Por Susy Quinteros –
Estos poemas provocan desde sus palabras iniciales una explosión de sensibles miradas sobre la realidad y una certeza de estar frente a lo que llamamos poesía. Valentina Gutiérrez hizo suyo un lenguaje para sublimar sus experiencias de vida y a su vez tomar de esas experiencias el sustento necesario para poder escribir.
Aquí el paisaje desfila como una premonición de fe que todo lo celebra: jardines con flores, ríos y pájaros, atardeceres resplandecientes y días de infancia que se guardaron en la mano y, que ella, como un titiritero, entregó a estas páginas para que digan su belleza. El escondido devenir de su mundo interior, profundo y valeroso aparece de pronto como lluvia detrás de cristales melancólicos y otras, exultante y fiero se lanza a obligadas verdades, pero siempre, la poesía aparecerá al filo de la tarde para rescatarla y regresarla a la ensoñación. La mayor parte de sus poemas dicen del amor, están imbuidos de un amor viajero que sigue alumbrando el itinerario de sus días anclado a la sombra de los árboles de su calle. Cuando descubrió su voz de poeta, resbaló por la pendiente de una creatividad que estaba demorada y se lanzó a enhebrar estos generosos y oníricos poemas resultado inexorable de la causalidad. Doy la bienvenida a una obra de riqueza literaria capaz de abrir el suave papiro de la imaginación poética, esa leve y evanescente musa, que va y viene por este libro entregándonos sus ramos de azahares desde tapiales perfumados.
Octavio Paz, el escritor mexicano, uno de los ganadores del Premio Nobel, escribió estos versos: “Soy hombre/ duro poco/ y es enorme la noche/ Pero miro hacia arriba / las estrellas escriben/ Sin entender comprendo: también soy escritura/ y en este instante/ alguien me deletrea.” Como él miremos hacia las estrellas y hablemos de la tierra.
