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Literatura, La Hora del Cuento: EL COMPLICE

por Rodolfo Oscar Negri     –     

En Concepción del Uruguay llegar hasta la Confitería Rys en un día lluvioso -aún viviendo cerca- no es algo fácil.

En auto no se puede porque todo el mundo sale en él para no mojarse y el centro se convierte en un verdadero hormiguero donde –muchas veces- las esperas son demasiado largas para nuestra habitual ansiedad de llegar rápidamente a todos lados. Si a eso le sumamos la pueblerina costumbre de querer estacionar justo enfrente de donde vamos aún quedando parado en doble fila, es peor todavía.

Pero lo había citado allí y allí estaba. Esperándolo.

Era mayor el interrogante que otra cosa.

Jorge, que así se llamaba, había sido compañero de su esposa por más de 15 años en el Banco Institucional, pero con él nunca fueron amigos. Es más, ni siquiera había una corriente de afinidad. Diría que todo lo contrario. Eran el día y la noche. Así como él se asumía como tímido, buscando siempre un segundo plano y le gustaba pasar desapercibido, Jorge era un extravertido, de esos que asumen el rol de llevarse al mundo por delante.  Ni que hablar del aspecto. Mientras él era calvo y le gustaba la ropa eternamente clásica, el otro lucía una cabellera abundante y renegrida (seguramente ayudada por alguna tintura) y vestía siempre con un toque juvenil –casi adolescente-, que, si bien ya no le sentaba a sus años, no abandonaba por nada del mundo. Además aparentaba ser un Casanova eterno que vivía permanentemente a la pesca de una dama que se embarcara en una aventura. No tenía miramientos, delicadeza, ni buen gusto. Con que fuera mujer, alcanzaba.

Lo dicho, el agua y el aceite.

Casualmente habían coincidido en que ambos formaban parte de la nueva Comisión Directiva del Club y ese era el día semanal de la reunión.  Eso sí, lo había citado media hora antes. Él le había dicho “porque no nos reunimos en la confitería Bartolo, que está al lado del Club Social (lugar donde provisoriamente se reunía la CD)” a lo que le había respondido que justamente por eso buscó hacerla más lejos. Solo quería hablar con él, en el lugar más apartado y de la forma más discreta posible.

Al paso de los minutos la inquietud aumentaba.

Jorge era de esas personas que siempre llegan estudiadamente tarde, interrumpiendo la reunión o la charla y saludando ampulosamente, para que todo el mundo lo note, lo vea.

Coherente con eso, algo mas tarde de lo acordado, lo vio venir desde la mesa que está ubicada al lado del gran ventanal que da sobre calle Galarza, justo enfrente de la Plaza Ramírez. Caminaba pegado a la pared –para no mojarse- y con total tranquilidad. Ingresó a la confitería y se ubicó en otra mesa, lejos de las ventanas, desde donde le hizo señas para que se trasladara hasta allá.

Con algo de fastidio, pero con mayor intriga, tomó la taza de café y el vaso de soda que tenía servidos y se trasladó a la nueva ubicación.

Después de un saludo protocolar y sin nada de cortesía, le pidió que se sentara y le dijo:

  • Mirá José, yo sé que no somos amigos y que nunca tendremos nada que ver, además, soy consciente de que esto que te voy a pedir no tengo derecho a hacerlo, pero apelo a lo buen tipo que creo que sos y a los códigos que existen entre todos los hombres.

Mientras lo escuchaba hablar no podía dejar de ver aquel brilloso reloj que adornaba -desde su muñeca izquierda-  a los aparatosos ademanes con que acompañaba su discurso. Ostentoso, redondo, grande, dorado y con aspecto de valer una fortuna.

  • No te la voy a hacer larga (continuó), tengo una historia con una dama y no voy a concurrir a las reuniones de la CD. Ni hoy ni nunca. Por eso necesito pedirte un gran favor. Temo que en algún momento mi señora sospeche algo y seguramente llamará por teléfono para preguntar si estoy o no en la reunión. No va a querer hablar conmigo, solo saber si estoy. Como vos sos quien tiene un sentido de la responsabilidad reconocida y no solo eso, siempre estas para socorrer y responder a todo, te pido que me cubras. Solo que digas que estoy en la reunión o si terminó, que estuve en ella.
  • Jorge, a mi no me gusta mentir… ¿Por qué no se lo pedís a alguno de tus amigos de la CD?
  • Justamente por eso. Nadia no es tonta y jamás le creería a alguno de quienes sabe, son mis amigos. Por eso sos mi coartada perfecta. Por eso te necesito… Además, quedo en deuda con vos y todo el mundo sabe que suelo pagar generosamente mis compromisos.
  • Mirá, no sé… no creo
  • José, tal vez nunca llame y lo que te pido jamás lo harás…
  • Sabés lo que pasa, me cuesta engañar…
  • Ponete en mi lugar y comprendeme, es algo fugaz y pasajero que no puedo dejar. Además sos al único que se lo puedo pedir. Yo no dudaría en hacerlo por vos o por cualquier que me lo pida… es una cuestión de género básica…
  • Pero vos sos vos y yo soy yo…

Más allá de no saber si esto era realmente así o no,  dudó y todos saben que la duda es compañera de las malas decisiones. Fue entonces que le salió del interior esa dosis de boludo que todos tenemos dentro, tal vez porque muy en el fondo envidiaba la forma de ser de aquel hombre y el ser su cómplice lo acercaba a parecerse a él y no a ser como realmente era.

  • Está bien, le dijo, en esta te cubro; pero te pido por favor que nunca más me vuelvas a pedir cosas de este tipo, porque no van conmigo. No me gustan. Yo no soy así.
  • Ahora, José, te pido una cosa más; salí vos primero de la confitería y andá a la reunión. Yo pago y no me ves más por acá. Pero –acordate- para Nadia, jamás falte a una reunión de la CD.

Sin saludar, salió y se fue hacia el Club Social.

Todo transcurrió como estaba previsto pero, dos horas más tarde, cuando regresaba a su casa sonó su teléfono celular.

  • ¿Si?
  • ¿José?
  • Si
  • Mirá, soy Nadia, la esposa de Jorge y discúlpame que te moleste; pero él todavía no llegó y quería saber si había ido a la reunión, porque lo estoy esperando para cenar.
  • Si, Nadia, estuvo. Tal vez se haya demorado haciendo algún tipo de diligencia, pero seguramente no tardará en llegar. ¿Cómo conseguiste mi número?
  • El número me lo dio tu señora, llamé primero a tu casa y María me lo facilitó. Muchas gracias José.
  • De nada y cualquier cosa, a disposición.

No se sintió bien mintiendo, pero había cumplido el compromiso y había mantenido indemne el código de género. No era un consuelo pero recordó el viejo dicho popular “para ser hombre no hay que ser batilana”. No se enorgullecía, pero nadie de sus amigos iba a poder reclamarle nada.

Le siguió una semana de vida normal, hasta que el jueves de la semana siguiente se llevó a cabo una nueva convocatoria de la CD. Todo fue normal, pero la llamada de Nadia volvió a repetirse y él volvió a mentir.

Una semana más, otra reunión y  una nueva llamada.

Pero esta vez no fue igual.

  • ¿José?
  • Si
  • Mirá, soy Nadia, la esposa de Jorge y discúlpame que te moleste otra vez; pero él todavía no llegó y quería saber si había ido a la reunión.

Esta vez no le mintió asegurándole su presencia y respondió:

  • Tal vez se quedó charlando con algún amigo, probablemente no tardará en volver.
  • No José, ya no confío en él –le dijo mientras se escuchaba claramente su llanto- estoy convencida de que me engaña, a cada paso encuentro signos muy claros de su infidelidad y de los que no puedo hablar con nadie, porque en nadie confío. Aunque te parezca mentira, solo con vos es que me animo a entablar un diálogo así.
  • Nadia, discúlpame pero ¿no será todo producto de tu imaginación?
  • No, te juro que no… lo presiento y me lastima cada vez más.

El se fue desarmando, mientras la escuchaba del otro lado del aparato.

Ella agregó:

  • ¿No tenés un minuto? ¿Por qué no pasas por casa y así tengo, al menos con quien desahogarme?

No era una invitación tentadora, pero él se sentía en parte responsable de aquel sufrimiento.

  • ¿Sabes donde vivo? Estoy a pocas cuadras de donde vos estas. Por favor… no me digas que no.
  • Está bien, respondió, en unos minutos estoy allí.

Las cuadras en Uruguay son cortas y la distancia realmente no era grande.

Había dejado de llover, pero el clima era pesado, pegajoso.

Mientras caminaba pensaba ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué le puedo decir? ¿Cómo la voy a contener? Hasta que se dijo “solo escucharé y pondré cara comprensiva”.

Llegó en muy poco tiempo a la casa y la puerta estaba abierta. No obstante, antes de entrar, tocó el timbre. Luego ingresó a un estar. No era ni grande ni ampuloso pero tenía un aire acogedor y sencillo. Estaba en penumbras. Allí la vio. Era una mujer de unos cincuenta años, morocha y atractiva. Los años no habían mellado su belleza y estaba sentada en un amplio sillón llorando desconsoladamente.

  • Hola, soy José…

Ella no respondió. Ni siquiera levantó la cabeza.

  • No llores, por favor, le dijo.
  • No lloro porque lo amo, lloro por lo humillada que me siento. No sabés lo que ha sido mi vida al lado de ese hombre. Me ha engañado desde el primer día y yo siempre fiel, esperando una reacción, esperando que cambie, esperando… siempre esperando.
  • No lo hagas, por lo que más quieras, no lo merece; se atrevió a decir José.
  • Primero fue una, después otra y otra y otra… no sé cuantas, pero ya no lo soporto, no lo soporto…
  • No sigas, no puedo verte así, por favor… le suplicó, mientras se sentaba a su lado y –condolido- se animó a acariciarle el cabello, como forma de consuelo.

Ella, lejos de rechazarlo, se abrazó a él y le apoyó su cabeza en el hombro.

José seguía recorriendo sus cabellos de manera suave y delicada, cuando ella –sorpresivamente y mientras continuaba sollozando- comenzó a besarlo. Primero tiernamente en el cuello y la mejilla y luego apasionadamente buscando su boca.  Ella tomaba la iniciativa y él se dejó llevar. Después las manos hicieron lo suyo. Ambos cuerpos se convirtieron en uno y rodaron desnudos por la alfombra. Hicieron el amor ardorosamente. Fue algo intenso, fugaz y rápido. Ella seguía llorando mientras gemía de gozo.

Luego Nadia, sin mediar palabra, le dio un beso en la frente y salió de la habitación. El se vistió rápidamente y se fue de la casa.

Aturdido y todavía sin tomar demasiada conciencia de lo que había ocurrido comenzó a caminar hacia la suya. Mientras caminaba por las veredas húmedas estaba tan desconcertado que dos o tres veces, al cruzar las calles, casi lo atropella un auto.

Cada paso y el fresco de la noche, comenzaron a hacerle tomar conciencia ¿Qué había ocurrido? ¿Que era eso? ¿Por qué lo había hecho? ¿Compasión? ¿Venganza? ¿Simple calentura? ¿Deseo?

Poco a poco y paso a paso un sentimiento de culpa empezó a martirizarlo.

Cuando llego a su hogar no tuvo el valor de mirar a su propia esposa a los ojos. Sintió culpa. Tuvo vergüenza. ¿Acaso María merecía algo así? No, estaba convencido de que no.

Mientras ella preparaba la mesa para la cena, él se quedó apesadumbrado en el dormitorio, sentado en la cama y tomándose la cabeza con sus dos manos, mientras los remordimientos le taladraban el cerebro. Amaba a María y jamás le había sido infiel. Ella siempre fue su amante, su sostén, su compañera. En las buenas y en las malas. Si necesitaba apoyo de alguna naturaleza, con ella contaba, sin ningún tipo de reservas, siempre. No podía hacerle esto. Tenía que contarle. Si su matrimonio había subsistido tantos años, era porque ambos siempre habían sido honestos el uno con el otro, y más allá de la culpa que sentía, seguramente la carga sería menor si pagaba las consecuencias de su conducta blanqueando lo ocurrido…

¿Qué le digo? ¿Cómo se lo digo?, se preguntaba tratando afanosamente de encontrar la forma de morigerar no las consecuencias de lo que había hecho, sino del dolor que le causaría a su mujer. Hasta que la escuchó llamarlo.

  • José, José, vení que ya está la cena servida.

Inspiró profundamente buscando ver si el oxígeno le aportaba el valor que le faltaba. Cuando se incorporó y levantó su cabeza, algo le llamó la atención. Allí, sobre la cómoda. Sobre su propia cómoda, brillaba un reloj. Ostentoso, redondo, grande, dorado y con aspecto de valer una fortuna.


Este  cuento  obtuvo  una  mención  de  honor  otorgada  por  el  espacio  denominado  «La  Hora  del  Cuento»,  una  Organización  Cultural destinada a la difusión de las letras que tiene su sede en la localidad de Bialet Massé ( Río Cuarto, Córdoba, Argentina), en su segundo concurso internacional para escritores de habla hispana denominado “II Certamen de Verano 2015” en la categoría de Cuentos Largos o Relatos.

Este cuento forma parte del libro «De todo como en Botica» de Rodolfo Oscar Negri, editado en febrero de 2017.

Este cuento fue publicado en la revista La Ciudad el 8/7/2018

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