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La batalla no era cultural, era emocional

Hay algo profundamente desconcertante en lo que acaba de pasar en la Argentina. En un país sumido en crisis económica, con pobreza récord, escándalos de corrupción, renuncias ministeriales y una política exterior errática, Javier Milei no se desploma: se consolida. Ganó las legislativas de medio término, amplió su base y lo hizo a pesar de todo —o quizás, precisamente, por todo.

¿Cómo puede sostenerse un gobierno que recorta, reprime y endeuda sin pudor, en un país que lo siente en carne viva? Decir que “la gente está confundida” o “vota contra sus intereses” es una forma de no pensar. Algo más profundo ocurre. Lo que vemos en Argentina no es una rareza local: es un síntoma global, una grieta emocional que atraviesa todas las democracias contemporáneas.

Milei no es un accidente histórico: es el resultado lógico de un tiempo en que la política perdió su capacidad de producir sentido, y donde las emociones —bronca, hartazgo, desconfianza— se volvieron más potentes que las ideologías. En ese terreno, la derecha radical se mueve con soltura: promete libertad cuando todo asfixia, orden cuando todo se desintegra, dignidad cuando el trabajo no alcanza.

El peronismo, en cambio, aparece exhausto. Le habla al pueblo con la gramática de las cátedras, no con el lenguaje de la calle. Invoca la justicia social como un mantra que ya no conmueve. Mientras Milei grita “¡Viva la libertad, carajo!”, los dirigentes intentan explicar el déficit fiscal. Es una batalla entre emociones y tecnicismos, entre deseo y gestión.

La política, antes que racional, es afectiva. No se trata de convencer con argumentos, sino de mover con sentido. En ese terreno, la derecha está varios pasos adelante.

La bronca como motor político
La bronca es hoy el afecto político más potente del país. No es despolitización: es otra forma de la política. Es la manera en que las clases populares, medias y empobrecidas expresan lo que no encuentran en los lenguajes institucionales. Y Milei lo entendió perfecto.

La bronca tiene capas: la del laburante que no llega, la del comerciante que no puede pagar la luz, la del pibe que gana menos que un influencer, la del jubilado que elige entre comer o comprar remedios, la de la madre que ve a su hijo irse del país. Todos comparten la sensación de que “nadie los escucha”.

Milei no inventó ese malestar: lo tradujo en relato. Le puso nombre (“la casta”), enemigo (los políticos, los planeros, el feminismo), y forma emocional: una identidad de rebeldía. Lo que era frustración individual se volvió pertenencia colectiva. Ya no se trata solo de estar enojado, sino de estar orgulloso de estar enojado.

El voto a Milei no siempre es ideológico: es un voto de ruptura, una versión contemporánea del “que se vayan todos”. Es el grito de una generación que descubrió que el esfuerzo no garantiza recompensa. El progresismo no termina de ver que la bronca también es una demanda de dignidad: no se odia al Estado por querer vivir sin él, sino porque se lo percibe como inútil o corrupto.

La derecha capitaliza esa fractura con un lenguaje sencillo y visceral. Mientras el progresismo habla de “inclusión social”, Milei dice “los políticos te roban”. Mientras se explican planes de gobierno, él grita “¡que se vayan todos a la mierda!”. En un país cansado de explicar su sufrimiento, el grito convence más que el análisis.

La gente no busca ideas: busca afecto, pertenencia, alivio simbólico. Cuando la política progresista se volvió tecnocrática, los afectos se mudaron de casa. El peronismo perdió el monopolio de la emoción popular y la derecha está ocupando ese lugar con discursos de libertad, esfuerzo y autenticidad. No porque sean verdaderos, sino porque son sentidos.

Repolitizar las emociones
Argentina hoy está dividida en afectos. Predomina la bronca, acompañada por miedo, cinismo y desconfianza. Lo que falta es un afecto contrario: esperanza organizada, ternura colectiva, orgullo por proyectos comunes. La política de la esperanza no es ingenua: es estratégica. Significa diseñar políticas que además de ser técnicamente sólidas, hagan sentir mejora, pertenencia y dignidad.

Repolitizar las emociones implica tres gestos concretos:

  1. Reconocer la bronca como demanda legítima de dignidad.
  2. Reformular el lenguaje político para hablar desde el cuerpo y la experiencia —menos tecnicismo, más relato encarnado—.
  3. Reactivar prácticas colectivas que generen memoria y comunidad: asambleas, cooperativas, comedores, radios.

No se trata de manipular: se trata de recordar que la razón se encarna en afectos. El peronismo nació como un proyecto que combinaba organización material y emoción simbólica. Hoy la tarea no es volver a la nostalgia, sino inventar nuevas formas de comunidad que respondan a la precariedad del presente: políticas que devuelvan orgullo, ternura y esperanza.

Porque la izquierda no puede esperar que la gente “razone” sobre políticas complejas; debe construir experiencias que permitan sentir la justicia social. Como recuerda Sara Ahmed, las emociones no son lo opuesto a la razón: son la forma en que la razón se hace cuerpo. Recuperar esa encarnación es la condición para que la política vuelva a ser terreno de posibilidad, y no solo de resentimiento.

La batalla nunca fue cultural. Fue emocional.

Y mientras la derecha sigue gritando, la pregunta urgente es si el progresismo será capaz de volver a conmover.

(fuente: https://substack.com/home/post/p-177318151)

Colaboración de Héctor «Coco» Verón

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