Por Susy Quinteros –
De aquella infancia de caballos, lunas adornadas y nubes que bajaban hacia el campo rescato la insondable presencia de tía Chila, mi tía de ojos negros y silencios pasantes. Sus tardes domingueras estaban destinadas al ritual de escuchar partidos de fútbol. En horas pulcras, su melena soltera soñaba con el mejor equipo de la historia, edad dorada del cuarenta y tantos, cuando la perfecta máquina riverplatense atacaba y defendía con igual precisión. En el país de la memoria millonaria, Loustau, Muñoz, Labruna, Pedernera y Moreno, con pelota de cuero y piernas endiabladas, eran vanguardia de una realidad que escribió su página mejor. Solitaria y a escondidas, ella encendía los acumuladores de la radio campesina, y la voz del relator llegaba con lejana sonoridad al tic tác de su pecho. La tía Chila dejó una instantánea novedosa en años de mujeres que apagaban deseos en novelas de amores imposibles y revistas de modas. Su osada timidez atrapó en delineadas baldosas y modorras de sol, un encuentro de pasiones con héroes sin cuerpo. Aún veo su figura sensitiva y valiente, calladita y serena, en esos domingos de abejas y gorriones, cuando el partido cortaba los bostezos de la tarde. Heredamos pasión en blanco y rojo, el verde de las canchas, el arquero, los goles en la red, el penal mal cobrado, la derrota dolida y el salvador empate. Hoy somos pantalla sin misterio con banderas flameando en las tribunas. Me detengo en el alto sentimiento donde zumban canciones de locos.
