Por Susy Quinteros –
Lo veo sentado a la mesa de una confitería. El hielo se derrite en un vaso con whisky. Sorbos lentos apagan una costumbre dorada, líquida y quieta, una costumbre de regreso demorado. Nadie contempla esa ceremonia que no tiene brindadores. Intuyo abecedarios tristes en la cabeza que encanece y un buscar florido que no encuentra, o que encontró alguna vez, pero hoy no está. Atardece. En los ventanales el sol se despide. Cercanos murmullos aceleran el ir y venir de las bandejas. Los clientes habituales comparten charlas, café y bebidas. La jornada deja un sabor a tarea cumplida. Aumenta el murmullo que vive en cada vuelta de cucharitas y servilletas calmas. El no comparte el musiquerío de los jóvenes que entran con grandes risas y voces altas. Sabe que al regreso ningún beso tocará su mejilla. Quizás brinde con algún retrato de esquiva pared que no está en ese lugar. Sobre el mantel, el vaso deja un solitario y húmedo redondel.
