Por Rubén Bourlot –
Mujeres sacrificadas que hacían patria con lo que tenían a mano. No eran mujeres soldados, no portaban lanzas ni trabucos pero cumplían una función fundamental. Eran las cuarteleras, soldaderas, compañeras fieles de los bravos montoneros de las guerras de la independencia, de las luchas intestinas y de las campañas contra los indígenas.
Desconocidas, ocultadas o biografiadas encubriendo sus orígenes para “adecentarlas”, aún no está reconocido plenamente el papel de las mujeres en el proceso de construcción de nuestra nacionalidad. Sólo son reivindicadas las mujeres “de salón”, y alguna que otra que por azar alcanzó trascendencia, como La Delfina, Tadea Jordán o Juana Azurduy. Pero a las más, motejadas como de mal vivir, se las prefiere ignorar.
El general José María Paz, un jefe unitario que anduvo por Entre Ríos, cuenta en sus memorias que era habitual la existencia de mujeres siguiendo a retaguardia de los ejércitos. “Muchas veces se repartieron a la tropa efectos de ultramar, finos, y particularmente las mujeres, a quienes se daba el gracioso nombre de patricias, tuvieron su parte en ellos. Me han asegurado que se les distribuyeron pañuelos y medias de seda (…).” Y agrega: “Las mujeres son el cáncer de nuestros ejércitos; pero un cáncer que es difícil cortar, principalmente en los compuestos de paisanaje, después de las tradiciones que nos han dejado los Artigas, los Ramírez y los Otorgués, y que han continuado sus discípulos, los Rivera y otros.”
Distinto era el trato que Urquiza le daba al asunto, nos informa el mismo Paz. “No eran así seguramente los ejércitos que mandaba el general Belgrano, y últimamente nos ha dado un ejemplo Urquiza, que hizo su invasión en 1846 a Corrientes, sin llevar en su ejército una sola mujer. Esto le daba una inmensa economía en caballos, víveres y vestuarios, al paso que facilitaba la movilidad y el orden en todas sus operaciones (…). Su campaña estaba calculada como de corta duración, y no le fue difícil persuadir que dejasen las mujeres en su campo del Arroyo Grande, a donde no habían de tardar mucho en volver.”
Artigas propició esa práctica, según relata el autor citado. “Cuando la guerra del Brasil, oí un día contar al general don Frutos Rivera que, encontrándose Artigas en no sé qué situación crítica que se hacía más afligente por la extraordinaria deserción de los soldados, que les era imposible contener, se le ocurrió entonces un arbitrio que propuso a Artigas, quien lo adoptó y puso en práctica con el mejor suceso. Consistía en traer algunos cientos de chinas para distribuir a los soldados.”
Zitarrosa les canta:
Sufrió y sudó en los caminos
enancada, en carro, a pie
y, a lo más, un parte dijo:
ayer murió una mujer.
El propio caudillo oriental se casa con una lancera paraguaya, Melchora Cuenca, que les dio sus hijos Santiago y María. Pero a Artigas no le duraban las mujeres, y cuando derrotado decide marchar al exilio paraguayo, Melchora se queda por acá, en nuestra provincia con sus hijos. Perseguida y sin recursos en 1829 se casa con José Cáceres. Se dice que muere en Concordia en la década de 1860.
También en la llamada “frontera” sur, en ese impreciso territorio donde se iba diluyendo la “civilización” para dar paso a los dominios de las tolderías de indios, la mujer fue una pieza fundamental para “arraigar” al soldado.
Las “fortineras”, junto a la india y la cautiva fueron las mujeres prototípicas que habitaron esas soledades atravesadas por vientos helados. Eran parte de ese ejército, eran sometidas a los mismos deberes aunque no les asistían los derechos, que sí tenían los soldados, como la paga, los ascensos y el premio de leguas de tierra en compensación a los servicios prestados. Y esas fortineras muchas veces terminaban sumándose al batallón de cautivas entre los indios.
El Ejército de los Andes también tuvo sus mujeres con la expresa autorización de San Martín, para que acompañaran a sus maridos. En este caso se suponía que eran las esposas de los soldados y no simples queridas, como les decían.
Otro ejemplo es el de Josefa Tenorio, una esclava negra, que pidió al general Gregorio Las Heras que la dejara combatir. Este la aceptó y la mujer hizo la campaña como agregada al cuerpo del comandante de guerrillas Toribio Dávalos. Aspiraba obtener, también, su libertad personal. No se sabe si lo consiguió, aunque San Martín la recomendó para «el primer sorteo que se haga por la libertad de los esclavos».
Dejando las familias
A la clemencia de Dios,
Y andaban los años enteros
Encima del macarrón!
Escribía Hilario Ascasubi.
En nuestra provincia está el caso de la romántica historia entre Francisco Ramírez y La Delfina, esa mujer misteriosa que un día apareció en la vida del caudillo y se lo llevó a la tumba, según una de las versiones tradicionales. La mujer también conocida como María Delfina según el acta de defunción, era de origen portugués (hoy sería brasileña) y habría arribado a las cercanías de Concepción del Uruguay siguiendo como soldadera a las montoneras de Artigas. Otras versiones la dan como prisionera tomada en la frontera portuguesa. El destino quiso que esa bella mujer cautivara al Jefe de los entrerrianos y pasara a ocupar un lugar destacado dentro de sus ejércitos, ya no como cuartelera sino como una dragona, mano derecha del que luego sería el Supremo Entrerriano, vestida con uniforme de oficial, casaca roja y ataviada con un sobrero “a la chamberga” decorado con plumas de ñandú.
Fuentes y bibliografía:
– Letra de canción de La Soldadera de Alfredo Zitarrosa
– Memorias del general José María Paz
(Publicado originalmente en la revista Orillas)
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 21/2/2018