di cuenta…
- La habrá echado indignada y tal vez hasta dolida…
- No hizo falta. La desgracia, nuevamente, realizó su trabajo y me sacó de encima a esa pérfida mujer…
- ¿y eso fue hace mucho?
- No, hace apenas unos meses. En este tiempo si, le confieso, me he sentido un poco sola. Me había acostumbrado a su presencia y desde que falleció prácticamente no había hablado con nadie hasta que Ud. llegó.
- Es demasiado, señora. Si Ud. me disculpa, debería buscar la forma de conectarse con familiares y tener compañía más cercana. No solo por su edad, sino también por su necesidad de socializar y su salud mental.
- ¿Doctor Iglesias, no se le habrá hecho muy tarde y tiene más trabajo?
- Señora, no soy doctor… y mi horario de trabajo terminó hace rato, pero –ahora le confieso yo- he disfrutado de su relato y compañía.
- No sabe lo feliz que me hace escuchar lo que dice, doctor Iglesias. Son las cinco de la tarde ¿no querría acompañarme a tomar un té?
- Me encantaría.
- Eso sí, tendrá que ayudarme a hacerlo, porque por mi estatura no llego a la parte superior de la alacena. Antes me subía a una silla, pero ahora tengo un poco de miedo caerme porque una quebradura, a mi edad, es complicada. Mientras yo preparo los pocillos y el agua, ¿porque no me trae dos saquitos del te chino que están en la puerta derecha?
- Si ¿Por qué no?
- Ojo, doctor Iglesias, por favor, los saquitos que están en la puerta derecha… ni se le ocurra tocar a los de la puerta izquierda, porque allí están los de “la desgracia”.
(1) Esta cuento está incluído en el libro “Historias de la Rys y otros cuentitos” de Rodolfo Oscar Negri, editado por Editorial UCU en diciembre de 2014 y vuelto a editar en diciembre de 2020.