En los últimos días, una entidad que agrupa a cámaras y organizaciones del sector agropecuario y agroindustrial ha dado a conocer un plan de fomento de metas ambiciosas: incremento de exportaciones de US$ 35.000 millones, y creación de 700.000 puestos de trabajo. Este documento no ha sido el único presentado en los últimos años: el anterior fue el “Plan estratégico agroalimentario y agroindustrial, participativo y federal 2010-2020” elaborado durante la administración de Cristina Kirchner.
Este proyecto requiere transferencia de recursos cuyo monto no está explicitado: todo beneficio impositivo a un sector (en este caso el agroindustrial) tiene como contrapartida o incremento impositivo a otros sectores, o reducción de partidas presupuestarias de ciertas áreas del Estado. En el caso del “fomento” (subsidio) a inversión en bienes de capital, la herramienta utilizada que necesariamente deberá ser utilizada es (a) tasa de interés preferencial, o bien (b) acceso preferencial al crédito disponible. En ambos casos, lo que agroindustria recibe, lo deja de recibir otro sector.
El punto central entonces es reconocer que un “plan de fomento” implica asignar recursos en cierta dirección. Por ende, los eventuales “beneficios” que un sector recibe deben ser comparados con los “costos” en términos de sacrificios en otros sectores.
¿Cómo comparar estos beneficios y costos, y entonces decidir si expandir la producción de (por ejemplo) peras o leche en polvo, o por otro lado de textiles, productos medicinales y servicios informáticos? Responder esto requiere reconocer la enorme complejidad de una economía moderna, y la imposibilidad de que una autoridad centralizada cuente no solo con la información sino con los incentivos como para tomar decisiones correctas.
El proyecto legislativo propuesto para el “Plan Agroindustrial” tiene como punto central una “Autoridad de Aplicación” con amplio mandato. Por ejemplo, esta autoridad decidirá (¿en base a qué criterio?) cuales proyectos son financiados y cuáles no. Asimismo, los beneficios impositivos pueden eliminarse discrecionalmente si el que los recibe “no cumple” con las pautas establecidas por esta autoridad. Pero: ¿Por qué hay que “vigilar cumplimiento” si en principio el mejor uso del financiamiento es aquella actividad cuyo retorno es más alto? ¿Es el empresario un ser irracional cuyo comportamiento es necesario controlar?
Como curiosidad, los participantes del plan deben renunciar al actual secreto fiscal establecido por ley. El proyecto planteado entonces, aún cuando es apoyado por un número importante de organizaciones del sector, resulta en los hechos a fuerte centralización en lo relativo a asignación de recursos.
¿Qué tipo de empresas puede sortear con mayor facilidad los múltiples requisitos burocráticos que acceder a este tipo de plan requiere (formulación de planes de negocio, registros contables, papeleo y presentaciones)? Claramente las de mayor tamaño, y mejor acceso al “know-how” administrativo. Muchas quedarán en el camino.
Pero además y como mencionamos, el proyecto centra atención en beneficios impositivos y de financiamiento que implican costos reales para la economía en su conjunto. No ataca, sin embargo, serias trabas a las que está sujeto el sector. A modo de ejemplo: aranceles a la exportación, cierre arbitrario de comercios (entre muchos otros, caso COTO en abril de este año), control de precios, inflexibilidad y litigiosidad laboral, exceso de regulación, inseguridad (vandalismo silobolsas, robos de mercadería en almacenaje y tránsito). Pero además, intervenciones como la del “caso Vicentin” o la de eventualmente estatizar el comercio de granos cubren con pesado manto de incertidumbre a todo lo relacionado a inversión de capitales de magnitud. Nada de esto resuelve el plan.
Resumiendo: desarrollar la agroindustria requiere diseñar un sistema impositivo, regulatorio, de legislación laboral, de financiamiento y un mercado de capitales aplicable – con mínimas variantes – a todos los sectores de la economía del país. No un “plan” para un sector en particular, y menos aún un plan donde las decisiones importantes las tome una autoridad central de amplio mandato. Centralización decisoria en lo relativo a asignar recursos resulta en el mejor de los casos en ineficiencias, a las cuales no resulta aventurado agregar eventual favoritismo, fuertes presiones de lobby y aún corrupción.
Fuente: Ámbito