El 7 de octubre de 1571 se jugó el destino de Europa en una remota isla griega. Ese día chocaron dos concepciones existenciales, dos de formas de ver la vida: la cristiana y la musulmana, aunque ambas peleaban por el dominio comercial del Mediterráneo. Como en toda guerra, el dinero es quien manda.
En cambio, los otomanos nada le prometieron a sus esclavos, quienes, en su mayoría eran cristianos que, muy probablemente, se pasarían al bando contrario de no estar encadenados. Fue así que cuando esas 500 naves se enmarañaron en un choque frontal, los cristianos contaron con más puños para enfrentar al enemigo.
El primer cañonazo sonó al mediodía y en cuatro horas la victoria era de los europeos. No solo fue la batalla naval más famosa de la historia, también fue la más sangrienta: 40.000 muertos y, por lo menos, 70.000 heridos.
Juan de Austria volvió con gloria a abrazarse con su medio hermano y fue bendecido por el Sumo Pontífice. Su imagen fue sinónimo de valentía dirigiendo el abordaje de las naves infieles invocando a España y a Santiago. Otros, los más, volvieron sin ojos, sin piernas, inválidos condenados a una vida de limosnas o mancos como aquel llamado a escribir lo que vio y vivió esa jornada.
Para Miguel de Cervantes y Saavedra, Lepanto fue “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros” y, hasta ahora, ha tenido razón.
Fuente: Ámbito
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 8/10/2022
