ELLA
por Rodolfo Oscar Negri –
Vivía solo. Estaba solo. Solos venimos al mundo y solos nos vamos. Así siempre pensé, tal vez para consolarme. La soledad es una enfermedad que transforma nuestra vida. La modela, le va dando características propias… hasta colores. Que digo colores. Como me atrevo. Matices. Solo matices. Matices de gris. Monotonía. La vida cotidiana, hasta en sus más pequeños detalles tiene la costumbre de ir asumiendo formas similares y repetidas. Rutinas. Una y otra vez el hacer las mismas cosas, de la misma manera, en el mismo lugar y a la misma hora.
El despertador siempre sonando a las seis de la mañana, el camino al baño y la higiene diaria.
El mismo desayuno, la misma mermelada…
Vestirme para salir de la misma manera sin elegir siquiera colores, porque toda la ropa tenía los mismos y repetidos. El abrir la puerta todos los días en idéntico horario para ir hacia la oficina caminando por la calle Galarza. Con el tiempo uno va conociendo hasta las baldosas que pisa y trata de pisar siempre las mismas. Cada rutina y cada costumbre se van transformando en una manía que no me atrevía a desafiar ¿a ver si me traía mala suerte?
El regreso, la comida, la siesta, las compras, la cena, el noticiero y la cama. Repetidos. Siempre igual. Así se completaba la vida de todos los días.
Solo los sábados por la mañana –eso sí, todos los sábados- la rutina se alteraba y el desayuno era en la Confitería Rys. El lujo de las dos medialunas. El mirar, siempre desde la misma mesa, la plaza Ramírez y vigilar los potenciales cambios. Odiándolos. Repudiándolos. Queriendo que todo quede como estaba antes.
Jamás podré olvidar aquella mañana cuando estaba sentado en “mi” mesa de la Confitería Rys, tomando–tal mi costumbre- el consabido desayuno. La mañana estaba nublada y yo casi era parte de aquel paisaje gris. Cuando ocurrió aquello. Inesperado. Desestabilizador. Inquietante. De pronto y sin ningún tipo de aviso mi vista se encegueció cuando el sol entró por la puerta que da a la esquina de Galarza y Urquiza y entre sus rayos ingreso y vi su silueta transparentada entre la tela del vestido de tal manera que parecía un hada bella y desnuda. Casi por instinto protector, puse mi mano sobre el reflejo y pude verla mejor. Creo que fue en aquel instante cuando sentí un sentimiento raro y extraño. Me enamore perdidamente.
No dejé de mirarla. Seguí su andar hasta la mesa y estudié cada una de todos los gestos que hacía. Sus movimientos, sus cosas. Recorrí su rostro hermoso y perfecto, desde la barbilla hasta el pelo. Me detuve en su boca, sensual y atrevida (al menos, así lo imaginé), en su nariz perfecta y en sus ojos negros, brillantes y penetrantes. Sus pechos, sus caderas.
Que puedo contar de lo que pasó después. Adoré todo lo que hacía. Me atraparon los libros que leía y hasta su cartera, un cofre de infinitos contenidos con que me sorprendía cada mañana.
Recuerdo que salía de la Rys y compraba el mismo título y lo leía con entusiasmo y veneración, para que el sábado siguiente pudiera haber leído lo que ella había leído. Conocer lo que ella conocía. Saber lo que ella sabía. Hasta aquel sábado negro, fatídico, ella no vino. No apareció más. Nunca. Nunca más. Se me desgarró el corazón. Mi vida volvió a la normalidad, pero jamás fue igual.
Hoy pienso –a la distancia de los inviernos vividos- si la recordaría así si hubiera tenido el valor de caminar hasta tu mesa y dirigirle la palabra.
Este cuento forma parte del libro «De todo como en botica» de Rodolfo Oscar Negri, editado en enero de 2017 por el espacio editorial UCU.
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 18/9/2022