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La historia de una infamia: La persecución a Hector Timerman

Timerman nació el 16 de diciembre de 1953, estuvo casado con la arquitecta Anabella Sielecki y tuvo dos hijas: Amanda y Jordana. En dictadura militar, en 1979, se instaló exiliado en los Estados Unidos, donde cursó un master en Relaciones Internacionales en la Universidad de Columbia, cofundó la Organización América’s Watch y colaboró con el Fund for Free Expression.

Con la vuelta de la democracia, cofundó dos revistas de noticias: Tres Puntos y Debate, se convirtió en colaborador frecuente de la revista Noticias y del diario Ámbito Financiero y condujo un programa de entrevistas llamado Diálogos con Opinión.

De profesión periodista -como su padre Jacobo-, pero también de carrera diplomática, Héctor Timerman fue cónsul general en Nueva York en la gestión de Néstor Kirchner (2004 y 2007) y luego embajador en los Estados Unidos bajo la administración de Cristina. Fue hacedor del Memorando con Irán con el afán de enjuiciar a los iraníes sospechosos del atentado a la AMIA. Pero el lawfare y el triunfo de Cambiemos en 2015 se cruzaron en su camino.

Timerman fue imputado en febrero de 2015 por el fiscal federal Gerardo Pollicita por el presunto encubrimiento de la AMIA, tras conocerse la denuncia presentada por el fiscal fallecido Alberto Nisman. Aunque el juez Daniel Rafecas rechazó la denuncia entendiendo que el delito nunca se cometió porque el pacto nunca entró en vigencia, la causa judicial avanzó de la mano de Claudio Bonadio y Timerman se enfermó.

En diciembre de 2017 el juez federal ordenó su detención, pero por su estado de salud permitió la prisión domiciliaria. Timerman comenzó a tratarse afuera del país, pero el procesamiento por “traición a la patria” lo dejó sin permiso para salir al exterior. Reclamó una y otra vez en los tribunales para obtener una visa que reabra las puertas de los Estados Unidos, pero la Justicia se lo negó. El ex ministro de Relaciones Exteriores murió de cáncer el 30 de diciembre de 2018.

En el día de lo que hubiese su cumpleaños 66, su hermano, Javier Timerman lo recordó en diálogo con Radio 10. «Me da tristeza cómo se adormeció la sociedad ante tremenda injusticia, fueron años de mucha tristeza», dijo con profundo dolor. «Se persiguió a mi hermano para castigar a Cristina, era el vale todo en la sociedad», lamentó y denunció que «los argentinos perdimos la Justicia durante esos años».

«Bonadío torturó a mi hermano», advirtió Javier Timerman. «¿Cómo se tienen fuerzas para luchar contra el cáncer cuando estás frente a una injusticia tremenda como la que sufrió mi hermano Héctor?, ese dolor no te permite curarte del cáncer», subrayó. «A mi hermano la justicia no le permitió curarse», sentenció.

Su hija Jordana Timerman también lo recordó. Publicamos a continuación el artículo que ella publicara en Página 12.

Un año sin Héctor, muchos sin justicia Por Jordana Timerman

El judaísmo marca un período de un año de luto, supuestamente el más duro, que se separa a la persona que perdió al padre de los demás mortales. Es el año que todavía pasó con mi familia y los seres queridos de mi padre, Héctor Timerman. Se termina formalmente este 30 de diciembre, cuando hayamos pasado sin él cada cumpleaños como el de este lunes, cada estación, cada aniversario. Y también cosas que no son rutinas anuales: como el nacimiento de su tercera nieta, que nunca lo pueden conocer; o haber ido a votar y, también por primera vez, no ver su nombre al lado del mío en el padrón.

Todos perdieron este tipo de pérdidas en su trágica dimensión cotidiana. Pero mi proceso tiene más que un año ya, porque se suma al calendario el año y pico que marcó el final de la vida de mi padre¿Cómo se desarrollaron su enfermedad sin la crueldad absurda de la causa judicial por el Memorándum de Entendimiento con Irán? Es contra-fáctico. Pero sí es un hecho lo que vi: cada avance del caso – o en su defecto su falta de avance – fue acompañado por un ataque de la enfermedad que eventualmente le quitaría la vida.

Fue paradójicamente el 17 de octubre del 2017, el Día de la Lealtad, que lo llevé a Comodoro Py. No me dejaron entrar con él. Esperé afuera mientras lo acusaban de traición a la patria. Ese mismo día, un rato más tarde, llegué a la guardia del hospital. Lloraba por fuera y por dentro, incrédulo por la acusación y descreído que estuviese pasando en el sistema democrático en el que basaba toda su creencia política.

Unas semanas más tarde, el 7 de diciembre de ese mismo año, llegaron las prisiones preventivas. Esperamos horas en el sillón de casa que lo viniesen a buscar para llevarlo a la cárcel. Él sostenía una bolsa con los medicamentos que iba a tener que llevar para seguir su tratamiento. Le dieron la detención domiciliaria, por los peores motivos: el cáncer.

Ahí fue que dejé de dormir. “¿Cómo seguís tu vida cuando tu papá está detenido?”, Le pregunté a mi tío, sabiendo que él se enfrentó a la misma pregunta una generación antes. Aprender que todo sigue, aun ante las mayores atrocidades, que también había arte después de Auschwitz.

Entonces dediqué mi tiempo y mi cabeza a hablar con gente, intentar ayudar: organismos de derechos humanos, políticos de acá y de afuera. Muchos escucharon, otros no; algunos actuaron y se comprometieron, otros no.

Pero entonces pasó lo inesperado: sacarle la visa a Estados Unidos, y la lucha política se terminó de mezclar con la urgencia de su salud. Perdimos, y no pudo viajar a tiempo. Estuvo lejos de los doctores que siguieron su caso, lejos de los procedimientos experimentales que había decidido hacer. Y entonces vimos con demasiada claridad cómo avanzaban los dolores físicos con cada golpe judicial y burocrático. Y sentimos que ya no sabíamos contra qué ni contra quién sabíamos luchando, porque los frentes se multiplicaban y de tantos que eran se han intangibles.

En marzo de 2018 pensamos que ya se moría, y por primera vez hablé con los médicos sobre cómo aliviarle el dolor. Pero otra vez nos sorprendió y pudo dar testimonio en el caso. Quizás era eso que podía para irse con algo de paz. Habló, un peso de su debilidad física, un peso de los medicamentos que lo han hecho parecer más torpe. Se avergonzó de su estado, pero enfrentó igual a los jueces, porque sabía que si no lo haría ese día quizás no podría hacerlo nunca más. «Lo único que avanza es mi cáncer», dijo ese día. Y tuvo razón.

En el día del perdón judío, en Iom Kipur, hay un servicio para recordar a los muertos. Exactamente se va solo después de haber perdido a un padre, una suerte de cábala. Así que me tocó ir por primera vez en octubre de este año. Soy atea y estaba enojada con una comunidad que había marginado a mi padre, pero igual fui. Igual sentí que tenía que ir. Dije los rezos a un Dios en quien no creo, por un padre que está muerto y no puede ya agradecer mi gesto. Son cosas que hacemos.

Ese día un líder de la comunidad me pidió perdón. A mí, porque ya no puedes pedírselo a mi papá. Y lloró No sé si por mí, por mi papá, o por él mismo. Pero en realidad no importa. ¿Sirve el perdón cuando llega tarde? ¿Sirve la justicia cuando llega tarde?

El caso judicial del memorándum sigue. Duerme, como un volcán que ya arrasó con el pueblo a su lado. Quiero pensar que ya no nos puede afectar, que ya hizo todo el daño que tenía que hacer. Pero cada vez que hay un titular, o una mención en un debate público, se me para un poquito el corazón. A veces creo que no estaremos libres hasta que se resuelva, pero a veces pienso peor: que nunca estaremos libres. ¿Qué significaría una absolución de una justicia en la cual nadie cree ni creerá?

(fuente: Pagina 12 y ámbito.com)

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