Don Tomas de Rocamora estaba exhausto, mientras sus ojos cansados de tanto monte y tanto cielo, se negaban a cerrarse en medio de la oscuridad de ese rancho hospitalario que ahora lo cobijaba en el Arroyo de la China, su mente inquieta intuía posibles inconvenientes y procuraba adecuadas soluciones. Afuera, el viento cruzaba entre los arboles elaborando quejas y lamentos. Adentro, la calidez humilde del rancho amigo, cerraba los parpados cansados… El sueño reparador llegaba poco a poco, envolviendo en una quietud esperanzada…
Pero sus desvelos no fueron en vano. La nueva fundación que proyectaba estaba muy próxima. Los trabajos previos fueron intensos y dificultosos. Debió reunir a los pobladores dispersos del partido del Arroyo de la China, unificar criterios, desbrozar y nivelar el terreno elegido, repartir los sitios para algo más de un centenar de familias, proceder a la elección de las primeras autoridades comunales, etc.
El nuevo día amaneció frío y nublado. Un viejo poblador, cargado de años y de experiencia, pronosticó sin titubeos lluvias y tormentas. Rocamora se apresuró a reunir a los vecinos más caracterizados que hasta ese momento vivían dispersos en el Partido del Arroyo de la China, con los que realizó, como diligencia previa, el examen de los terrenos circundantes. Según era de prever, resultó imposible lograr unanimidad respecto del lugar en que habría de erigirse la villa. Pero, al fin, privó la opinión del comisionado, cuya visión se adelantaba al tiempo. Pensaba en el futuro de la villa, en su paulatina expansión, en la comodidad y el bienestar de sus habitantes.
Por eso explicó al virrey que había elegido el sitio porque “hallándose casi en extremo de la rinconada o confluencia del arroyo y rio, y presentándose de alto a bajo, se granjea por la parte del agua que creo principal, la vista más delicada y agradable”.
El lugar se encontraba cubierto de espinillos y malezas. Era necesario, pues, como primera medida, desbrozar el terreno. Rocamora reunió los vecinos más cercanos a fin de iniciar la tarea. Pero aquel viejo de cara aindiada y tez curtida por todos los vientos, no se había equivocado. Densos nubarrones se apretaban en el cielo. El ronco rumor de un trueno se extendió por montes y cuchillas. El agua comenzó a caer, mansa, primero; torrencial, después.
Fue necesario esperar algunos días. La lluvia cesó al fin, pero nada podía hacerse mientras la tierra no se secara. Llegado el momento oportuno, Rocamora ordenó el inicio de la tarea. La yesca cobró fuego rápidamente. En solo tres días toda la endeble maleza fue quemada. Por delante quedaba la dura faena del talado. Hachas y machetes cayeron entonces sobre talas, algarrobos y espinillos. Un incesante revoloteo de alas expresó el temor de las aves, que se perdían en el espacio azul en busca de la tibieza de nuevos refugios.
La tarea de limpiar la tierra y nivelar la parte en que debía establecerse el centro de la villa, llegó felizmente a su término. Rocamora procedió, entonces, a concretar el segundo paso: delinear y amojonar los sitios, las calles y la plaza, para lo que siguió exactamente el mismo plan y orden que aplicara en Gualeguay.
Llegó, al fin, el momento esperado. Allí estaban los hasta entonces dispersos pobladores del Arroyo de la China, a quienes Rocamora había convencido para reunirse en un pueblo formalmente establecido, con autoridades locales que velasen por los intereses de la comunidad.
Eran más de un centenar de familiar esperanzadas en un mejor porvenir.
El comisionado Rocamora procedió a distribuir los correspondientes sitios, y cada jefe de familia asumió el compromiso de comenzar, lo más pronto posible, el cercado de los mismos y la edificación de sus viviendas.
El 25 de junio de 1783, con la conformación del primer Cabildo ad referéndum del virrey –requisito indispensable para que la villa quedase formalmente constituida- se concluyó con el trámite estipulado para estos casos. La elección de los cabildantes fue comunicada mediante oficio con la fecha que quedo establecida como la fecha de fundación.
No obstante que nunca se ha encontrado el acta de la elección, la paciente tejedura de la historia ha permitido salvar del olvido el nombre de los primeros cabildantes de la villa. Ellos fueron: alcalde, Juan del Mármol; regidores: José de Segovia, Pedro Martín de Chanes (o Echaniz), Domingo Leyes, Felipe López, Leandro Salvatella, Manuel Rico del Camino, Lorenzo Ayala, Gonzalo Ferragut, Miguel Martínez y Miguel Godoy.
Al momento de darle un nombre a la villa un grupo de vecinos, junto con el cura del lugar pretendían que la nueva ciudad llevase el nombre de San Sebastián, en homenaje al obispo Malvar y Pinto, pero Rocamora insistió ante el virrey para que la villa y la zona bajo su jurisdicción tuviese el nombre de la Patrona de la Parroquia; la Purísima Concepción. Ese mismo día -25 de junio de 1783-, escribió al virrey manifestándole “Por dignidad, por posesión y por afecto -expreso al virrey- prefiero la reina de los santos todos. Con el nombre de la Concepción del Uruguay, se titularía gloriosamente la población v su distrito”.
En esa denominación Rocamora logró conformar un nombre donde se conjugaban tanto la tradición católica hispánica (Concepción), como las raíces originales guaraníes (Uruguay).
A los pocos días el virrey Vértiz aprobó la propuesta del fundador. De manera, pues, que esa fue la denominación que tuvo la villa desde el momento mismo de su fundación. En consecuencia, incurren en error aquellos que la mencionan como “villa del Arroyo de la China”, ya que confunden el nombre del Partido con el de la nueva población.
Así nació Concepción del Uruguay, villa ubicada en el partido del Arroyo de la China. Así nació nuestra ciudad.
(*) Datos y textos extraídos del libro “Hechos, personajes y costumbres de nuestro pasado” del profesor Oscar F. Urquiza Almandoz
Este artículo fue publicado por la revista La Ciudad el 25/6/2017