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El carnaval en C. del Uruguay

La etimología de la palabra “carnaval” no ha sido suficientemente dilucidada. Si bien proviene del latín, algunos la hacen derivar de “carne” y “vale” y la traducen como “adiós a la carne”; otros, en cambio, sostienen que deriva de “currus navalis”, es decir, “carro naval”.

Las carnestolendas -como también se lo denomina- tuvieron su origen en las
saturnales romanas -fiestas en honor al dios Saturno- que, al igual que las realizadas en homenaje a Baco, solían terminar en desenfrenadas orgias. Los participantes cubrían sus rostros con máscaras, producto de creencias antropomorfistas, para invocar a los malos espíritus, adoptando el disfraz de los muertos.

Con el transcurso del tiempo, estas viejas costumbres paganas perduraron, con distintos matices, y se difundieron por casi todo el mundo. Fue así que el carnaval se transformó en una fiesta popular llevada a cabo durante los tres días que preceden al miércoles de ceniza, y que consiste, por lo general, en mascaradas, desfile de comparsas, bailes y otros regocijos bulliciosos, que no están exentos de abusos y excesos.

Algunos excesos

Uno de ellos fue, sin duda, el arrojar agua u otros elementos no tan inofensivos, que en nuestras tierras se hacía ya en los tiempos de la colonia. En esa época hubo un desagrado general sobre la manera que tenían ciertas personas de comportarse durante los festejos. Y en los albores de nuestro país, los periódicos de Buenos Aires no ahorraron críticas a lo que consideraban “un vicio” o “un juego maldito, bárbaro y tonto”.

En 1816, el redactor de “La Prensa Argentina” dio noticias sobre su propia experiencia. “Yo tampoco me escapé -escribió-, porque dos o tres veces que me he visto en la obligación de salir, he vuelto a mi casa hecho un estropajo. Al pasar por la iglesia de la Merced, vi a dos mulatas furibundas que me acechaban desde una puerta y temiendo un encuentro fatal, tomé la acera de enfrente. Cuál fue mi espanto cuando vi que las mulatas avanzaron hacia mi con descocada impavidez y descargaron sobre mi triste persona dos cántaros de agua sucia (Agua y huevos).

En realidad, don Antonio José Valdés, que así se llamaba el periodista “ultrajado”, tenía razón en quejarse. Porque a la tarde siguiente le habían tirado desde un balcón un cubo repleto de agua, cosa que también debió soportar la señorita que lo acompañaba, a la que le zamparon un baldazo y buena cantidad de harina.

Los huevos -preferentemente de avestruz- y las tinajas con húmedas suciedades eran los proyectiles favoritos de la muchachada de aquella época. Año tras año, los periódicos porteños renovaron sus denuncias y sus críticas. Así, en 1817,
“El Censor”, bajo el título “Se han repetido los brutales excesos de los años anteriores”, señaló que “la canalla ha insultado a su gusto, ha gozado de la complacencia de inutilizar los vestidos, de exponer la salud, de provocar a personas respetables, desde las azoteas, balcones y ventanas.

Pero, además, el carnaval traía otras consecuencias también señaladas por el
periodismo: “se interrumpe el giro de los negocios en gran parte; el comercio, la industria, los estudios, todo padece. Y, así, cuando la policía clama con tanta razón contra la muchedumbre excesiva de días festivos, nosotros aumentamos el número con grave daño para la sociedad”.
Hacia 1823, el gobierno decidió tomar cartas en el asunto e hizo saber a todos
los dueños de casa y padres de familia, que debían prohibir a sus hijos, criados y domésticos, jugar con agua o con huevos. Además, un centenar de patrullas recorrerían la ciudad de Bs. As. para hacer cumplir la prohibición. El periódico “El Centinela” manifestó su esperanza en la eficacia policial, “que arriaría con cuantos aparezcan jugando con agua y huevos, bien pertenezcan al hijo, bien al padre o bien al Espíritu Santo”.

Pero, evidentemente, el periodista pecó de demasiado optimismo. Las medidas adoptadas no resultaron todo lo eficaces que se esperaba, y los desmanes se siguieron produciendo por mucho tiempo, a pesar de renovadas medidas restrictivas.

En Concepción del Uruguay

En nuestra ciudad, también el carnaval constituyó una de las festividades esperadas con ansias por la población en general, sin diferencia de sectores, y tanto por las personas mayores como por los jóvenes y basta los niños. Tal vez por tratarse de una población pequeña y, en consecuencia, más fácil de un control efectivo sobre los más díscolos, ciertos excesos -que también los hubo- no alcanzaron la magnitud de los ocurridos en la ciudad de Buenos Aires.

No obstante esto, En 1848, el gobernador Urquiza prohibió terminantemente los juegos de carnaval, en razón de «los graves inconvenientes que envuelve la inmemorial y bárbara costumbre de dichos juegos -decía el decreto respectivo- que no menos perjudica la salud de los que imprudentemente se entregan a sus excesos, que a la moral y a la cultura que tan imperiosamente demanda la religión del Estado y el actual siglo de luces…».

En la segunda mitad del siglo XIX, los uruguayenses podían divertirse de tres maneras posibles: con el juego de agua, el desfile de comparsas y máscaras, y los bailes de disfraz. El primero duraba desde las dos de la tarde hasta la entrada del sol. Según la reglamentación vigente en 1877, estaba prohibido “arrojar agua sobre los transeúntes en las calles y plazas públicas, permitiéndose únicamente el uso de pomos o bombas pequeñas”. Además estaba absolutamente vedado mojar a los disfrazados, a los integrantes de las comparsas, a los encargados del orden y a aquellas personas que no deseaban participar en el juego.

Pero muchas veces el entusiasmo y, por qué no, ese “sabor” que para algunos posee toda contravención, llevaron a la comisión de los consabidos excesos, tales como arrojar agua en baldes, huevos, mezcla de carmín, harina y agua, etc. En lo que respecta al corso, su organización estaba a cargo de una comisión nombrada al efecto, pero con intervención de la Municipalidad, pues ella fijaba el trayecto o recorrido, el tiempo de duración, el orden en que desfilarían las comparsas, etc. El acceso del público era libre y gratuito y, desde hora temprana, la gente se acercaba a la Plaza Ramírez, para lograr la mejor ubicación posible.

Los disfraces eran permitidos en las calles y bailes públicos, siempre que se hubiese sacado el correspondiente permiso de la autoridad competente. Por supuesto que no estaba permitido el uso de disfraz que representara el uniforme militar ni el hábito eclesiástico.

Durante los días de carnaval se realizaban bailes públicos de disfraz. El principal de ellos se llevaba a cabo en el teatro “1º de Mayo”. Por lo general, era organizado por la propia comisión de carnaval, por lo que la Municipalidad le devolvía la suma pagada en concepto de impuesto, a fin de contribuir a la adquisición de los elementos necesarios para la ornamentación de la Plaza Ramirez y calles adyacentes.

Debieron transcurrir muchísimos años para que algunas de estas viejas costumbres del carnaval uruguayense se fueran transformando o sencillamente desaparecieran. El advenimiento de nuevos tiempos trajo la modificación de sus características, adquiriendo, así, una nueva
fisonomía en la que el público en general fue dejando su participación directa, para transformarse en mero espectador.

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