Por Mariano Negri (*) – .
Ya en cinco minutos me toca hablar con Miguel. Me quiero morir. Corrijo, no me quiero morir nada. A decir verdad, tengo pánico de morirme. De coronavirus o atragantado con una nuez. Fue mi esposa, Clara, la que insistió para que hablara con Miguel. Está haciendo la cuarentena solo en Nueva York, que según los diarios está en medio de un apocalipsis, con la plaga acechando en cada esquina, ángeles cayendo del cielo y, lo que es peor, sin nadie que pueda quejarse de lo difícil que es conseguir reservas en el restaurant de moda. Realmente horrible.
Miguel no me cae muy bien, pero como es del grupo de amigos de la universidad, tenemos contactos esporádicos cuando viene de visita a la Argentina. No tengo idea de por qué Clara empezó a preguntarme por él, pero a la tercera vez que insistió, me di cuenta que si le hablo en un video-llamado va a sumarme algunos puntos para lo único que me interesa por estos días, además de no morirme: ¡tener sexo!
Ya no doy más. Desde que empezó esto del coronavirus, Clara no me deja tocarle ni un pelo. Me dice que no se siente sexy durante una cuarentena. Que está angustiada y eso le afecta la libido. Al parecer no le afecta las ganas de hacer una hora de aeróbicos todos los días y obligarme a seguirle el tren. Pero si trato de acariciarla sugestivamente o darle un beso, me mira como si la estuviera por violar y me acusa de irresponsable. Que la saliva es un peligro y que si alguno es asintomático estaría contagiando al otro. Claro que si alguno hubiera tenido el virus, el otro se contagia a los 30 segundos de mil y una formas otra que por un beso. Pero ese argumento no parece resonar en absoluto con cómo ella ve las cosas.
Se que es feo tener este pensamiento, pero qué lástima que no me tocó una cuarentena con Julia, mi ex. Nunca nos llevamos muy bien. Gustos muy distintos, sus charlas eran aburridas, sus amigas insoportables. Pero en la cama sacábamos chispas. Como era obvio que la relación no tenía demasiados cimientos salvo por el sexo, nos enfocamos en eso y le sacamos el jugo. Como esas parejas de bailarines de tango que practican y practican, y se nota que lo disfrutan, y al tiempo son pura armonía en sus movimientos y van creando magia. Bueno, eso nos pasó con Julia en la cama. Fue muy lindo mientras duró. ¡Muy!. Pero terminamos porque nos metimos los cuernos varias de veces, y era obvio que la relación no iba para ningún lado. En estos momentos necesitaría una Julia de compañera de cuarentena para pasármela en bolas, en posición horizontal. El tema es que ya estoy grande y no creo que aguante más de una vez por día. Con suerte. Y el resto del tiempo tendría que bancarme las estupideces que decía Julia. En fin, pensándolo bien creo que estoy mejor pasando la cuarentena con Clarita. Qué mierda que siempre hay que resignar cosas y la felicidad nunca puede ser completa. Si te compras un auto lindo, es obvio que van a cerrar varios carriles de la autopista durante meses, vas a tardar media hora más en llegar al trabajo y vas a terminar odiando andar en tu auto lindo. O si trabajaste duro para una promoción, seguro te llega el día en que te enterás que cerró la tintorería de la esquina que son los únicos en todo el mundo que saben cómo almidonar las camisas correctamente.
Supimos ser buenos amigos con Miguel. Eso fue antes que se mudara a los Estados Unidos. No sé lo que pasó. Cambió mucho. Todos cambiamos con los años, me imagino. Pero con Miguel fue algo más radical. Desde que está allá es como que fue entrando lentamente en una suerte de culto. Primero se hizo vegano y nos atormentaba con los argumentos más cliché sobre la inmoralidad de hacer sufrir a un animal. Afortunadamente estoy inmunizado y ningún argumento va a hacer que sienta la menor culpa al disfrutar de un buen bife, especialmente en los aviones. Eso de comer carne y volar a la vez me hace sentir un halcón. Después empezó a torturarnos con el lenguaje políticamente correcto. No va a sorprender a nadie que se hizo feminista y fue de los primeros en bombardearnos con el #MeToo. Y para completar el panorama, ideológicamente se movió a la izquierda, cuando es el que mejor sueldo tiene de todos nosotros. Ahora creo que hace voluntariado para la campaña del candidato presidencial socialista, Bernie Sanders, cuando recuerdo que en su primera elección lo voto a López Murphy, un emblema neo-liberal. No me molesta que cambie de opinión. Es sano cambiar. Yo por ejemplo cuando era más joven creía que la tecnología iba a hacer cambios transformacionales en el funcionamiento de las democracias. En cambio ahora creo que la tecnología me está saliendo demasiado cara con tantas subscripciones que sigo acumulando: Netflix, Amazon Prime, Spotify y la lista sigue. Lo que me jode de Miguel es que se cree una suerte de fiscal moral del universo y te va a juzgar cada vez que no pienses como él o hagas algo que contradiga lo que sea que esté de moda en Brooklyn. Cada vez que hablo en presencia de él es como estar caminando sobre cáscaras de huevo. Sabés que en cualquier momento vas a decir algo que a su parecer está fuera de lugar, y va a sacar a relucir su poco-reprimida intolerancia. Te hace sentir como una persona horrible, cómplice de todos los males del mundo. Y no es que yo no sea una persona horrible. En eso tiene un poco de razón. Pero a esta altura de mi vida no necesito imbéciles marcándome que mis opiniones sobre ciertos temas están mal, solamente porque tuve suerte en la lotería de la vida, y soy blanco, de clase media y nací en una familia relativamente funcional. Aparentemente, si sos negro, hijo de madre soltera y adicta a la heroína, mágicamente eso te convierte en una fuente inagotable de sabiduría y tus opiniones valen más que las de cualquier otro. Ya no importan los argumentos o las ideas, solo basta saber quien sos y tus orígenes para que estés del lado correcto o incorrecto.
Otra de las cosas de Miguel que es caricaturesca: está completamente compenetrado con su identidad de latino en los Estados Unidos. Cuando lo ves, bien podría pasar por un pastor de los Alpes Suizos. Es rubio, de ojos claros y piel bien blanca, casi traslúcida. Pero en su trabajo es el presidente de la asociación de latinos. Le llaman latinx. La lógica que entendí es que cuando se segregan en grupos basados en identidades como la raza, el genero u la orientación sexual, están creando un mundo más inclusivo sin segregación racial, ni de género ni orientación sexual. Un verdadero enigma para mí. Pero él no parece ver una contradicción en todo eso. Está demasiado ocupado indignándose con todo y marcando impiadoso cuando los demás están equivocados según su forma de ver, que ciertamente es la única correcta. La verdad es que no sé por qué seguimos siendo amigos. Me imagino que por ese pasado común que nos une.
“¡Hola Miguel! ¿Cómo estás? Estamos preocupados por vos, con todas las cosas que se leen de Nueva York.” Le sigo llamado Miguel un poco para molestarlo. Hace tiempo que él empezó a hacerse llamar Mike y todo el mundo se lo aceptó. Qué se yo…
“Qué bueno verte, Charlie…” Vale aclarar que nadie me llama Charlie, salvo él. Soy Carlos o Carlitos, según el grado de confianza. Me imagino que es en venganza por seguir llamándolo Miguel. Eso lo respeto. “… si, esta complicada la cosa acá. La verdad es que tengo miedo de salir de mi departamento. Se siente como si nos estuvieran atacando. Y nos toca esta pandemia con el peor presidente de la historia. No entiendo como Trump no fue removed from office en el impeachment. Para colmo leés que sus approval ratings están por las nubes. No lo entiendo. Hay tanta gente sin cobertura de salud que va a morirse por su culpa y ha hecho todo mal desde el principio con la respuesta al virus, pero la gente de repente lo ama. So fucking crazy.” Perdón que me olvidé de contarles, pero Miguel habla mucho en Spanglish, así que se lo van a tener que bancar. Y sigue: “No sé como lo están viviendo ustedes, pero yo siento como que estamos dando una batalla mundial contra una amenaza desconocida, casi alienígena. Y es justamente eso de la incertidumbre de no saber quien va a tener síntomas leves y quien va a tener complicaciones que lo hace tan terrorífico. Con las otras enfermedades o actividades de la vida, ya inconscientemente tenemos internalizado un modelo de cuales son las probabilidades de morirnos. Si me agarro una gripe, yo no estoy pensado que voy a morirme porque las probabilidades son muy, muy bajas…” interrumpo solo para aclarar que habla por él… yo cada vez que me agarro la menor enfermedad creo que voy a terminar en coma o muerto y con la primera línea de fiebre ya quiero escribir un testamento.“…con el coronavirus no estamos seguros. Es como que no sabés qué número te tocó en la lotería de la vida, y tu salud puede complicarse muy rápidamente sin que nadie entienda el por qué.”
Acá es cuando me acuerdo que a Miguel le encantan los monólogos, y seguramente este video-llamado va a consistir en él hablando el ochenta por ciento del tiempo, resumiéndome un montón de artículos que leyó en The New York Times o The Atlantic, que obviamente va a hacer pasar por ideas propias. Así que me voy a limitar a meter dos o tres bocados de vez en cuando, pensar en el sudoku que tengo sin terminar e intentar que termine el llamado lo antes posible.
Le pregunto entonces. “¿Y estás trabajando?”
“Si,” me responde. “Ya estoy working-from-home desde hace casi un mes, pero cuesta concentrarme. Sirve de distracción, para que pase el día más rápido, pero no sé. Es como que estamos a la espera de una tragedia. Que llegue lo peor, que desborden los hospitales como en Italia, el conteo de muertos, y nos hacemos la idea de que eventualmente nos va a tocar donde duele. Se nos va a morir un profesor, un pariente o un comerciante del barrio…” Interesante que el tipo no cree que puede morirse él también. ¿Se creerá que por comer lentejas orgánicas y usar cremas Kiehl’s se volvió inmortal? “…Lord of Montaigne decía que la persecución de una cosa, ya es la cosa, lo cual te da la pauta de la importancia de la víspera en las tragedias. La espera es parte indisoluble de la tragedia. Con esto quiero decirte que de alguna forma siento que ya tengo el coronavirus. Que ya todos tenemos el coronavirus.”
“Pero qué, ¿tenés algún síntoma?¿Estás con fiebre o tosiendo?” Aclaro que entendí su idea pero acá me hago el distraído para salir rápido de esa línea argumental que no me gustó.
“No, no entendiste,” me responde. “Es figurativo lo que dije.”
“Ah, entonces no te contagiaste todavía. Que alivio. Cuidate.” esto ya lo digo de molesto, para que se frustre y tenga ganas de hacer corto el llamado.
“Y ustedes, ¿cómo están?” me dice. “Pensaba recién de qué suerte que no tienen hijos. Imaginate estar encerrados en un departamento con uno o dos hijos llenos de energía.”
¡Hijo de su buena madre! Voy a intentar una agresión pasiva a ver si me sale. Acá va: “Si, una bendición que los dos años de tratamiento que estuvimos haciendo para que Clara quede embarazada no hayan dado resultado.” El sabía de esto. Se lo comenté más de una vez. ¿Cómo puede salir con una estupidez así? Acá le meto unos segundos de silencio bien incómodos para que se de cuenta de que se desubicó.
Miguel cambia de tema: “Y con los trabajos, ¿cómo están?”
“Yo bien. Mi empresa no tuvo problemas en poner a casi todos a trabajar desde las casa. Pero con Clara es más complicado. El turismo se esfumó, así que no saben qué va a pasar.”
Se apura a interrumpirme porque claramente no le importa nada de lo que tenga para decirle. Lo que único necesita es una audiencia para sus monólogos.
“Si, es terrible. Muchas industrias están paralizadas y la situación de la gente que está quedando sin empleo debe ser muy estresante. De todas formas yo estoy en desacuerdo con esto que está plateando la derecha de un trade-off entre salud pública y actividad económica. Está claro que la cuarentena va a afectar la actividad económica. Pero ese trade-off es incorrecto porque no refleja las preferencias de casi nadie. Si te pregunto. ¿Qué preferís, que Clara se quede sin trabajo o que se muera tu hermano? Vos, ¿qué me decís?”
“No sé… ¿Cuál de mis hermano?” Por si no lo notaron ya estoy fastidiado y cuando eso sucede, me pongo pesado por que sí.
“Qué gracioso. Pero ves mi punto. Si en vez de un hermano te digo que un amigo o un conocido se muera con cierta probabilidad, nadie en su cabeza piensa a la vida y al trabajo como un trade-off. El desempleo es temporal, la muerte es irreversible. Ese trade-off es real únicamente en la mente retorcida de algún policy maker de derecha que quiere defender un status quo o algunos intereses. La economía va a sufrir. Pero nadie va a salir a consumir y actuar normalmente hasta que haya una cura o un tratamiento efectivo al menos.”
Tengo que admitir que Miguel siempre saca temas no se si más profundos, pero sí menos cotidianos que los que charlo con otros amigos. Mientras lo escucho me pongo a pensar en este momento histórico que nos toca afrontar, en la fragilidad humana, en cómo muchas cosas van a cambiar después de esto, y en que se me va a vencer un cupón de 2×1 para ir al cine del shopping.
“¿Y seguís con ganas de cambiar de trabajo?” le pregunto casi como acto reflejo, porque la verdad es que me importa muy poco si se queda en su trabajo actual o se hace monja de clausura.
“Con ganas si, pero paré toda búsqueda. Con todo esto, los startups la están pasando muy mal, así que no es un buen momento para irme a uno. Además, para serte franco, es muy difícil pensar en el futuro en medio de esto. Camus decía en `La peste’ que justamente lo primero que se pierde en situaciones así es la noción de futuro. Cuando el presente es tan incierto, no podemos proyectar hacia adelante.”
“Mirá vos. Por algún motivo siempre odié el futuro. No sé, me lo imagino como una suerte de Google-cracia en la que nos van a obligar a usar esos jabones de mano que son una espuma que sale del recipiente. Un infierno. Así que estoy contento mirando al pasado, e ignorando completamente que hay un futuro lleno de cosas horribles que nos pueden matar.” Como notarán ya mi aburrimiento está en esteroides y no tengo ningún filtro para disimular que no me interesa seguir esta charla. Ya le puedo decir a Clara que hablé con Miguel y de alguna forma hacerle entender que merezco una recompensa sexual por mi buena acción. Además me acabo de dar cuenta de que le abrí la puerta para que me empiece a repetir como loro de que el mundo va a ser mejor después del coronavirus, que la solidaridad y cooperación internacional van a ser los pilares para vencer al virus. Y la mar en coche. Y con ese tema puede extender su monólogo tranquilamente por otros 45 minutos. Tengo que cortarlo urgentemente antes de que pueda decir la primera palabra o va a ser muy tarde.
Acá saco mis dotes actorales a relucir. Miro hacia el costado de la pantalla y digo en tono elevado, como hablándole a Clara que supuestamente está en otro cuarto: “Ya voy, estoy hablando con Mike…” Mierda, le dije Mike. Mierda, mierda, mierda. Eso pasa por distraerme. Ahora hablándole a Miguel: “Che, te tengo que dejar que Clarita necesita ayuda. Qué bueno hablar y saber que estás bien. Hagamos otro video-llamado el fin de semana que viene, ¿dale?.”
“De una,” me responde. “Mandale un beso a Clara. Cuídense, Chalie.”
“Vos también. Chau.”
“Chau.”
Después de cortar, me puse a buscar por internet qué película o serie vamos a ver esta noche con Clara. ¿Cómo se llamaba esta que me dijo mi prima? Es absurda la cantidad de tiempo que me lleva encontrar algo para ver. Estoy convencido de que Netflix es una maldición que nos enviaron los dioses de Blockbuster porque no les rebobinábamos las películas antes de devolverlas.
Hay algo que me está molestando. No sé que es. Pierdo la mirada en la ventana del living y me doy cuenta que la culpa está creciendo con fuerza dentro mío. ¿Y si este papafritas de Miguel se agarra el coronavirus y se termina muriendo?¿Y si este fue nuestro último llamado, cómo voy a sentirme? El fin de semana que viene voy a llamarlo y le voy a dar vía libre para que hable de lo que se le ocurra. Ya me imagino. Me va a venir con que el coronavirus le está dando un respiro ambiental al planeta, de que esto pone en evidencia las debilidades estructurales de una sociedad dividida que ha tolerado y naturalizado injusticias e inequidades, de que todos estamos hambrientos de estrechar nuestros vínculos ante la presencia de una amenaza colectiva. Pobre Miguel, allá solo. Voy a dejar que me hable de lo que quiera.
Fin.
Brooklyn, 7 de Abril de 2020.
(*) Mariano Esteban Negri, nació en Concepción del Uruguay y curso sus estudios (jardín de infantes, primaria y secundaria) en la Escuela Normal “Mariano Moreno”.
Posteriormente obtuvo una Licenciatura en Economía en la Universidad Nacional de La Plata, especializándose -luego- en la Universidad de San Andrés y más tarde en la Universidad de Columbia (NY, EEUU).
Desde hace varios años reside en Estados Unidos, actualmente vive en Nueva York.
Es un lector empedernido y su inclinación a la literatura le fue inculcada por su abuela materna, la profesora Aída Martinetti de Toscani. Sus padres viven en Concepción del Uruguay.
En 2016 fue seleccionado como finalista para el Premio Planeta (Madrid), que constituye el premio literario de habla hispana de mayor repercusión mundial. Su trabajo fue seleccionado -entre 552 trabajos de todo el mundo- como finalistas a las diez mejores novelas de entre las que salió la premiada. En este caso el trabajo destacado era su novela llamada “Tinta Corrida”, su primer trabajo literario. La novela de Mariano quedó entre las cinco mejores, después de superar con éxito la primera votación, pero no pasó la segunda. No obstante, el haber llegado a semejante instancia ya distingue su trabajo de manera notable.
La imagen que ilustra esta nota corresponde a Vipula Saxena. http://vipulasaxena.com/2016/01/26/video-call-semirealistic-portrait-3/
Esta nota fue publicada por la revista La Ciudad el 10/4/2020